– Hola -saludó-. ¿Está bueno?
Señaló los medallones de ciervo en salsa de arándanos en el plato de Ángel, rodeados de tallarines de espinacas.
– Sí -contestó Ángel-. Buenísimo.
Cogió uno de los medallones que quedaban en el plato de Ángel con dos de sus enormes dedos y se lo dejó caer en la boca, tan grande como el túnel Holland.
– Oye -exclamó Ángel-, que yo no…
Most lanzó una mirada a Ángel. No era amenazadora, ni siquiera vagamente intimidatoria; era la mirada que dirigiría una araña a una mosca atrapada en su red si de pronto el insecto sacase una breve declaración de derechos y empezase a quejarse a pleno pulmón de la violación de sus libertades.
– …no me lo iba a comer de todos modos -acabó Ángel con tono no muy convincente.
– Así defiendes tus derechos -dije.
– Pues tú no te las des de listo -respondió Ángel-. Vas a tener que compartir lo tuyo para compensar.
El grandullón se limpió los dedos en la servilleta y tendió una mano a Louis.
– Most -dijo.
– Louis -contestó, y nos presentó a Ángel y a mí.
– ¿«Most» no significa puente? -pregunté. Había visto carteles en las calles que indicaban a los turistas la dirección hacia Karluv Most, el «puente de Carlos».
Most abrió las manos con el gesto de satisfacción propio de aquellos que ven hacer un esfuerzo a quienes visitan su país. No sólo le comprábamos armas, sino que además aprendíamos el idioma.
– Puente, sí, así es -confirmó Most. Movió las manos imitando una balanza-. Yo soy un puente: un puente entre los que tienen y los que quieren.
– Sí, tumbado sería un puto puente entre Europa y Asia, eso desde luego -comentó Ángel entre dientes.
– ¿Cómo? -preguntó Most.
Ángel levantó el cuchillo y el tenedor y sonrió con la boca llena de ciervo.
– Una carne muy buena -comentó-. Mmmmm.
Most no se quedó muy convencido, pero lo dejó pasar.
– Tenemos que irnos -dijo-. Estoy muy ocupado.
Pagamos la cuenta y seguimos a Most hasta la esquina entre las calles Nebovidska y Harantova, donde tenía aparcado un Mercedes negro.
– Guau -exclamó Ángel-. Un coche de gánster. ¡Qué discreto!
– No te cae bien, ¿verdad? -pregunté.
– No me gustan los grandullones que abusan de los demás por su tamaño.
No pude por menos de reconocer que Ángel seguramente tenía razón. Most era un poco capullo, pero necesitábamos lo que nos ofrecía.
– Procura ser amable -aconsejé-. No es que vayas a adoptarlo.
Nos metimos en el coche, Louis y Ángel en el asiento trasero y yo en el del acompañante, junto a Most. Pese a ir desarmado, Louis no parecía inquieto. Para él, aquello era una simple transacción mercantil. Most, a su vez, probablemente sabía lo bastante sobre Louis como para no jugársela.
Cruzamos el Moldava y, tras dejar atrás los restaurantes para turistas y pequeños bares de barrio, y una gran estación de ferrocarril al final, nos encaminamos hacia la enorme torre de comunicaciones que dominaba el cielo nocturno. Tomamos por varias calles secundarias hasta llegar a una puerta bajo un letrero luminoso que representaba la figura de Cupido traspasando un corazón con una flecha. El club se llamaba Deseo de Cupido, lo que tenía su lógica. Most paró enfrente y apagó el motor. En la entrada del club había una verja de barrotes y un portero de aspecto aburrido. La verja estaba abierta. Most entregó las llaves del coche a su empleado, y bajamos por una escalera hacia un bar pequeño y mugriento. Mujeres de Europa del Este, rubias y morenas, todas aburridas y consumidas, permanecían sentadas en la penumbra con refrescos entre las manos. De fondo se oía música rock. Tras la barra trabajaba una alta pelirroja con tatuajes en los brazos. No se veía a ningún hombre. Cuando llegó Most, la camarera le abrió una Budvar y le habló en checo.
– ¿Quieren tomar algo? -tradujo Most.
– No, gracias -respondió Louis.
Ángel echó un vistazo al burdel que, por no tener, no tenía pretensiones siquiera.
– Esto es hora punta -comentó-. ¿Cómo será cuando está tranquilo?
Seguimos a Most hacia el interior del edificio pasando ante las puertas numeradas y abiertas de habitaciones con camas de matrimonio, sin nada más que almohadas y una sábana, y con las paredes decoradas con pósters enmarcados de desnudos vagamente artísticos, hasta llegar a un despacho. Dentro había un hombre sentado en una silla tapizada, atento a tres o cuatro monitores que mostraban la entrada del club, lo que parecía el callejón de atrás, dos vistas de la calle y la caja registradora detrás de la barra. Most continuó hasta el fondo, hacia una puerta de acero. La abrió con un par de llaves, una de su cartera y la otra de un hueco cerca del suelo. Dentro había cajas de bebidas alcohólicas y cartones de tabaco, pero sólo ocupaban parte del espacio. Detrás había un pequeño arsenal.
– Bien -dijo Most-. ¿Qué desean?
Louis había dicho que no tendríamos problemas para adquirir armas en Praga, y tenía razón. Antes la República Checa era un líder mundial en producción y exportación de armas, pero a partir de 1989 el fin del comunismo originó el declive de la industria. Aun así, quedaban todavía unos treinta fabricantes en el país, y los checos no se andaban ya con tantos miramientos respecto a los países a los que exportaban armas. Zimbabue tenía razones para agradecer a los checos la violación del embargo sobre la exportación de armas, al igual que Sri Lanka e incluso Yemen, ese amigo de los intereses estadounidenses en el extranjero y blanco de un embargo no vinculante de la ONU. Hubo intentos de exportar armas a Eritrea y la República Democrática del Congo mediante licencias de exportación a países no embargados, que después se empleaban para reenviar el cargamento a su verdadero destino. Algunas armas se adquirían legítimamente, o eran excedentes vendidos a traficantes, pero otras llegaban por vías más oscuras, y yo sospechaba que gran parte del inventario de Most había seguido ese cauce. Al fin y al cabo, en 1995 se descubrió que la Unidad Antiterrorista de la Policía Nacional Checa, la URNA, vendía sus propias armas, municiones e incluso explosivos Semtex a elementos del crimen organizado. Miroslav Kvasnak, el jefe de la URNA, fue depuesto de su cargo, pero eso no fue óbice para que después lo nombraran subdirector del Servicio de Inteligencia del ejército checo y luego agregado de defensa checo en la India. Si la policía había llegado al punto de vender armas a los mismos delincuentes que supuestamente debía perseguir, significaba que el libre mercado se había impuesto con creces. Como mínimo, los checos, imbuidos de los recién descubiertos placeres del capitalismo, entendieron de sobra cómo crear una sociedad basada en la iniciativa privada.