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– Tu voz suena como si estuvieras a miles de kilómetros de aquí -dijo- y, yo que tú, seguiría así. Prácticamente todas las personas con las que has hablado de este asunto están muertas, y la gente pronto empezará a buscarte para que contestes a unas cuantas preguntas. Es posible que no quieras oír ciertas cosas. Neddo ha muerto. Alguien le hizo unos cortes bastante feos. Podría ser que lo torturaran para sonsacarle información, sólo que tenía un trapo metido en la boca, así que aun en el supuesto de que hubiera tenido algo que decir, no habría podido hablar. Pero eso no es lo peor. Reid, el monje que habló contigo, fue asesinado a puñaladas delante de un bar en Hartford. El otro monje denunció el hecho a la policía mediante una llamada telefónica, pero o bien su orden lo protege, o realmente no saben dónde está.

– ¿La policía cree que lo mató él? Si es así, se equivocan.

– Sólo quieren hablar con él. Reid tenía sangre en la boca, y no era la suya. A menos que coincida con la de Bartek, éste está libre de sospecha. Parece que Reid mordió a su asesino. La muestra de sangre ha sido enviada con carácter de urgencia a un laboratorio privado. Tendrán los resultados dentro de un par de días.

Yo ya sabía qué encontrarían: ADN viejo, degradado. Y me pregunté si la voz de Reid se había unido a la de Alice en ese lugar oscuro en el que las víctimas de Brightwell pedían a gritos la liberación. Di las gracias a Walter, colgué y reanudé la vigilancia del osario.

Sekula llegó el segundo día por la mañana. No iba solo. Un conductor esperaba al volante del Audi gris, y Sekula entró en el osario acompañado de un hombre de baja estatura, en vaqueros y chaquetón. Al cabo de media hora salieron y subieron por la escalera a la capilla. No se quedaron mucho tiempo.

– Está comprobando la alarma -dijo Ángel-. El bajito debe de ser el experto.

– ¿Es buena? -pregunté.

– Ayer le eché un vistazo. No es tan buena como para evitar que entren. Ni siquiera parece que la hayan modernizado desde la última vez que forzaron la entrada.

Los dos hombres salieron de la capilla y, tras recorrer el perímetro del edificio, volvieron al Audi y se marcharon.

– Podríamos haberlos seguido -dijo Louis.

– Podríamos -contesté-, pero ¿para qué? Tienen que volver.

Ángel se pellizcaba el labio inferior.

– ¿Cuánto tardarán? -pregunté.

– Yo lo haría lo antes posible si la alarma no supone ningún problema. Esta noche, tal vez.

Seguramente tenía razón. Vendrían, y entonces lo sabríamos todo.

Junto a la tienda U Balanu, enfrente del osario, había un pequeño patio que en verano hacía las veces de terraza del restaurante. Era de fácil acceso, y allí se apostó Louis poco después de oscurecer. Yo estaba en la habitación del hotel, desde donde disfrutaba de una buena vista de todo lo que ocurría. Louis y yo habíamos acordado que ninguno de nosotros actuaría por iniciativa propia. Ángel se hallaba en el cementerio. Un pequeño cobertizo con el tejado rojo se alzaba a la izquierda del osario. Tenía las ventanas rotas, pero protegidas con rejas de acero negro. En su día debió de ser la caseta del sepulturero, pero ahora sólo contenía tejas de pizarra, ladrillos, tablones y un neoyorquino aterido de frío.

Tenía el móvil en modo vibración. Reinaba el silencio, salvo por el murmullo lejano del tráfico. Y así esperamos.

El Audi gris llegó poco después de las nueve. Primero dio una vuelta completa a la manzana y luego aparcó en Starosedlecka. Unos minutos después apareció un segundo Audi negro y una furgoneta verde inidentificable, con barro acumulado en los neumáticos y el rótulo dorado en los laterales deslucido e ilegible. Sekula salió del primer coche acompañado del especialista en alarmas, un hombre de baja estatura, y una segunda figura con pantalón negro y un abrigo con capucha que le llegaba hasta los tobillos. Llevaba la capucha puesta, ya que ese día la temperatura había descendido notablemente. Incluso a Sekula lo reconocí sólo por la altura, ya que una bufanda le tapaba la boca y un gorro de punto negro le cubría la cabeza.

Del segundo vehículo salieron tres personas. Una era la encantadora señorita Zahn, al parecer indiferente al frío. Llevaba el abrigo desabrochado y la cabeza descubierta. Dada la temperatura de lo que le corría por las venas, la noche debía de parecerle templada. La segunda persona era un hombre de pelo cano a quien no reconocí. Empuñaba una pistola. El tercero era Brightwell. Vestía aún la misma ropa beis. Al igual que la señorita Zahn, no parecía molestarle el frío más de la cuenta. Retrocedió hacia la furgoneta y habló con uno de los dos hombres que estaban dentro. Por lo visto, pensaban llevarse la estatua si la encontraban.

Los dos hombres se bajaron de la cabina y siguieron a Brightwell hasta la puerta de atrás de la furgoneta. Al abrirla salieron otros dos hombres, envueltos en varias capas de ropa para el frío viaje en la parte trasera sin calefacción. Después, tras una breve consulta, Brightwell condujo a la señorita Zahn, a Sekula, al individuo desconocido de la capucha y al especialista en alarmas a la verja del cementerio. Uno de los ayudantes los siguió. Ángel había vuelto a cerrar la verja al entrar para ir al cobertizo; Brightwell, no obstante, se limitó a cortar la cadena y el grupo entró en el recinto del osario.

Hice un rápido recuento. Fuera teníamos al conductor del Audi y los tres del equipo de la furgoneta. Dentro del recinto había otros seis. Avisé a Louis por el móvil.

– ¿Qué ves? -pregunté.

– Ahora a un hombre en la puerta del osario, dentro del recinto -contestó en voz baja-. El conductor, de pie junto a la puerta del acompañante, de espaldas a mí.

Lo oí cambiar de postura.

– Dos de los aficionados de la furgoneta en cada esquina, vigilando la calle. Otro en la verja.

Reflexioné.

– Dame cinco minutos. Rodearé la furgoneta y me ocuparé de los dos tipos de las esquinas. Tú encárgate del conductor y del hombre de la verja. Dile a Ángel que le toca la puerta. Te avisaré cuando esté listo para actuar.

Salí del hotel y di la vuelta a la manzana lo más deprisa posible. Al final, tuve que saltar una tapia y atravesar un parque con una zona infantil; tenía el cementerio a mi izquierda. Telefoneé a Ángel cuando entré en el parque.

– Estoy en el parque detrás de ti. No me dispares.

– Sólo por esta vez. Avanzaré al mismo tiempo que tú.

Oí un pequeño ruido procedente del cementerio cuando Ángel salió del cobertizo, y luego volvió a reinar el silencio.

Encontré una verja en el otro extremo del parque. La abrí con el mayor sigilo. A mi izquierda, sólo veía la parte trasera de la furgoneta. Me mantuve pegado a la tapia hasta que empezó a curvarse hacia la entrada principal. En la verja se dibujaba claramente la silueta del vigilante. Si intentaba cruzar la calle, me vería con toda probabilidad.

Volví a telefonear a Louis.

– Cambio de planes -dije-. Ángel cubrirá la puerta y la verja.

Dentro del cementerio, el vigilante del osario encendió un cigarrillo. Se llamaba Gary Toolan, y no era más que un delincuente norteamericano a sueldo radicado en Europa. En esencia le gustaban sólo las mujeres, la bebida y hacer daño a los demás, pero algunas de las personas para quienes trabajaba en ese momento le daban grima. Por alguna razón eran distintos: extraños. El del pelo blanco, la tía buena con la piel rara y, sobre todo, el gordo del cuello hinchado lo ponían nervioso. No sabía qué habían ido a hacer allí, pero de una cosa estaba seguro: tenía su número, y por eso le habían pagado por adelantado. Si intentaban algo, él ya había cobrado, tenía una pistola de reserva y los hombres que había proporcionado a estos bichos raros se pondrían de su parte en caso de que surgieran problemas. Toolan dio una larga calada al cigarrillo. Cuando tiró la cerilla, las sombras se movieron a su lado, y tardó un segundo en darse cuenta de que la luz decreciente y la oscuridad cambiante no guardaban relación.