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Instintivamente, Murnos volvió a cerrar los ojos al acercarse la muerte.

Brightwell se acercó en el coche a la casa y entró en la finca. Siguiendo los pasos de la señorita Zahn, bajó al sótano, avanzó entre los botelleros y penetró en la cámara del tesoro, ya abierta. Ante él se alzaba la gran estatua negra de huesos. Stuckler se hallaba de rodillas frente a ella, vestido con un pijama de seda azul. Tenía el pelo manchado de sangre, pero por lo demás estaba ileso.

Le entregaron a Brightwell tres trozos de vitela, extraídos por los asaltantes de la vitrina hecha añicos. Sin apartar la vista de la escultura, se los dio a la señorita Zahn. La cabeza le llegaba casi a la altura de la caja torácica de la estatua, que tenía los omóplatos soldados al esternón por delante y entre sí por detrás, como una coraza. Brightwell echó la mano atrás y asestó un puñetazo a la masa de huesos. El esternón se resquebrajó.

– ¡No! -exclamó Stuckler-. ¿Qué hace?

Brightwell dio otro puñetazo. Stuckler intentó levantarse, pero la señorita Zahn lo obligó a seguir arrodillado.

– ¡Va a destruirla! -protestó Stuckler-. Es hermosa. ¡Pare!

El esternón se partió por la fuerza de los golpes de Brightwell. Se le habían despellejado los nudillos y el dorso de la mano por el contacto con el afilado hueso, pero no parecía darse cuenta. Metió la mano en el hueco que había creado y lo exploró, enterrando el brazo en la escultura casi hasta el codo, con el rostro tenso por el esfuerzo, hasta que de pronto relajó las facciones y retiró la mano. Sostenía una pequeña caja de plata en el puño, ésta sin adorno alguno. Abrió la mano y le enseñó la caja a Stuckler. A continuación, levantó la tapa con cuidado. Contenía un único trozo de vitela, perfectamente conservado. Se lo entregó a la señorita Zahn para que lo desplegara.

– Los números, los mapas -dijo a Stuckler-. Eran todos detalles circunstanciales, a su manera. Lo importante era la escultura de huesos, y su contenido.

Stuckler sollozaba. Cogió una esquirla de hueso negro roto y la sostuvo en la mano.

– No entendió sus propias adquisiciones, Herr Stuckler -continuó Brightwell-. Quantum in me est. Los detalles están en los fragmentos, pero la verdad está aquí.

Lanzó la caja vacía a Stuckler, que acarició el interior con los dedos, incrédulo.

– Y durante todo este tiempo… -dijo Stuckler-. La información ha estado al alcance de mi mano durante todo este tiempo.

Brightwell tomó el último fragmento de manos de la señorita Zahn. Examinó el dibujo y el texto escrito encima. Era un dibujo arquitectónico, que mostraba una iglesia y lo que parecía una red de túneles por debajo. Arrugó la frente y se echó a reír.

– Nunca salió de allí -declaró casi con admiración.

– Dígamelo -pidió Stuckler-. Por favor, concédame al menos eso.

Brightwell se acuclilló y le enseñó a Stuckler la ilustración; a continuación se irguió e hizo una señal a la señorita Zahn. Stuckler no alzó la vista cuando el cañón de la pistola le tocó la nuca, acariciándolo casi con ternura.

– Durante todo este tiempo -repitió-. Todo este tiempo.

Y entonces el tiempo, lo que era y lo que aún sería, llegó a su fin, y un nuevo mundo nació para él.

Dos horas más tarde, Reid y Bartek volvían a su coche. Habían parado a comer en un bar al sur de Hartford, la última comida juntos antes de abandonar el país, y Reid se había dado un atracón, como a veces hacía. Ahora se frotaba el vientre y se quejaba de que los nachos con chile le provocaban gases.

– Nadie te ha obligado a comerlos -dijo su compañero.

– No he podido resistirme -contestó Reid-. Me resultan tan extraños…

Bartek tenía aparcado el Chevy en la calle, debajo de un árbol sin hojas que junto con otros formaba una larga hilera que proyectaba sombras afiligranadas sobre los coches, y eran parte de un pequeño bosque que bordeaba campos verdes y, a lo lejos, una urbanización de casas nuevas.

– O sea -prosiguió Reid-, a ninguna sociedad razonable se le ocurrí…

Una silueta se deslizó por un árbol y, en la milésima de segundo entre la percepción y la reacción, Reid habría jurado que había descendido cabeza abajo por el tronco como una lagartija aferrada a la corteza.

– ¡Corre! -gritó. Empujó a Bartek con fuerza obligándolo a adentrarse en el bosque; luego se volvió hacia el enemigo que se acercaba. Oyó que Bartek pronunciaba su nombre y vociferó-; Corre, he dicho. ¡Corre, por lo que más quieras!

Tenía a un hombre ante sí, una figura pequeña, de cara redonda, con una cazadora negra y vaqueros deslucidos. Reid lo reconoció del bar y se preguntó cuánto tiempo hacía que los observaban sus enemigos. Por lo que Reid podía ver, el hombre no iba armado.

– Ven, pues -dijo Reid-. Aquí me tienes.

Levantó los puños y se movió hacia un lado, por si el hombre intentaba esquivarlo para seguir a Bartek, pero se detuvo en el acto al percibir un hedor cercano.

– Sacerdote -dijo una voz susurrante.

Reid sintió que lo abandonaba la energía. Se volvió. Brightwell estaba a pocos centímetros de su cara. Reid abrió la boca para hablar, y la hoja lo traspasó tan deprisa que de su garganta salió sólo un gruñido de dolor. Oyó al hombre menudo adentrarse en la maleza tras los pasos de Bartek. Lo acompañaba una segunda figura: una mujer de larga melena oscura.

– Has fallado -dijo Brightwell.

Atrajo a Reid hacia sí, rodeándolo con el brazo izquierdo mientras seguía empujando hacia arriba el cuchillo. Rozó a Reid con los labios. El sacerdote intentó morderlo, pero Brightwell no lo soltó y besó a Reid en la boca mientras el sacerdote se estremecía y moría en sus brazos.

La señorita Zahn y el hombre menudo regresaron al cabo de media hora. El cadáver de Reid ya estaba oculto entre los matorrales.

– Lo hemos perdido -dijo ella.

– Da igual -contestó Brightwell-. Tenemos asuntos más importantes que zanjar.

Contempló la oscuridad, como si esperase que, pese a sus palabras, existiera aún alguna posibilidad de ocuparse del hombre más joven. A continuación, cuando vio que sus esperanzas carecían de fundamento, regresó con los otros al coche, y se dirigieron hacia el sur. Tenían otra visita que hacer.

Al cabo de un rato, una figura delgada salió del bosque. Bartek siguió la hilera de árboles hasta hallar por fin el cuerpo desmadejado, caído entre piedras y madera podrida, y estrechándolo contra sí pronunció las oraciones por los difuntos para su amigo perdido.

Neddo estaba sentado en su pequeño despacho de la trastienda. Casi amanecía, y fuera el viento agitaba las escaleras de incendios. Encorvado sobre su mesa, quitaba cuidadosamente el polvo de un elaborado broche de hueso mediante un diminuto pincel. La puerta de su lugar de trabajo se abrió, pero él no la oyó a causa del aullido del viento, tan absorto estaba en la delicada tarea que no advirtió los silenciosos pasos en la tienda. Sólo cuando se movió la cortina y una sombra se proyectó sobre él, alzó la vista.

Ahí estaba Brightwell. Detrás de él había una mujer. Tenía el cabello muy oscuro, llevaba una camisa abierta hasta los pechos y su piel parecía viva por los ojos tatuados.

– Ha estado contando historias, señor Neddo -dijo Brightwell-. Ya hemos tenido demasiada paciencia con usted. -Meneó la cabeza con tristeza, y la gran papada tembló.

Neddo dejó el pincel. A fin de ver aumentada la pieza en la que trabajaba, tenía un segundo par de lentes prendido de las gafas mediante una pequeña montura de metal. Las lentes distorsionaron la cara de Brightwell, y los ojos de éste parecían más grandes, sus labios más carnosos y la masa roja y morada de su cuello más hinchada que nunca, como si estuviera al borde de una erupción, preludio de un enorme reventón de sangre y materia que brotaría de lo más hondo de él, abrasando todo aquello que tocase.