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Walter la estrechó entre sus brazos.

– ¿Ya sabes que le han puesto tu nombre al perro? -dijo ella-. A lo mejor es por eso. En cualquier caso, hay un montón de gente que quiere conocerte gracias a él. Hasta el perro quiere conocerte.

Walter frunció el entrecejo cuando ella lo cogió de la mano y lo arrastró hacia el jardín.

– ¿Vienes? -me preguntó Lee.

– Ahora voy -contesté.

Los observé cruzar el jardín. Rachel les hizo una seña con la mano y ellos se le acercaron. Su mirada se cruzó con la mía y me dirigió una parca sonrisa. Levanté la mano, luego la apoyé en el cristal, y su cara quedó oculta tras mis dedos.

No haré nada que os perjudique ni a ti ni a nuestra hija, y aun así, puede suceder contra mi voluntad. Eso es lo que me da miedo. Ya me ha encontrado antes, y volverá a encontrarme. Soy un peligro para ti y para nuestra hija, y creo que eres consciente.

Nos estamos distanciando.

Te quiero, pero nos estamos distanciando.

El día avanzó. Unos se marcharon y otros, que no habían podido llegar a tiempo a la ceremonia, ocuparon su lugar. Al declinar la luz, Ángel y Louis ya no hablaban y se mantenían aún más al margen de todo que antes. Los dos miraban fijamente la carretera que serpenteaba desde la Estatal 1 hasta la costa. Entre ellos había un teléfono móvil. Arno los había llamado hacía unas horas, en cuanto dejó sin percances a la mujer en el autocar de Greyhound en Nueva York.

– No dio su nombre -dijo a Louis entre interferencias en la línea.

– Ya sé quién es -contestó Louis-. Has hecho bien en llamarme.

En ese momento se veían unos faros en la carretera. Me reuní con ellos y me apoyé en el respaldo del banco. Juntos observamos cómo cruzaba el taxi el puente sobre la marisma, los destellos del sol en sus aguas, el avance del coche reflejado en sus profundidades. Sentí un nudo en el estómago, y una presión en la cabeza como si unas manos me apretaran las sienes. Vi a Rachel inmóvil, de pie entre los invitados. También ella observaba cómo se acercaba el coche. Louis se levantó cuando se adentró por el camino de acceso de la casa.

– Esto no tiene que ver contigo -dijo-. No debes preocuparte por este asunto.

Y me pregunté qué había traído Louis a mi casa.

Los seguí a través de la verja abierta hasta el fondo del jardín. Ángel se rezagó mientras Louis se aproximaba al taxi y abría la puerta. Salió una mujer con un enorme bolso multicolor bien sujeto entre las manos. Medía medio metro menos que Louis y debía de ser unos diez años mayor que él, aunque su rostro presentaba las señales de una vida difícil, y las preocupaciones parecían formar un velo ante sus rasgos. Imaginé que de joven había sido guapa. Quedaba ya poco de esa belleza física, pero percibí en ella una fortaleza interior que resplandecía intensamente en sus ojos. Advertí una magulladura en su cara. Parecía muy reciente.

Se acercó a Louis y lo miró con algo parecido a amor; a continuación, le dio una bofetada en la mejilla izquierda con la mano derecha.

– Se ha ido -dijo ella-. Se suponía que debías cuidar de ella, pero ahora se ha ido.

Y rompió a llorar mientras Louis la abrazaba y todo su cuerpo se sacudía por la fuerza de los sollozos de aquella mujer.

Ésta es la historia de Alice, que cayó en la madriguera de un conejo y ya nunca más volvió.

Martha era la tía de Louis. Un tal Deeber, ya muerto, había engendrado un hijo en ella, una niña. La llamaron Alice, y la quisieron, pero nunca fue una niña feliz. Se rebeló contra la compañía de las mujeres, y acudió a los hombres. Elogiaron su belleza, y no le mentían, pero era joven y rebosaba ira. Algo la corroía por dentro, exacerbada su avidez por las acciones de las mujeres que la querían y cuidaban de ella. Le habían dicho que su padre estaba muerto, pero a través de los demás se enteró de la clase de hombre que había sido y de cómo había abandonado este mundo. Nadie sabía quién era el responsable de su muerte, pero corrían rumores, insinuaciones de que las mujeres negras pulcramente vestidas de la casa con el bonito jardín habían actuado en connivencia con su primo, el chico llamado Louis, para asesinarlo.

Alice se rebeló contra ellas y todo lo que representaban: amor, bienestar, lazos familiares. Se sintió atraída por las malas compañías y renunció a la seguridad de la casa de su madre. Bebió, fumó canutos, se convirtió en consumidora ocasional de drogas más duras y finalmente en adicta. Se alejó de los lugares que conocía y fue a vivir a una barraca con el techo de hojalata en el borde de un bosque oscuro, donde los hombres pagaban por estar con ella por turno. Le pagaban con estupefacientes, aunque el valor de éstos era muy inferior al precio que los hombres habrían pagado por acostarse con ella, y así se estrecharon sus ataduras. Poco a poco empezó a perderse, y esa combinación de sexo y drogas actuó como un cáncer devorando todo lo que de verdad era, de modo que al final se convirtió en su creación aun mientras intentaba convencerse de que aquello era sólo una aberración temporal, una situación pasajera para ayudarla a hacer frente a la sensación de ofensa y traición que sentía.

Era la mañana de un domingo, muy temprano, y estaba acostada en un camastro, desnuda salvo por unos zapatos de plástico baratos. Apestaba a hombre, y sentía el ansia. Le dolía la cabeza, y también los huesos de los brazos y las piernas. Otras dos mujeres dormían cerca; y mantas colgadas de cuerdas en el umbral de sus habitaciones hacían las veces de puerta. Un ventanuco permitía que entrara la luz de la mañana, empañada por la mugre del cristal y las telarañas, salpicadas de hojas y bichos muertos, que pendían de las esquinas. Apartó la manta y vio que la puerta de la barraca estaba abierta. En el vano se encontraba Lowe, casi rozando las jambas con los anchos hombros. No llevaba camisa, iba descalzo y el sudor relucía en su cabeza rapada y resbalaba lentamente entre sus paletillas. Tenía la espalda pálida y velluda. Llevaba un cigarrillo en la mano derecha y hablaba con otro hombre, que estaba fuera. Alice supuso que era Wallace, el mestizo enano que controlaba a sus putas y dirigía su negocio de tráfico de drogas a pequeña escala desde esa barraca en el bosque, con un poco de whisky ilegal para aquellos de gustos más conservadores. Se oyó una risa, y a continuación vio que Wallace pasaba por delante del ventanal de la parte delantera de la barraca cerrándose la bragueta y secándose los dedos en los vaqueros. La camisa abierta le colgaba ante el pecho estrecho y la barriga un tanto abultada. Era feo, y casi nunca se bañaba. A veces le pedía a Alice que le hiciera algo, y ella apenas podía contener las náuseas por el sabor de él. Pero ahora lo necesitaba. Necesitaba lo que él tenía, aunque eso representara aumentar su deuda, una deuda que nunca pagaría.

Se puso una camiseta y una falda para cubrir su desnudez; luego encendió un cigarrillo y se preparó para apartar la manta del todo. El domingo era un día tranquilo. Algunos de los hombres que frecuentaban la barraca estarían arreglándose ya para ir a la iglesia, donde se sentarían en los bancos y simularían escuchar el sermón, mientras pensaban aún en ella. Otros no habían cruzado la puerta de una iglesia desde hacía muchos años, pero incluso para ellos el domingo era un día distinto. Si Alice reunía la energía necesaria, quizás iría al centro comercial, se compraría algo de ropa con el poco dinero que tenía y tal vez también algún cosmético. Quería hacerlo desde hacía un par de semanas, pero allí tenía otras distracciones. Incluso Wallace había hecho recientemente algún comentario acerca del estado de sus vestidos y su ropa interior, pese a que los hombres que iban allí no eran muy exigentes. A algunos hasta les gustaba esa sordidez, porque añadía sabor a la sensación de transgresión, pero, por lo común, Wallace prefería hacer ver que sus mujeres estaban limpias, por más que su entorno no lo estuviese. Si salía pronto, podría dejarlo todo resuelto y luego volver para pasar una tarde tranquila. Quizá por la noche tuviese algo de trabajo, pero ni por asomo sería tan arduo como la noche anterior. Los viernes y los sábados eran siempre los días peores, y la amenaza de violencia instigada por el alcohol siempre estaba presente. Cierto era que Lowe y Wallace protegían a las mujeres, pero no podían quedarse con ellas detrás de esa cortina mientras se atendía a los hombres, y bastaba una décima de segundo para que el puño de un hombre alcanzase la cara de una mujer.