Incluso allí, en ese lugar extranjero, percibía ecos de mi propio pasado. Recordé una habitación de hotel de Nueva Orleans, y fuera el aire quieto y saturado de humedad. Estábamos cercando al hombre que me había arrebatado a mi mujer y mi hija, y comprendiendo por fin en cierta medida la esencia de su «arte». También él creía en la fugacidad de todo lo humano, y dejó atrás su propio memento mori mientras recorría el país, separando la piel de la carne y la carne del hueso, para mostrarnos que la vida no era más que algo efímero e intrascendente, que alguien tan insignificante como él podía arrebatar a su antojo.
Sólo que se equivocaba, ya que no todos nuestros empeños carecían de valor, y muchos aspectos de nuestras vidas eran dignos de celebración y recuerdo. Con cada vida que truncó, el mundo pasó a ser un lugar más pobre, su índice de posibilidades se redujo para siempre, privado del potencial para el arte, la ciencia, la pasión, la inteligencia, la esperanza y el pesar que las existencias no vividas de generaciones posteriores habrían traído.
Pero ¿y las vidas que había truncado yo? ¿No era yo igualmente culpable, y no era por eso por lo que ahora había tantos nombres, de hombres buenos y malos, grabados en ese palimpsesto que llevaba encima, y por lo que por cada uno de los cuales se me pedirían cuentas con razón? Podía aducir que, causando un mal menor, había evitado uno mayor; aun así, seguiría cargando con la marca de ese pecado y quizá sería condenado por él. Sin embargo, en último extremo, no podía quedarme al margen. Había cometido pecados por ira, movido por la cólera, y por ésos no me cabía duda de que al final sería acusado y declarado culpable. Pero ¿y los demás? Actué libremente, convencido de que el mayor mal residía en la pasividad. He buscado una reparación, a mi manera.
El problema es que, como el cáncer, una pequeña corrupción del alma al final se propaga por todas partes.
El problema es que no hay males menores.
Cruzamos la verja del cementerio y rodeamos las tumbas, las lápidas más recientes a menudo identificadas con fotografías de los difuntos insertadas en el mármol o en el granito bajo la palabra RODINA, seguida del apellido. Una o dos tenían incluso hornacinas labradas en la piedra, protegidas con cristal, y detrás se exhibían, tan plácidamente como podrían haber estado expuestos en un aparador o un estante cuando los difuntos aún vivían, los retratos enmarcados de todos aquellos que allí descansaban. Tres peldaños llevaban a la entrada del osario: una sencilla puerta de madera de dos hojas bajo una ventana semicircular. A la derecha, una escalera mas empinada ascendía a la capilla, ya que ésta se hallaba encima del osario, y desde su ventana podía verse el interior del propio osario. Dentro, junto a la puerta, había una joven sentada detrás de una vitrina con postales y baratijas. Pagamos treinta coronas checas cada uno por entrar, o, lo que es lo mismo, menos de cuatro dólares por los tres. Éramos los únicos presentes, y nuestro aliento adoptó formas extrañas en el aire frío mientras contemplábamos las maravillas de Sedlec.
– Dios mío -exclamó Ángel-. Pero ¿esto qué es?
Una escalera descendía ante nosotros. En las paredes a ambos lados, las siglas IHS, de Iesus Hominum Salvator, «Jesús Salvador de la Humanidad», aparecía escrita con huesos largos, rodeada de cuatro grupos de tres huesos que representaban los brazos de una cruz. Cada brazo terminaba en un cráneo. Al pie de la escalera, dos series de columnas paralelas se sucedían una frente a la otra. Las columnas eran de cráneos que se alternaban con lo que parecían fémures, colocados verticalmente debajo del maxilar superior de cada cráneo. Las columnas contorneaban dos hornacinas, en las que había un par de urnas enormes, o podrían haber sido pilas bautismales, también construidas por entero con restos humanos y cubiertas con un círculo de cráneos.
Entré en la zona principal del osario. A los lados, sendas cámaras contenían grandes pirámides de cráneos y huesos, demasiados para contarlos, rematadas en cada caso por una corona dorada. Ante mí había dos salas parecidas separadas por barrotes, de modo que ocupaban los cuatro rincones del osario. Según el folleto que nos dieron en la puerta, los restos representaban a las multitudes que esperaban el juicio final ante Dios, en tanto que las coronas simbolizaban el reino del cielo y la promesa de la resurrección de entre los muertos. En una de las paredes, al lado de la cámara de los cráneos a mi derecha, había una inscripción, también en hueso. Rezaba:
FRANTISEK RINT
Z CESKE SKALICE
1870
Como la mayoría de los artistas, Rint había firmado su obra. Pero si Bosworth tenía razón, Rint había visto algo mientras llevaba a cabo la reconstrucción del osario, y lo que había visto lo había obsesionado hasta tal punto que se había pasado años recreando su imagen, como si al hacerlo pudiera empezar a exorcizarlo lentamente de su imaginación y por fin encontrar la paz.
La otra cámara, a mi izquierda, tenía el escudo de armas de la familia Schwarzenberg, que había financiado la obra de Rint. También era todo de huesos: Rint incluso había construido un ave, un cuervo o un grajo, utilizando una pelvis para el cuerpo y un trozo de costilla para el ala. El grajo hundía el pico en la cuenca vacía de lo que era supuestamente un cráneo turco, detalle añadido al escudo de armas como regalo del emperador Rodolfo II después de que Adolfo de Schwarzenberg hubiese doblegado a los turcos conquistando la fortaleza de Raab en 1598.
Pero todo esto no era nada en comparación con la pieza central del osario. Del techo abovedado pendía una araña de luces, realizada con todos los huesos que podían encontrarse en el cuerpo humano. Las partes que se extendían eran huesos de brazos colgantes, rematados con una placa de pelvis en la que descansaba, en cada caso, un solo cráneo. Había un candelero engastado en lo alto de cada cráneo, y una cinta de huesos entrelazados constituía las cadenas de sostén que los mantenía en su sitio. Era imposible contemplar aquella lámpara sin experimentar una sensación de repugnancia vencida por el respeto a la imaginación que había producido semejante artefacto. Era a la vez hermosa e inquietante, un maravilloso testimonio de la mortalidad.
Empotrada en el suelo debajo de la araña había una losa rectangular de cemento. Era la entrada a la cripta, en la cual se enterraban los restos de individuos acaudalados. En cada ángulo de la piedra de la cripta se alzaba un candelabro barroco en forma de torre gótica, con tres hileras de siete cráneos incrustados en cada uno, los cuales también tenían un hueso del brazo prendido bajo la mandíbula y coronado con ángeles tocando trompetas.
En total, el osario contenía los restos de unas cuarenta mil personas.
Miré alrededor. Ángel y Louis examinaban un par de vitrinas, que guardaban los cráneos de algunos de aquellos que habían perecido en las campañas husitas. Dos o tres presentaban los pequeños orificios de bala de mosquete, en tanto que otros tenían grandes heridas infligidas a fuerza bruta. Una hoja afilada casi había rebanado la parte trasera de un cráneo.
Una gota de algo me cayó en la camisa, y la mancha se extendió por la tela. Alcé la vista y vi humedad en el techo. Tal vez había goteras, pensé, pero en ese momento sentí resbalar por mi cara un hilo de sudor hasta los labios. Me di cuenta de que ya no veía mi aliento condensado en el aire y de que empezaba a sudar profusamente. Ni Ángel ni Louis parecían incómodos. De hecho, Ángel se había subido la cremallera de la cazadora hasta el mentón y, con las manos en los bolsillos, daba patadas en el suelo para calentarse.