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Lo solté y lo vi caer. Se derrumbó como un árbol enorme y tardó una eternidad en estrellarse contra el suelo.

Me volví. Casi no me sostenía en pie. Vi a Eric Schilling hecho una bola en medio de un montón de dinero. Ben estaba con Richard. Pike y Fallon luchaban, en el suelo. Recogí la escopeta y di un par de pasos tambaleándome. Apunté a la cabeza de Fallon.

– Se acabó.

Levantó la vista.

– Se acabó, hijo de puta -repetí-. Ha llegado tu hora.

Fallon miró fijamente la boca del cañón de la escopeta y después a mí. Entre ambos había una pistola.

Apunté.

– Suéltala, Fallon. Suéltala.

Miró a Pike y después asintió.

El arma que había entre los dos escupió un único disparo ensordecedor. Creí que quien había recibido el impacto era Joe, pero el que se desplomó de espaldas contra la pared fue Fallon. Pike se apartó rodando con bastante agilidad y empuñó la pistola. Estaba listo en caso de que el otro lo atacara, pero Fallon se limitó a mirarse el agujero que tenía en el pecho. Parecía sorprendido de verlo, aunque se lo había hecho él mismo. Levantó la vista hacia nosotros y después murió.

– ¿Ben? -dije.

Me tambaleé hacia un lado y caí sobre una rodilla. Me hice daño. Me sangra!>a mucho la mano. También me dolía.

– ¿Ben?

El chico estaba intentando ayudar a su padre a levantarse. Richard gemía, por lo que me di cuenta de que seguía aguantando. Pike evitó que me diera de bruces contra el suelo y me colocó un pañuelo en la mano.

– Véndala y mira a ver qué tal está Ben. Voy a llamar una ambulancia.

Intenté levantarme, pero no lo logré, así que me arrastré hasta Ben Chenier. Lo abracé y susurré:

– Te he encontrado, Ben. Ya te tengo. Voy a devolverte a tu madre.

Ben se estremeció como si estuviera aterido y balbuceó unas palabras que no comprendí. Pike llamó una ambulancia y después nos apartó con delicadeza. Se quitó el cinturón y con él le hizo un torniquete en la pierna a Richard. Después utilizó la camisa de Schilling para restañar la herida del vientre. Durante todo el rato mantuve a Ben entre mis brazos.

– Te tengo -musité-. Ya te tengo.

Oí las sirenas cuando las lágrimas de Ben empezaban a derramarse sobre mi pecho.

Quinta Parte. EL REENCUENTRO

26

La ambulancia llegó antes que el primer coche patrulla. Ben quería ir al hospital con su padre, pero los enfermeros, muy acertadamente, no se lo permitieron. Se acercaban más sirenas. Debía de ser la policía.

– Ya espero yo -dijo Pike-. Tú llévate a Ben.

El chico y yo cruzamos la calle hasta mi coche. El perro seguía aullando, y pensé que quizás estuviese solo. La gente de las casas de alrededor se agolpaba en los jardines delanteros y observaba la ambulancia. Vivir allí ya no iba a ser lo mismo.

Abracé a Ben hasta que llegó el primer coche patrulla. No hacían una entrada triunfal con un frenazo chirriante como en la televisión, sino que recorrían lentamente la calle porque no sabían qué iban a encontrarse. Nos subimos a mi coche.

– Vamos a llamar a tu madre -propuse.

Cuando Lucy advirtió que era yo, preguntó:

– ¿Cómo está Ben? Por el amor de Dios, dime que se encuentra bien.

Le temblaba la voz.

– Se encuentra bien, dadas las circunstancias. Ha sido terrible, Luce. Espantoso.

– Gracias, gracias, Dios mío. ¿Y Richard?

Ben permaneció en silencio a mi lado mientras yo le contaba a su madre lo sucedido. Me cuidé de hablar demasiado: no sabía si Ben estaba al corriente de la participación de Richard en todo aquello, y no quería que se enterase por mí. Podían contárselo Lucy y Richard, o quizá no pensaban decírselo jamás. Si ella me pedía que me comportara como si todo aquello no hubiera sucedido, estaba dispuesto a hacerlo. Si quería que se lo ocultara a Ben, me callaría. Si me pedía que mintiera a la policía y ante el juez para encubrir al padre del chico, también accedería.

Le dije adónde se llevaban a Richard y me ofrecí a ir con Ben hasta su casa o directamente al hospital. Contestó que prefería lo segundo y me pidió hablar con su hijo.

Le pasé el teléfono a Ben.

– Tu madre.

Ben no dijo nada de camino al hospital, pero me cogió del brazo y no lo soltó. Yo pasé un brazo por sus hombros y lo atraje hacia mí.

Llegamos antes que ella. Nos sentamos en un largo banco de la sala de espera de urgencias, muy juntos. A Richard Chenier le quedaban dieciocho horas de quirófano por delante. Fue una intervención muy larga.

Se presentaron dos inspectores de Los Ángeles Oeste con un sargento de uniforme. Preguntaron a la enfermera de admisiones por la víctima de arma de fuego y después el inspector de más edad se acercó a nosotros. Era rubio, con el pelo corto, y llevaba gafas.

– Perdone, ¿están esperando al hombre que ha recibido varios disparos?

– No.

– ¿Qué tiene en los pantalones?

– Salsa de barbacoa.

Siguió preguntando a los demás.

– ¿Por qué has dicho que no? -quiso saber Ben.

– Tu madre está a punto de llegar. No quiero que acabemos encerrados en una habitación con esos tíos.

Me pareció que lo comprendía.

Observé a los policías hasta que volvieron al mostrador de admisiones y después me incliné hacia Ben. Era un niñito de diez años. Me pareció minúsculo. Y muy joven.

– ¿Qué tal estás? -le pregunté.

– Bien.

– Hoy has visto cosas tremendas. Y te han sucedido cosas muy, muy malas. No pasa nada si estás asustado. Si quieres hablar, cuenta conmigo.

– No he tenido miedo.

– Pues yo sí. Yo he pasado mucho miedo. Ahora mismo sigo estando asustadísimo.

Ben me miró y después frunció el entrecejo.