Había sido una tontería por su parte pensar que podía presentarse en esa ciudad desconocida y encontrar ella sola a su hija. Primero había llamado a la policía, claro, antes siquiera de decidir viajar al norte, y les había proporcionado todos los detalles posibles por teléfono. Le habían aconsejado que denunciara la desaparición personalmente cuando fuera a la ciudad, y así lo había hecho el día anterior. Había percibido el ligero cambio en la expresión del policía cuando le habló de las circunstancias de su hija. Para él, su hija era otra drogadicta a la deriva en una vida peligrosa. Tal vez fue sincero al decir que haría lo que estuviera en sus manos, pero ella sabía que la desaparición de su niña no importaba tanto como la de una chica blanca, tal vez una con dinero e influencia, o simplemente sin marcas de pinchazos en la piel entre los dedos de las manos y los pies. Había contemplado la posibilidad de volver a la comisaría esa mañana y describir al hombre que la había abofeteado y a la joven prostituta con quien había hablado, pero pensó que no serviría de nada. No era la policía quien podía ayudarla. Necesitaba a alguien para quien su hija fuese una prioridad, no sólo un nombre más en una creciente lista de desaparecidos.
Aunque era domingo, la persiana del taller mecánico estaba medio levantada y dentro sonaba música. La mujer se agachó y entró, el interior estaba en penumbra. Allí había un hombre delgado, que vestía un mono, inclinado sobre el motor de un gran coche extranjero. Se llamaba Arno. A su lado se oía la voz de Tony Bennett, procedente de los baratos altavoces de una pequeña radio destartalada.
– ¿Hola? -saludó la mujer.
Arno volvió la cabeza, sin sacar las manos de las entrañas del motor.
– Lo siento, señora, está cerrado -dijo él.
Sabía que tenía que haber cerrado la persiana del todo, pero le gustaba dejar entrar un poco de aire y, en cualquier caso, no contaba con quedarse allí mucho rato. Recogerían el Audi el lunes por la mañana temprano, y apenas le quedaba un par de horas de trabajo.
– Busco a una persona -dijo ella.
– El jefe no está.
Cuando la mujer se acercó, él le vio la hinchazón de la cara. Se limpió las manos en un trapo y se apartó por un momento del coche.
– Oiga, ¿se encuentra bien? ¿Qué le ha pasado en la cara?
La mujer ya estaba cerca de él. Ocultaba su angustia y su miedo, pero el mecánico vio esos sentimientos reflejados en sus ojos, como una niña asustada que mira por dos ventanas idénticas.
– Busco a una persona -repitió ella-. Me dio esto.
Sacó la cartera del bolso y extrajo una tarjeta. Amarilleaba ligeramente en los bordes, pero, aparte de ese envejecimiento natural, se conservaba en perfecto estado. El mecánico adivinó que la había tenido bien guardada durante mucho tiempo, por si acaso llegaba a necesitarla.
Arno cogió la tarjeta. No llevaba nombre, sólo una ilustración. Representaba a un ángel con armadura pisando una serpiente. El ángel empuñaba una lanza con la mano derecha y había traspasado al reptil con la punta. Sangre oscura manaba de la herida. Al dorso de la tarjeta constaba el número de un discreto servicio contestador y, a su lado, una única letra «L», en tinta negra, junto con la dirección escrita a mano del taller donde estaban.
Pocas personas tenían en su poder una tarjeta como ésa, y el mecánico nunca había visto una con la dirección del taller añadida a mano. La letra «L» era el factor decisivo. A todos los efectos, eso era un pase de «acceso a todas las zonas», una manera de solicitar -no, de ordenar- que se ofreciese toda la ayuda posible a quien la mostrase.
– ¿Ha llamado a ese número? -preguntó Arno.
– No quiero hablar con él a través de un servicio. Quiero verlo.
– No está aquí. Se ha ido de viaje.
– ¿Adónde?
– A Maine -contestó el mecánico tras un titubeo.
– Le agradecería que me diera la dirección de donde se encuentra.
Arno se dirigió hacia el reducido despacho que se hallaba a la izquierda del espacio principal de trabajo. Pasó las hojas de la agenda hasta llegar a la entrada que buscaba; a continuación cogió una hoja de papel y copió allí los datos pertinentes. Plegó el papel y se lo entregó a la mujer.
– ¿Quiere que lo telefonee yo, que le diga que va de camino?
– Gracias, pero no.
– ¿Tiene coche?
La mujer negó con la cabeza.
– He venido aquí en metro.
– ¿Sabe cómo ir a Maine?
– Todavía no. En autocar, supongo.
Arno se puso la cazadora y sacó un juego de llaves del bolsillo.
– La llevaré a la estación de Port Authority y me aseguraré de que sube al autocar sin percances.
Por primera vez, la mujer sonrió.
– Gracias, se lo agradecería.
Arno la miró. Le tocó la cara con delicadeza para examinar la magulladura.
– Tengo algo para eso, si le duele.
– No es nada -contestó ella.
Él asintió.
El hombre que le ha hecho esto se ha metido en un buen lío. El hombre que le ha hecho esto no acabará vivo la semana.
– Vamos, pues. Tenemos tiempo, la invito a un café y un bollo para el viaje.
Hombre muerto. Es hombre muerto.
Formábamos un corrillo alrededor de la pila bautismal, y los demás invitados se hallaban de pie junto a los bancos a corta distancia. El sacerdote había acabado los prolegómenos y nos acercábamos al centro de la ceremonia.
– ¿Rechazas a Satanás y todas sus promesas vanas? -preguntó el sacerdote.
Esperó. No hubo respuesta. Raquel tosió discretamente. Ángel parecía haber encontrado algo interesante que mirar en el suelo. Louis permanecía impasible. Se había quitado las gafas de sol y mantenía la vista fija en un punto justo por encima de mi hombro izquierdo.
– Tienes que hablar en nombre de Sam -susurré a Ángel-. No se refiere a ti.
De pronto vio la luz tan diáfanamente como el sol que asoma en un árido desierto.
– Ah, vale -dijo Ángel con entusiasmo-. Claro. Por supuesto. Rechazado.
– Amén -dijo Louis.
El sacerdote pareció confuso.. -Eso significa que sí -le aclaré.
– Bien -dijo, como para reafirmarse-. Bueno.
Rachel fulminó a Ángel con la mirada.
– ¿Qué pasa? -preguntó. Levantó las manos como diciendo: «¿Y yo qué he hecho?». Le cayeron unas gotas de cera en la manga de la chaqueta. Un olor algo acre se desprendió de ella-. ¡Aaaay! -exclamó-. Y para colmo era la primera vez que me la ponía.
Rachel pasó de fulminarlo con la mirada a echar fuego por la boca.
– Como vuelvas a despegar los labios, acabarás enterrado con ese traje -amenazó.
Ángel calló. Dadas las circunstancias, era lo más inteligente que podía hacer.
La mujer iba sentada junto a la ventanilla en el lado derecho del autocar. En un solo día estaba atravesando más estados que los que había visitado en toda su vida. El autocar se detuvo en South Station, en Boston. En los treinta minutos de que disponía, se acercó paseando a la explanada de Amtrak y compró un café y un bollo. Los dos eran caros, y miró consternada el pequeño fajo de billetes en su bolso, adornados con unas cuantas monedas, pero tenía hambre, incluso después de que el hombre del taller la hubiera invitado tan amablemente. Se sentó y observó pasar a la gente, los ejecutivos trajeados, las madres agobiadas con sus hijos. Se quedó mirando cómo cambiaban los rótulos electrónicos que anunciaban las llegadas y salidas, los nombres saltaban rápidamente en el gran tablón encima de su cabeza. En el andén, los trenes eran plateados, de líneas elegantes. Una joven negra tomó asiento a su lado y abrió un periódico. Llevaba un buen traje y el pelo muy corto. A sus pies tenía un maletín de piel marrón, y le colgaba del hombro un pequeño bolso a juego. En la mano izquierda le relucía un anillo de compromiso con un diamante.