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«Tengo una hija de tu edad», pensó la anciana, «pero nunca será como tú. Nunca llevará un traje a medida, ni leerá lo que tú lees, y ningún hombre le regalará un anillo como el que tú llevas. Es un alma perdida, un alma atormentada, pero yo la quiero, y es mía. El hombre que la engendró en mí ya no está entre nosotros. Murió, y el mundo no sufrió una gran pérdida con ello. A lo que me hizo lo llamarían violación, supongo, porque me sometí a él por miedo. Todos le teníamos miedo, a él y a lo que podía hacernos. Creíamos que había matado a mi hermana mayor, porque se marchó con él y ya no volvió viva, y cuando él regresó, me tomó a mí en su lugar.

»Pero murió por lo que hizo, y murió de mala manera. Nos preguntaron si queríamos que le reconstruyeran la cara, si queríamos tener el ataúd abierto para exponerlo. Les dijimos que lo dejaran tal como lo habían encontrado y que lo enterraran en una caja de pino con cuerdas por asas. Marcaron su tumba con una cruz de madera, pero la noche de su entierro fui al lugar donde yacía y quité la cruz, y la quemé con la esperanza de que fuera olvidado. Pero di a luz a su hija, y la quise a pesar de que había en ella algo de él. Quizá nunca tuvo una oportunidad, maldecida como estaba con un padre así. Él la mancilló, ensuciándola desde el momento en que nació, estando presente el germen de su destrucción ya en la semilla de él. Siempre fue una niña triste, una niña irascible, y aun así, ¿cómo pudo abandonarnos por esa otra vida? ¿Cómo pudo encontrar paz en una ciudad como ésa, entre hombres que la utilizaban por dinero, que le daban drogas y alcohol para tenerla a su merced? ¿Cómo pudimos permitir que acabara así?

»Y el chico -no, el hombre, porque ahora es un hombre- intentó velar por ella, pero desistió, y ahora se ha ido. Mi hija se ha ido, y a nadie le importa lo suficiente para buscarla, a nadie excepto a mí. Pero ya me encargaré yo de que les importe. Es mía, y la haré volver. Él me ayudará, porque es sangre de su sangre, y tiene una deuda de sangre con ella.

»Él mató a su padre. Ahora la hará volver a esta vida, y a mí.»

Los invitados estaban dispersos por el salón y la cocina. Algunos habían salido y se hallaban sentados bajo los árboles deshojados del jardín, con el abrigo puesto, disfrutando del aire libre mientras bebían cerveza y vino y comían caliente en platos de papel. Ángel y Louis, como siempre, se habían quedado un poco al margen del resto, ocupando un banco de piedra que miraba hacia la marisma. Nuestro labrador, Walter, yacía a sus pies, y Ángel le acariciaba suavemente la cabeza con los dedos. Me acerqué a ellos asegurándome por el camino de que a nadie le faltaba comida y bebida.

– ¿Quieres oír un chiste? -preguntó Ángel-. Hay un pato en un estanque y, cabreado con otro pato que anda detrás de su chica, va y contrata a un pato asesino a sueldo para que se lo cargue.

Louis soltó un resoplido por la nariz, un sonido semejante a una fuga de gas bajo una presión casi insoportable. Ángel hizo caso omiso.

– Así que llega el asesino, y el pato se reúne con él entre unos juncos. El asesino le dice que le costará cinco trozos de pan matar al objetivo, pagaderos tras la realización del hecho. El pato está de acuerdo y el asesino dice: «¿Y quieres que te mande el cadáver?». El pato contesta: «No, basta con que me mandes la factura».

Se produjo un silencio.

– La factura -repitió Ángel-. Ya sabes, es…

– Yo sé otro chiste -dijo Louis.

Los dos lo miramos, sorprendidos.

– ¿Sabéis aquel del hombre inaguantable que murió vestido con un traje barato?

Esperamos.

– Ya se ha acabado.

– No tiene gracia -protestó Ángel.

– A mí sí me hace reír -afirmó Louis.

Un hombre me tocó el brazo, y, a mi lado, me encontré a Walter Cole de pie. Ya se había jubilado, pero me había enseñado casi todo lo que sabía cuando era policía. Habíamos dejado atrás nuestros resquemores mutuos y aprendido a asumir lo que yo era y lo que era capaz de hacer. Dejé a Ángel y Louis con sus peleas y volví a la casa con Walter.

– En cuanto al perro… -dijo.

– Es un buen perro -atajé-. Aunque no muy listo, es leal.

– No tengo intención de ofrecerle un empleo. Le has puesto Walter.

– Me gusta el nombre.

– ¿Le has puesto mi nombre a un perro?

– Pensaba que te halagaría. Además, nadie tiene por qué enterarse. Y no puede decirse que se te parezca. Para empezar, es más peludo.

– Ya, muy gracioso. Hasta el perro tiene más gracia que tú.

Entramos en la cocina, y Walter sacó una botella de cerveza Sebago de la nevera. No le ofrecí un vaso. Sabía que prefería beber a morro cuando podía, o sea, siempre que no lo veía su mujer. Fuera, vi a Rachel hablar con Pam, su hermana, que era más baja y tenía peores pulgas, lo cual no era poco decir. Cada vez que la abrazaba, temía empezar a rascarme de un momento a otro. Sam dormía en una habitación del piso de arriba. La vigilaba la madre de Rachel.

Walter me vio seguir con la mirada a Rachel por el jardín.

– ¿Cómo os va a vosotros dos? -preguntó Walter.

– A los tres -le recordé-. Bien, supongo.

– Cuando llega un niño a una casa, todo es más complicado.

– Lo sé. Lo recuerdo.

Walter levantó un poco la mano. Parecía a punto de tocarme el hombro, hasta que la bajó despacio.

– Lo siento -dijo-. No es que las haya olvidado. No sé qué es exactamente. A veces parece que fue en otra vida, en otro tiempo. ¿Lo entiendes?

– Sí -respondí-. Sé muy bien a qué te refieres.

Un soplo de brisa movió el columpio colgado del roble, que se balanceó en un lento arco, como si un niño invisible jugara sobre él. Más allá, vi el resplandor de los canales en las marismas, convergiendo en algunos sitios al abrirse paso entre los juncos, las aguas de uno entremezclándose con las de otro, cada uno cambiado irreversiblemente al confluir. Así eran las vidas: cuando sus caminos se cruzaban, quedaban alteradas para siempre por el encuentro, unas veces de una manera leve, casi invisible, y otras de forma tan profunda que ya nada podía ser después igual. El residuo de otras vidas nos contagia, y nosotros a nuestra vez lo transmitimos a quienes encontramos más adelante.

– Creo que está preocupada -dije.

– ¿Por qué?

– Por nosotros. Por mí. Ha arriesgado mucho, y ha salido malparada. No quiere volver a sentir miedo, pero lo tiene. Teme por nosotros, y teme por Sam.

– ¿Habéis hablado del tema?

– No, la verdad es que no.

– Tal vez haya llegado la hora, antes de que empeoren las cosas.

En ese momento me costaba imaginar que las circunstancias pudiesen empeorar mucho más. Detestaba esas tensiones inexpresadas entre Rachel y yo. La quería, y la necesitaba, pero yo también tenía mis razones para estar enfadado. Últimamente el peso de la culpa recaía sobre mis hombros con demasiada facilidad. Estaba cansado de cargar con él.

– ¿Trabajas mucho? -preguntó Walter, cambiando de tema.

– Bastante -contesté.

– ¿Algo interesante?

– No creo. Nunca se sabe, pero he intentado ser selectivo. Son casos muy evidentes. Me han ofrecido cosas… cosas más complicadas, pero las he rechazado. No estoy dispuesto a perjudicarlas, pero…

Callé. Walter esperó.

– Sigue.

Moví la cabeza en un gesto de negación. Lee, la esposa de Walter, entró en la cocina. Arrugó la frente al verlo beber de la botella.

– En cuanto te doy la espalda cinco minutos, abandonas los modales civilizados -reprochó Lee, pero sonreía al hablar-. Acabarás bebiendo de la taza del váter.