– ¿Oye? ¿Qué pasa, Cole, te has desmayado de emoción?
– No te lo tomes a mal, Starkey. Me gusta que me lo pidas, pero no es buen momento.
– Vale. Lo entiendo.
– Es que lo he pasado bastante mal.
– No, si lo comprendo, Cole. Da igual. Oye, ya te llamaré, ¿vale?
Colgó. Dejé el teléfono y una vez más contemplé el cañón. Por encima de la sierra flotaba una manchita oscura. Al poco se le unió otra. Me acerqué a la barandilla y las observé. Sonreí. Los halcones habían vuelto.
– Llámalá -dijo Pike.
Entré en casa con el teléfono y, al cabo de un rato, marqué el número.
Últimamente el sueño se repite, casi todas las noches, en ocasiones más de una vez. El cielo se oscurece; las ramas retorcidas de un roble se balancean, cargadas de musgo; la suave brisa nocturna empieza a agitarse con rabia y miedo. Estoy otra vez en el mismo lugar, un lugar sin nombre lleno de tumbas y monumentos. Bajo la mirada hacia el rectángulo negro y duro, muerto de ganas de saber qué se esconde en la tierra, pero no hay ningún nombre que señale ese lugar de reposo. Me he pasado la vida buscando los secretos que desconozco.
La tierra me llama.
M e agacho. Apoyo las palmas de las manos sobre el mármol y el frío me hace soltar un grito ahogado. El hielo trepa por mis brazos como si se me hubieran metido hormigas por debajo de la piel. Me pongo en pie de un salto e intento huir, pero las piernas no me responden.
El viento arrecia y dobla los árboles. Las sombras titilan al final de la zona iluminada y unas voces susurran.
De entre la niebla surge mi madre. Es joven, como entonces, y frágil como el aliento de un recién nacido.
– ¡Mamá! ¡Ayúdame, mamá!
Flota en el viento como un espíritu.
– ¡Por favor, tienes que ayudarme!
Extiendo los brazos. Ruego al cielo que me tome la mano, pero ella sigue allí, suspendida en el aire, sin responder, como si no me viera. Quiero que me salve de los secretos que me rodean. Quiero que me proteja de la verdad.
– Tengo miedo. N o quiero estar aquí, pero no sé cómo irme. No sé qué hacer.
Ardo en deseos de sentir su cariño. Necesito el refugio de su abrazo. Intento acercarme a ella, pero tengo los pies totalmente arraigados.
– No puedo moverme. Ayúdame, mamá.
Entonces me ve. Sé que me ve porque se le llenan los ojos de tristeza. Extiendo los brazos hasta que me duelen los hombros, pero está demasiado lejos. M e enfurezco. La odio y la quiero en el mismo instante terrible.
– Maldita sea, ya no quiero estar solo. Nunca he querido estar solo.
El viento se convierte en un rugido; se lleva una parte de ella, como si estuviera hecha de humo.
– ¡Por favor, mamá! ¡No me abandones otra vez!
Se resquebraja como si fuera un rompecabezas. El aire se lleva una pieza. Y luego otra.
– ¡Mamá!
Los pedazos que habían formado el cuerpo de mi madre salen volando. No queda ni una sombra. Ni siquiera una sombra.
Ha desaparecido. Me ha abandonado.
Me quedo mirando la tumba, destrozado. De esa forma extraña en que suceden las cosas en esta vida, aparece una pala en mis manos. Si cavo, encontraré; si encuentro, comprenderé.
Se abre la tierra negra.
Queda al descubierto el ataúd.
Una voz que no es la mía me ruega que me detenga, que no mire, que me proteja de lo que me espera allí, pero ya me da igual. Estoy solo. Quiero saber la verdad.
Meto las manos en la tierra fría y levanto la tapa con los dedos. Las astillas me perforan la carne. Al abrirse, el ataúd emite un chillido.
Me quedo mirando el cuerpecillo y me miro a mí mismo.
El niño soy yo.
Abre los ojos. Solloza de alegría cuando lo saco de la tierra y me echa los brazos al cuello. Nos abrazamos con desesperación.
– Tranquilo -le digo-. Ya te he encontrado, y no voy a abandonarte jamás.
El viento descarga toda su furia. Las hojas vuelan sin rumbo por entre las tumbas y la bruma cargada de humedad atraviesa la ropa, pero lo único que me importa es haberle encontrado.
Su risa es como una campanilla en la oscuridad. La mía también.
– No estás solo -lo consuelo-. Nunca lo estarás.
Robert Crais