Salí corriendo en busca del coche. Iba al límite de mis fuerzas, con el móvil en una mano y la pistola en la otra. Dejé atrás los hangares y las casas. Pike debía de ir hacia el norte, en dirección a Ocean Boulevard, para después girar hacia el este. Si el coche de Fallon salía del aeropuerto, lo vería.
Por el centro de la calle, una mujer paseaba a un perrito anaranjado. Me vio correr hacia ella, pistola en mano. No intentó salir pitando ni meterse en una casa, sino que se puso a saltar sobre un pie y sobre otro mientras chillaba «ay, ay, ay» y el perro daba vueltas sobre sí mismo. La pobre mujer había salido para sacar al perro y al verla lo que pensé fue que si intentaba detenerme le pegaría un tiro a ella y otro al perro. Yo no era así. Yo jamás habría hecho nada parecido. Me había vuelto loco de remate.
Me subí al coche de un salto y al alejarme choqué contra el bordillo con tanta fuerza que el coche coleó y la aguja del cuentarrevoluciones entró de lleno en la zona roja.
– ¿Joe?
– En Ocean, yendo hacia el este.
– ¿Y Fallon ¿Dónde está?
– Deja de chillar. Va por Ocean hacia el este. Espera, gira por Centinela hacia el sur. Lo tengo. Va seis coches por delante.
Centinela estaba a mi espalda. Tiré del freno de mano y con una brusca maniobra hice que el coche girase sobre sí mismo. Los neumáticos echaron humo. A mí alrededor sonaron mil claxones, pero me parecía que estaban muy lejos.
Seguía pegando gritos por el teléfono:
– Myers está muerto. Y también le han dado a Richard. Le han disparado y ha caído dentro de la limusina. No sé si lo han matado o no.
– Tranquilízate. Seguimos yendo hacia el sur. No sabe que vamos tras él.
Fallon conducía sin llamar la atención para evitar que algún policía lo obligara a detenerse, pero a mí lo único que me importaba era apresarlo. Sobrepasé los ciento veinte en las travesías, giré por una calle paralela a Centinela y entonces pisé el acelerador y alcancé los ciento sesenta.
– ¿Dónde está? ¡Dime qué travesías!
El coche pilló un bache, pero yo aceleré. Pike iba diciéndome por qué travesías pasaban. Yo veía las mismas calles un poco más allá. Avanzábamos en paralelo. Cuando hube alcanzado su ritmo lo superé. Giré hacia Centinela con un volantazo que hizo derrapar las cuatro ruedas y al enderezar el coche saltó una válvula. A mi espalda empezó a salir humo y el motor se puso a hacer ruidos.
– Aceleramos -me informó Pike.
Estaba cada vez más cerca de Centinela, a tres manzanas, a dos. Apagué las luces y me coloqué pegado al bordillo con un giro brusco del volante justo cuando el coche de Fallon pasaba por el cruce y torcía hacia la autopista. Ben iba sentado a su lado. Miró por la ventanilla.
– Lo tengo, Joe. Lo veo.
– Colócate detrás cuando veas que giro.
Fallon no iba muy lejos. Era lo lógico. Lo había planeado todo muy bien. Primero iban a cambiar de coche y luego a deshacerse de Ben, y de Richard si es que seguía con vida. Ningún secuestro termina de otra forma.
– Está frenando -anunció Pike.
El coche de Fallon se metió por debajo de la autopista y después giró.
Pike no lo siguió. Apagó las luces y se pegó a la acera a la altura de la esquina, a observar. Yo hice lo mismo. Al cabo de un rato, el todoterreno de Pike avanzó un poco, lentamente, y giró. Pasamos por delante de varias ferreterías y una clínica veterinaria hasta llegar a una hilera de casas pequeñas. De la clínica llegó un aullido de un perro. Parecía que estaba sufriendo.
Pike se metió en un aparcamiento y se apeó. Lo seguí. Cerramos las puertas con sigilo y Pike señaló con la cabeza una casa que estaba al otro lado de la calle y en cuyo jardín un cartel rezaba: «Se vende.»
– Ahí.
La limusina quedaba casi totalmente oculta por la casa y el coche blanco estaba todo lo pegado a la puerta que era posible. En el jardín había un sedán azul oscuro. Seguramente iban a utilizarlo para huir. En la casa vi luces que se movían. Fallon y Ben debían de haber llegado hacía sólo dos minutos. La limusina, tres. Me pregunté si Richard estaría muerto en el asiento de atrás. Quizá le hubieran pegado el tiro de gracia por el camino. El perro volvió a aullar.
Iba a cruzar la calle cuando Pike me detuvo.
– ¿Tienes un plan o vas a echar abajo la puerta sin más?
– Ya sabes qué van a hacer. No tenemos tiempo.
Me miró fijamente; estaba inmóvil como un claro en un bosque dormido, pero con unas nubes de tormenta acechando sobre los árboles.
Me aparté de él, pero se acercó, me agarró del cuello y clavó sus ojos en los míos.
– No quiero que te maten.
– Ben está ahí dentro.
No me soltaba.
– En el aeropuerto los teníamos delante de las narices y no los hemos visto. Nos la han pegado. Y ya sabes qué pasará si ahora ocurre lo mismo.
Respiré hondo. Pike tenía razón. Como casi siempre. Tras las ventanas se movieron sombras. El perro aulló aún más fuerte.
– Tú echa un vistazo por las ventanas de aquel extremo -dije-. Yo me acercaré por delante. Nos encontraremos en la parte trasera. Seguramente han entrado por la puerta de atrás. Tienen prisa, así que es probable que no la hayan cerrado con llave.
– Vale, pero ve con cuidado. A lo mejor podemos disparar por las ventanas, pero si tenemos que entrar hagámoslo juntos.
– Ya lo sé. Ya sé qué hay que hacer.
– Pues hazlo.
Nos separamos al cruzar la calle. Pike fue hasta el extremo de la casa y yo avancé por el sendero de acceso. En las ventanas había visillos, pero no me impedían mirar dentro. Tras las dos primeras se veía un salón que estaba a oscuras, pero en el pasillo del fondo había luz. Las dos siguientes daban a un comedor vacío, y tras ellas alcancé las dos últimas de mi lado de la casa. Del interior salía mucha luz. Me aparté de la pared para no quedar iluminado y miré hacia el interior desde la sombra de un arbusto del jardín del vecino. Mazi Ibo y Eric Schilling estaban en la cocina. El primero se fue a otra parte de la casa, pero Schilling salió por la puerta trasera. Llevaba sendas bolsas de deporte de gran tamaño colgadas de los hombros.
Dice un antiguo refrán que ningún plan de ataque sobrevive al primer contacto con el enemigo.
Schilling se detuvo junto a la limusina y dejó que se le acostumbrara la vista a la oscuridad. Estaba a menos de seis metros de mí. Permanecí completamente inmóvil. El corazón me latía con fuerza. Contuve la respiración.
Dio un paso hacia adelante y después se detuvo otra vez como si hubiera notado algo. Ladeó la cabeza. El perro aulló.
Schilling cogió las bolsas y después pasó junto al coche blanco y se dirigió hacia la puerta principal de la casa, para llevar el dinero al sedán azul. Al principio me moví lentamente, pero fui ganando velocidad. Me oyó cuando ya estaba a mitad de camino. Se agachó de golpe y dio media vuelta con rapidez, pero ya era demasiado tarde. Le aticé entre los ojos con la pistola y después lo agarré para que no se desplomara y le golpeé dos veces más. Lo dejé en el suelo, busqué la pistola que llevaba y me la metí por la cintura. Me acerqué a toda prisa a la puerta de atrás. Estaba abierta. En la cocina no había nadie. El silencio y la quietud que reinaban en la casa resultaban insoportables. Ibo y Fallon podían regresar en cualquier momento con más bolsas de dinero, pero aquella quietud me asustaba mucho más que eso. Quizá me hubieran oído. Quizás Ibo y Fallon estuviesen atando los cabos sueltos. Todos los secuestros terminaban igual.