El chico estaba total y absolutamente seguro de que Elvis guardaba en el armario de su dormitorio un tesoro formado por otras cosas superguapas. Sabía, por ejemplo, que tenía armas, pero también se había enterado de que tanto las pistolas como la munición estaban dentro de una caja fuerte que él no podía abrir. No sabía qué podía encontrar allí arriba, pero esperaba que aparecieran un par de números de Playboy o alguna cosa guapa de la policía, quizás unas esposas o una porra (lo que su tío René, cuando vivían en St. Charles Parish, llamaba un «atontanegros», lo que horrorizaba a su madre).
Cuando Elvis salió a lavar el coche aquella mañana, Ben miró por la ventana. Lo vio llenar un cubo de agua con jabón y echó a correr por la casa hasta llegar a las escaleras.
Elvis Cole y su gato dormían en el piso de arriba, en un altillo sin puerta desde el que se veía el salón. Al gato no le caían bien ni Ben ni su madre, pero el chico intentaba no tomárselo como algo personal. En realidad, a aquel gato sólo le caían bien Elvis y su socio, Joe Pike. Cada vez que entraba en una habitación en la que estaba el gato, éste echaba las orejas hacia atrás y bufaba. Además, aquel gato no salía corriendo si intentabas espantarlo, sino que se te acercaba de lado, con el pelo de punta. A Ben le daba mal rollo.
Fue subiendo por las escaleras y al llegar arriba asomó la cabeza por encima del último escalón para asegurarse de que el gato no estuviera durmiendo encima de la cama.
No había moros en la costa.
No se veía al gato por ninguna parte.
De fuera seguía llegando el ruido del agua.
Fue a toda prisa hasta el armario, que era más bien un vestidor. Ya había estado allí un par de veces, cuando Elvis le había enseñado a su madre la caja fuerte en que guardaba las pistolas, así que ya sabía que en aquella habitacioncita había cajas colocadas en estantes altos, fiambreras de plástico llenas de sombras misteriosas que debían de ser fotografías, montones de revistas viejas y otras cosas que desde luego podían resultar una pasada. Ben hojeó primero las revistas en busca de las de porno duro, como las que llevaba a clase su amigo Billy Toman, pero lo que encontró lo decepcionó: había sobre todo números de Newsweek y de Los Angeles Times Magazine. Aburridísimos. Se puso de puntillas para ver qué había encima de la caja fuerte de las pistolas una mole de acero alta como él que llenaba el fondo del vestidor, pero solo encontró unas cuantas gorras de béisbol viejas, un reloj parado, una foto en color enmarcada de una señora sentada en un porche y otro portafotos con una imagen de Elvis y la madre de Ben en un restaurante. No vio ni esposas ni atontanegros.
De lado a lado del armario había un estante alto. No lo alcanzaba, pero sí veía botas, algunas cajas, un saco de dormir, lo que parecía un kit para limpiar zapatos y una bolsa de gimnasia de nailon negro. Se le ocurrió que valía la pena echar un vistazo a la bolsa, pero para poder cogerla necesitaba crecer como mínimo medio metro. Entonces se acordó de la caja fuerte. Si se estiraba y se subía encima, seguramente llegaría hasta la bolsa de gimnasia. Puso las manos con cuidado encima de la caja, se agarró con todas sus fuerzas y subió de un golpe. Consiguió colocar una rodilla encima, y a ella siguió el resto del cuerpo. Estaba aplastando algunas gorras y había tirado la foto de la señora, pero por el momento la cosa iba bien.
Tendió el brazo para coger la bolsa, pero no llegaba del todo. Se inclinó un poco más, se agarró al estante con una mano y con la otra siguió intentando alcanzar la bolsa. Entonces fue cuando perdió el equilibrio. Intentó agarrarse a algo, pero ya era demasiado tarde: se tambaleó y tiró de la bolsa. Fue a dar contra el suelo bajo una lluvia de camisas y pantalones.
– ¡ Mierda!
Cuando estaba recogiendo la ropa se encontró la caja de puros.
Debía de haber estado encima de la bolsa y se habría caído con todo lo demás. De su interior salieron algunas fotos descoloridas, algunos parches de tela de colores y cinco estuches de plástico azul. Ben se quedó extasiado. Sabía que los estuches azules eran algo especial. Se notaba. Cada uno tenía unos veinte centímetros de largo, con una raya de oro vertical en la parte izquierda y unas letras doradas en relieve en la esquina inferior derecha que decían: «ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA».
Ben echó la ropa a un lado y se sentó de piernas cruzadas para examinar su descubrimiento.
En las fotografías aparecían soldados de uniforme y helicópteros. Había un tío sentadoen una litera, riendo, con un cigarrillo colgado de la comisura de los labios. Llevaba una palabra tatuada en lo alto del brazo izquierdo. Ben tuvo que acercarse bien para distinguirla, porque la imagen estaba borrosa: «RANGER.» Se imaginó que sería su nombre. En otra foto había cinco soldados de pie ante un helicóptero. Parecían unos cabronazos: llevaban la cara pintada de verde y de negro y cargaban mochilas, munición, granadas de mano y fusiles negros. El segundo por la izquierda llevaba un cartelita con unos números. A causa de la pintura costaba distinguir las caras, pero el soldado del extremo derecho parecía Elvis Cole. Qué fuerte.
Ben dejó las fotos a un lado y abrió uno de los estuches azules. Encontró un lazo rojo, blanco y azul de unos tres centímetros de largo prendido de un pedazo de fieltro gris. Debajo había una insignia de los mismos colores, como si se tratara de un versión reducida del lazo, y en el fondo una medalla. Era una estrella de cinco puntas que colgaba de otro lazo y estaba cubierta por una tapa de plástico transparente. En el centro de la estrella dorada había otra plateada mucho menor. Ben cerró el estuche y empezó a abrir los demás. En cada uno había una medalla.
Las dejó a un lado y se puso a ojear las demás fotografías. En una salían unos cuantos hombres con camisetas negras en el exterior de una tienda de campaña, bebiendo cerveza; en otra aparecía Elvis Cole sentado encima de unos sacos de arena con un fusil encima de las rodillas (¡iba sin camisa y se le veía muy delgaducho!); en la siguiente salía un tío con la cara pintada, una gorra y una pistola, rodeado de una vegetación tan espesa que parecía estar saliendo de un muro verde. ¡Menudo filón había encontrado Ben! ¡Cosas así de guapas eran justo lo que andaba buscando! Estaba tan concentrado en las fotos que no oyó que Elvis se acercaba.
– ¡Te pillé!
Ben dio un respingo y notó que se ponía rojo.
Elvis estaba en el hueco de la puerta, con los pulgares metidos en los bolsillos del pantalón y las cejas enarcadas, como diciendo: «Pero ¿qué tenemos aquí amiguito?»
Ben se sentía terriblemente avergonzado. Creía que Elvis iba a ponerse hecho una furia, pero en cambio se sentó en el suelo a su lado y se quedó mirando las fotografías y los estuches azules con aire pensativo. Ben sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y se imaginó que Elvis lo odiaría por siempre jamás.