Contra la pared del fondo había armeros: sobre todo armas se-miautomáticas, junto con algunas escopetas, incluidas un par de escopetas tácticas FN de la policía, a todas luces recién salidas de fábrica. Vi fusiles de asalto CZ 2000 y cinco ametralladoras 5.56N montadas en sus horquillas y colocadas en una mesa al lado de sus hermanos menores. Junto a ellas estaban los cargadores M-16 y las bandas de cartuchos M-249 perfectamente apilados. También había fusiles AK-47 y varios estantes de sus análogos Vz.58. Había otros armeros al lado con diversas armas automáticas y semiautomáticas, así como una selección de pistolas expuestas sobre un par de mesas de caballetes cubiertas con hule. Casi todo el material era nuevo, y buena parte parecía armamento militar reglamentario. Daba la impresión de que la mitad de las mejores armas del ejército checo se hallaba almacenada en el sótano de Most. Si invadían el país, tendrían que arreglárselas con cerbatanas y maldiciones hasta que alguien reuniera dinero suficiente para volver a comprar las armas.
Ángel y yo observamos cómo Louis comprobaba sus armas preferidas accionando la corredera, verificando la entrada de balas en la recámara, e insertando y expulsando cargadores mientras elegía. Finalmente se decantó por tres pistolas Heckler & Koch calibre 45, con silenciadores Knight para reducir el fogonazo y el ruido. Iban marcadas con el rótulo USSOCOM en el cañón, lo que significaba que se fabricaron originariamente para el Mando de Operaciones Especiales estadounidense. El cañón y la corredera eran un poco más largos que los de la H &K 45 convencional, y tenían una rosca en la boca del cañón para acoplar el silenciador, junto con un módulo de mira láser montado delante de la guarda. También eligió machetes Gerber Patriot y, para su uso particular, una pistola metralleta Steyr de nueve milímetros provista de un cargador de treinta balas y silenciador, éste más largo que la propia pistola.
– Nos llevaremos doscientas balas para las cuarenta y cinco, y tres cargadores de treinta para la Steyr -dijo Louis al acabar-. Los machetes nos los dejará gratis.
Most estuvo de acuerdo en el precio por las armas de fuego, si bien su satisfacción con la venta se vio algo empañada por las aptitudes negociadoras de Louis. Nos marchamos con las armas. Most nos regaló incluso las fundas, aunque lo cierto es que estaban un poco gastadas. El Mercedes seguía aparcado enfrente, pero había otro hombre sentado al volante.
– Mi primo -explicó Most. Me dio una palmada en el brazo-. ¿Seguro que no quiere quedarse y divertirse un rato?
Yo no veía una concordancia natural entre las palabras «diversión» y «Deseo de Cupido».
– Tengo novia -dije.
– Podría tener otra -contestó Most.
– No lo creo. No me va demasiado bien con la que tengo.
Most no ofreció chicas a Ángel y Louis. Se lo comenté a ellos en el camino de regreso al hotel.
– Quizá tú seas el único de los tres que parece descarriado -sugirió Ángel.
– Sí, será eso, llevando vosotros esa vida tan sana y tal.
– Ya tendríamos que estar allí -comentó Louis.
Se refería a Sedlec.
– No son tontos -repliqué-. Llevan mucho tiempo esperando este momento. Querrán examinar el lugar antes de actuar. Necesitarán equipo, transporte, hombres, y no intentarán llevarse la estatua antes de oscurecer. Estaremos esperándolos cuando lleguen.
Fuimos a Sedlec al día siguiente, para ello tomamos la autopista hacia Polonia porque se llegaba antes que por la ruta más directa, a través de pueblos y ciudades. Pasamos entre maizales y campos de remolacha, recuperándose aún después de la cosecha, y cruzamos espesos bosques con pequeñas cabañas en los lindes para los cazadores. Según la guía que yo había leído en el avión, más al sur, en los bosques bohemios, había osos y lobos, pero allí la fauna se reducía básicamente a mamíferos de pequeño tamaño y aves de caza. A lo lejos, vi aldeas de tejados rojos, elevándose los campanarios de sus iglesias por encima de las casas. Tras abandonar la autopista atravesamos la ciudad industrial de Kolin y los pasos a nivel de las líneas de ferrocarril que conducían en dirección este hacia Moscú, y en dirección sur, hacia Austria. Había casas en ruinas y otras en vías de restauración. Anuncios de cerveza colgaban de las ventanas, y ante las puertas había menús escritos con tiza.
Sedlec casi se había convertido en un barrio de Kutná Hora. Un enorme monte se alzó ante nosotros: el Kank, según el mapa, la primera gran mina que se excavó en la ciudad tras descubrirse plata en los terrenos de la Iglesia católica. Yo había visto en la guía fotos de las minas. Me recordaron a las representaciones del infierno del Bosco, con hombres que descendían bajo tierra vestidos con túnicas blancas para ser vistos a la tenue luz de sus lámparas, y con la espalda cubierta de cuero para poder deslizarse rápidamente por los pozos de la mina sin hacerse daño. Llevaban pan para seis días, porque se requerían cinco horas para volver a subir a la superficie, de modo que los mineros permanecían bajo tierra casi toda la semana, saliendo sólo el séptimo día para ir a misa, pasar el rato con sus familias y re-abastecerse de víveres antes de regresar al mundo subterráneo. La mayoría llevaba encima una imagen de santa Bárbara, la santa patrona de los mineros, ya que quienes morían en las minas no disponían de sacerdotes ni de los últimos sacramentos, y sus cuerpos permanecerían probablemente bajo tierra aun cuando se los encontrara entre los escombros después de un hundimiento. Con santa Bárbara cerca de ellos, creían que de todos modos hallarían el camino del cielo.
Y por tanto la ciudad de Kutná Hora descansaba aún sobre los restos de las minas. Bajo sus edificios y calles se extendían kilómetros y kilómetros de túneles, y la tierra se mezclaba con los restos de aquellos que habían muerto para llevar la plata a la superficie. Ése, pensé, era un lugar adecuado para el enterramiento de El ángel negro: un antiguo puesto de avanzada de un infierno oculto en el este de Europa, un pequeño rincón de la colmena que era el mundo.
24
Doblamos a la derecha después de un gran supermercado Kaufland y llegamos al cruce de las calles Cechova y Starosedlecka. El osario se encontraba en esta última, justo delante de nosotros, rodeado de altas tapias y un cementerio. Enfrente había un restaurante y una tienda llamada U Balanu, y a la vuelta de la esquina, a la derecha, un hotel. Pedimos que nos enseñaran las habitaciones, y al final encontramos dos que ofrecían una buena vista del osario. Luego fuimos a echar un vistazo al propio osario.
En Sedlec nunca habían escaseado los cadáveres para llenar sus tumbas: los que no salieron de las minas, la peste o los conflictos, acabaron allí atraídos por la Tierra Santa. Según las Crónicas de Zbraslav, en un solo año se dio sepultura en el cementerio a treinta mil personas, muchas de ellas llevadas allí específicamente por el privilegio de ser inhumadas en esa pequeña porción de Tierra Santa, pues se creía que el cementerio tenía propiedades milagrosas y que los difuntos enterrados allí se descomponían en un solo día y dejaban tras de sí tan sólo huesos blancos en perfecto estado de conservación. Cuando esos huesos empezaron a acumularse inevitablemente, los sepultureros del cementerio construyeron un depósito de dos plantas que contenía un osario en el que podían exhibirse los restos. Si el osario cumplía una finalidad práctica, ya que permitía vaciar las tumbas de restos óseos y dejar sitio para aquellos más necesitados de un espacio oscuro donde despojarse de su carga mortal, también cumplía con igual eficacia una finalidad espirituaclass="underline" los huesos se convertían en recordatorios de la fugacidad de la existencia humana y el carácter temporal de todas las cosas terrenales. En Sedlec, la frontera entre este mundo y el otro estaba marcada con huesos.