Выбрать главу

– Bueno, a lo mejor sí que he tenido un poco de miedo.

– ¿Quieres una Coca-Cola o algo?

– Sí. Vamos a ver si tienen Sprite.

Estábamos buscando la máquina de refrescos cuando entró Lucy por las puertas correderas. Daba zancadas tan largas que casi parecía que corría. La vimos antes de que ella advirtiese nuestra presencia.

– ¡Lucy! -la llamé.

– ¡Mamá! -exclamó Ben, y echó a correr hacia ella.

Lucy se vino abajo entre lloros. Abrazó a Ben con tanta fuerza que casi parecía que intentaba aplastarlo. Lo cubrió de besos y de lágrimas, pero a él no le importó. Todos los niños quieren eso de su madre, lo reconozcan o no. Sobre todo en días como aquél. Estoy convencido. No me cabe duda alguna.

Me acerqué. Me quedé a su lado. Si llamamos la atención de los policías, éstos tuvieron el detalle de no inmiscuirse.

Lucy abrió los ojos y me vio. Derramó más lágrimas y después me abrazó.

– Te lo he devuelto -dije.

– Sí. Sí, lo has conseguido.

Les estreché entre mis brazos con todas mis fuerzas, pero no me bastó.

27

Dieciséis días después, Lucy fue a verme a casa para despedirse. La tarde era soleada y fresca. No planeaban halcones en el cielo y ya ni me acordaba de la última vez que había oído aullar a los coyotes, pero el búho había regresado al pino. Aquella noche me había llamado.

Lucy y Ben habían dejado el piso de Beverly Hills. Ella había abandonado el trabajo. Volvían a Baton Rouge. Volvían a Luisiana. Ben ya estaba allí, con sus abuelos. Yo lo entendía; sí, de verdad. La gente normal no vivía cosas como aquélla ni tenía por qué.

No volvían para estar con Richard.

– Después de todo lo que le ha pasado -explicó Lucy-, Ben tiene que estar rodeado de gente que lo quiere, en lugares que conoce. Tiene que sentirse a salvo, protegido. He alquilado una casa en nuestro antiguo barrio. Recuperará a sus amigos de siempre.

Estábamos en el porche. De pie, apoyados en la barandilla, uno al lado del otro. Durante aquellos dieciséis días habíamos charlado muchas veces. Habíamos hablado de lo que iba a hacer, pero aún la notaba incómoda, violenta. De repente, nos despedíamos. De repente, Lucy se marchaba. Eso sí, no tardaría mucho en volver a verme; Richard había sido acusado de organizar el secuestro.

Aquella tarde ninguno de los dos dijo gran cosa; ya estaba casi todo dicho. Estar con ella aún me resultaba reconfortante. Lo nuestro había sido tan maravilloso, tan magnífico, que no nos merecíamos sentimos incómodos o resentidos en el momento de ponerle fin. No era mi intención.

Le sonreí, sin más, con mi mejor sonrisa de buen chico, de hombre juguetón. De valiente.

– Luce, ya me lo has explicado ochocientas veces. No tienes que repetírmelo. Lo comprendo. Creo que es lo mejor para Ben.

Asintió, pero seguía estando incómoda. Se me ocurrió que quizá se tratara de una situación incómoda al fin y al cabo.

– Voy a echarte de menos -dije-. Y a Ben. En realidad, ya os echo de menos.

Lucy cerró los ojos con fuerza, los abrió y se quedó mirando fijamente el cañón. Se inclinó más sobre la barandilla, quizá con la esperanza de que no me diera cuenta o quizá porque trataba de ver algo que aún no había visto.

– Dios mío, qué poco me gusta esta parte -confesó.

– Lo haces por Ben y por ti. Es lo que os conviene. Me basta.

Se apartó de la barandilla y se acercó a mí. Hice un esfuerzo sobrehumano para no echarme a llorar.

– No lo digas -susurré-. No lo digas, por favor.

– Mientras ya lo sepas…

Lucy Chenier dio media vuelta y cruzó corriendo la casa. Se oyó un portazo y después el motor de su coche, alejándose.

– Adiós.

28

Dos días después de que Lucy se hubiera ido sonó el teléfono. Era Starkey.

– En la vida he visto a un gilipollas con más suerte que tú.

– ¿Quién habla?

– Muy gracioso. Ja, ja.

– ¿Qué tal?

Joe Pike y yo estábamos pintando el porche. Después pensábamos pintar dentro de casa. Luego a lo mejor me ponía a lavar el coche.

– No te molestes -añadí-, pero estoy esperando una llamada de mi abogado. Tengo un asuntillo pendiente. Algo relacionado con un robo con agravantes.

Pike, que estaba en el otro extremo, giró la cabeza. Tenía las manos y los brazos de color gris por haber estado lijando masilla seca. La oficina postal que habíamos destrozado era propiedad de un tal Fadhim Gerella. Le habíamos pagado los destrozos que habíamos ocasionado en el local, así como una cantidad suplementaria como compensación por el tiempo que había tenido que cerrar el negocio. El señor Gerella había quedado satisfecho y no nos había denunciado, pero el fiscal del distrito de San Gabriel se empeñaba en ir tras nosotros.

– Sí que te va a llamar tu abogado -anunció Starkey-, pero antes te voy a dar yo la noticia.

– ¿Qué noticia?

Pike aguzó el oído.

– Acabo de hablar del tema con un colega de Parker. Estás fuera de peligro, Cole, y tu amiguito, el que va pegado a unas gafas de sol, también. Los gobiernos de Sierra Leona, Angola y El Salvador han intercedido por vosotros. Son tres gobiernos de tres países, joder. Sois dos colgados, pero habéis conseguido atrapar a tres cabrones acusados de genocidio. No, si hasta os darán una medalla.

Me senté en el suelo.

– No te oigo, Cole -dijo-. ¿Estás ahí?

– Espera.

Tapé la bocina con la mano e informé a Pike, que siguió lijando y no levantó la cabeza ni por un instante.

– Esto se merece una celebración, ¿no? Va, invito a sushi y a ocho o diez copas -propuso Starkey-. Mejor aún, ¿qué te parece si me dejo invitar? Salgo barata. Como no bebo…

– ¿Quieres sacamos a tomar algo?

– A Pike no, idiota. Sólo a ti.

– Starkey, ¿estás pidiéndome una cita?

– Pero, hombre, qué creído eres.

Me limpié el sudor y el polvo de los ojos y me quedé mirando la inmensidad del cañón.