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El sudor me entró en los ojos y me nubló la vista. Intenté aclarármela enjugándome la frente con la manga del abrigo, pero eso empeoró las cosas. La sal me escoció y empecé a sentirme mareado y desorientado. No quería apoyarme en nada, por miedo a activar las alarmas sobre las que nos habían prevenido en la puerta. Así que me acuclillé y respiré hondo, pero me tambaleaba ligeramente y me vi obligado a apoyar los dedos en el suelo para no perder el equilibrio. Toqué la piedra de la cripta, y al instante sentí una punzada de dolor a través de la piel. Me ahogaba en calor líquido, todo mi cuerpo parecía envuelto en llamas. Intenté abrir la boca para decir algo, pero el calor me la llenó de inmediato ahogando cualquier sonido. Estaba cegado, mudo, obligado a soportar mis tormentos en silencio. Deseaba morir, y sin embargo no podía. Me vi encerrado, atrapado en un lugar tenebroso y duro. Estaba al borde de la asfixia, sin poder tomar aire, y seguía sin encontrar alivio. El tiempo dejó de tener sentido. Quedaba sólo un presente interminable, insufrible.

Y, sin embargo, aguanté.

Sentí una mano en el hombro, y Ángel habló. El contacto de su mano me pareció extraordinariamente frío y su aliento fue como hielo en mi piel. Y en ese momento tomé conciencia de otra voz tras la de Ángel, sólo que ésta repetía palabras en un idioma que yo no entendía, una letanía pronunciada una y otra vez, siempre con la misma entonación, las mismas pausas, los mismos énfasis. Era una especie de invocación, pero totalmente impregnada de locura, y me recordó a los animales del zoo que, enloquecidos por el encierro y su entorno inmutable, deambulaban sin fin por las jaulas, siempre al mismo paso, siempre con los mismos movimientos, como si para ellos la única manera de sobrevivir fuese asimilando la naturaleza del lugar en el que estaban retenidos, equiparando la implacable ausencia de novedades del lugar con la suya propia.

De pronto la voz cambió. Farfulló las palabras. Intentó empezar de nuevo, pero una vez más se perdió. Al final se interrumpió, y me di cuenta de que algo sondeaba el osario, igual que un ciego podía interrumpir el golpeteo de su bastón y aguzar el oído al acercarse un desconocido.

Y entonces aulló repetidamente, elevándose el tono y el volumen hasta convertirse en un continuo alarido de rabia y desesperación, pero una desesperación, por primera vez en mucho tiempo, aliviada por la esperanza. El sonido me desgarró los oídos, me destrozó los nervios, mientras me llamaba una y otra vez.

«Se ha dado cuenta», pensé. «Lo sabe.»

«Está vivo.»

Ángel y Louis me llevaron de regreso al hotel. Me sentía débil y me ardía la piel. Me acosté, pero no se me pasaban las náuseas. Al cabo de un rato me reuní con ellos en su habitación. Nos sentamos ante las ventanas y observamos el cementerio y sus edificios.

– ¿Qué te ha pasado allí dentro? -preguntó Louis por fin.

– No estoy seguro.

Louis estaba enojado. Ni siquiera intentó disimularlo.

– Pues tienes que explicarlo, por raro que te parezca. No tenemos tiempo para estas cosas.

– No hace falta que me lo digas -repliqué.

Me miró con frialdad.

– ¿Y qué ha sido, pues?

No me quedó más remedio que contestarle.

– Por un momento me ha parecido percibir algo debajo del osario, y que sabía que yo notaba su presencia. Tenía la sensación de estar encerrado, sentía agobio y calor. Eso ha sido. No puedo decirte nada más.

No sabía cómo reaccionaría Louis. «Ahora», pensé. «Ha llegado el momento. Lo que nos separaba se abre paso hacia la superficie.»

– ¿Crees que podrás volver allí? -preguntó.

– La próxima vez me pondré un abrigo más ligero -contesté.

Louis tamborileó con los dedos suavemente en el borde de la silla, al son de algún ritmo que sólo él oía.

– Tenía que preguntártelo -explicó.

– Lo entiendo.

– Supongo que empiezo a impacientarme. Quiero acabar con esto.

No me gusta cuando se trata de algo personal. -Se volvió en la silla y me miró fijamente-. Van a venir, ¿verdad?

– Sí -respondí-. Y entonces podrás hacer lo que quieras con ellos. Te prometí que los encontraríamos, y así ha sido. ¿No es eso lo que querías de mí?

Pero Louis aún no se daba por satisfecho. Tabaleó en el alféizar, y parecía que los dos campanarios idénticos de la capilla atraían una y otra vez su mirada. Ángel, sentado en una silla en un rincón oscuro, permanecía en silencio e inmóvil, a la espera de que se diera nombre a lo que se alzaba entre nosotros. Se había producido un cambio radical en nuestra amistad, y yo no sabía si, como consecuencia, la relación se acabaría o daría lugar a un nuevo comienzo.

– Dilo -insté.

– Quería echarte la culpa -susurró Louis. No me miró al hablar-. Quería echarte la culpa de lo que le pasó a Alice. No al principio, porque sabía la vida que ella llevaba. Intenté velar por ella, e intenté que otros velaran también, pero al final eligió su propio camino, como hacemos todos. Cuando desapareció, lo agradecí. Sentí alivio. No duró mucho, pero ahí estaba, y me avergoncé.

»Después encontramos a García, y ese tal Brightwell salió de la nada, y de pronto ya no tenía que ver con Alice. Tenía que ver contigo, porque tú estabas relacionado de algún modo. Y llegué a pensar que quizá no había sido culpa de Alice, que quizás había sido culpa tuya. ¿Sabes cuántas mujeres hacen la calle en Nueva York? Entre todas las putas o yonquis que podrían haber elegido, entre todas las mujeres que podrían haber entrado en contacto con ese Winston, ¿por qué ella? Era como si tú hubieras proyectado una sombra en las vidas de los demás, y esa sombra, al crecer, la hubiese alcanzado pese a que tú no la conocías, ni siquiera sabías de su existencia. Después no quise mirarte a la cara durante un tiempo. No te odiaba por eso, porque no lo habías hecho aposta, pero prefería no estar cerca de ti. Entonces empezó a llamarme.

Conforme caía la noche, el reflejo de Louis se veía más claramente en el cristal. Su rostro flotaba en el aire, y tal vez por una tara en el cristal, o por alguna otra cosa, el reflejo parecía duplicarse, pero el caso es que una segunda presencia pendía en la naciente penumbra detrás de él, una presencia de rasgos indistinguibles, en cuyos ojos brillaban las estrellas.

– La oigo por la noche. Primero creí que era la voz de alguien del edificio, pero cuando salí del apartamento para comprobarlo, dejé de oírla. Sólo la percibía dentro. Sólo la oigo cuando no hay nadie más. Es su voz, pero no está sola. La acompañan otras voces, muchas, y todas pronuncian nombres distintos. Ella me llama a mí. Cuesta entenderla, porque alguien no quiere que me llame. Al principio, no le importaba, porque creía que nadie se preocupaba por ella, pero ahora se ha dado cuenta de que no le conviene. Quiere que se calle. Está muerta, pero sigue llamando, como si no tuviera paz. Está siempre llorando. Tiene miedo. Todos tienen miedo.

»Y entonces supe que tal vez no fuera casualidad que tú nos encontrases a Ángel y a mí, o que nosotros te encontrásemos a ti. No entiendo todo lo que te pasa, pero sí sé una cosa: todo lo sucedido tenía que ocurrir, y estamos todos implicados. Siempre ha estado al acecho, y ninguno de nosotros puede escapar. No se te puede echar la culpa. Ahora lo sé. Claro que se podía haber llevado a otras mujeres, pero entonces ¿qué? Habrían desaparecido, y serían sus voces las que llamarían, pero nadie las oiría y a nadie le importaría. Así, nosotros la oímos y vinimos.

Por fin se volvió hacia mí, y la mujer que flotaba en el aire nocturno se desvaneció.

– Quiero que deje de llorar -dijo Louis, y vi con toda claridad las arrugas en su cara y el cansancio en sus ojos-. Quiero que todos dejen de llorar.

Esa noche Walter Cole me telefoneó al móvil. Había hablado con él antes de marcharme y le había contado todo lo que sabía.