Mientras la señorita Zahn moría, la energía pareció abandonar a Sekula. Al encorvarse, le dio a Louis la oportunidad que buscaba. Hincó el cañón de la pistola en la carne blanda bajo la barbilla de Sekula y apretó el gatillo. El ruido del disparo reverberó alrededor una vez más, y el sonido halló expresión material en el oscuro surtidor que manchó el techo abovedado. Louis soltó a Sekula y dejó que se desplomase en el suelo.
– Se ha detenido -dijo Louis señalando a Sekula-. Me tenía apuntado con su pistola y se ha detenido.
Parecía perplejo.
– Me dijo que se creía incapaz de matar a un hombre -expliqué-. Supongo que era verdad.
Desfallecido, me apoyé en la pared húmeda de la cripta. Me dolía mucho el brazo, pero no parecía tener ningún hueso roto. Di las gracias a Ángel con un gesto, y volvió a su puesto en el osario. Más allá se encontraba la cavidad en la pared.
– Esta vez tú primero -dijo Louis.
Miré los restos de la señorita Zahn y de Sekula.
– Al menos puede que vea a la próxima persona que nos ataque -comenté.
– Ella tenía un arma -dijo él señalando la pistola en el cinto de la señorita Zahn-. Podría haberte pegado un tiro.
– Me quería vivo -expliqué.
– ¿Por qué? ¿Por tus encantos?
Negué con la cabeza.
– Creía que yo era como ella, y como Brightwell.
Me agaché y entré por la abertura, oyendo los pasos de Louis a mis espaldas. Nos hallábamos en un túnel largo; el techo, de poco más de un metro ochenta de altura, impedía a Louis erguirse por completo. Se extendía al frente en la oscuridad, con una suave curva a la derecha. A ambos lados había huecos o celdas que aparentemente, en su mayoría, sólo contenían lechos de piedra, aunque a veces también cuencos rotos y botellas de vino vacías en el suelo, prueba de que en algún momento habían estado ocupados. Todas las celdas estaban provistas de una reja levadiza, una especie de rastrillo que se levantaba y bajaba mediante un sistema de poleas y cadenas instalado en el exterior. Casi todas las rejas se hallaban alzadas, pero encontramos una a la derecha cerrada. Dentro, iluminé con la linterna unos restos humanos envueltos en ropa. El cráneo conservaba aún parte del pelo, y la ropa estaba relativamente intacta. Despedía un olor fétido.
– ¿Qué es esto? -preguntó Louis.
– Podría ser una cárcel.
– Por lo visto, se olvidaron de que tenían un huésped aquí abajo.
Algo se agitó en la celda cerrada. «Una rata», pensé. «Es sólo una rata. Tiene que serlo.» Quienquiera que fuese el que yacía en esa celda llevaba mucho tiempo muerto. Era piel hecha jirones y hueso amarillento, nada más.
Y en ese momento el hombre se movió en su camastro pétreo. Arrastró las uñas por la piedra, estiró la pierna derecha casi de manera imperceptible y ladeó ligeramente la cabeza. Le requirió sin duda un esfuerzo colosal. Vi trabajar cada uno de los músculos consumidos de sus brazos secos, y tensarse cada tendón de la cara al intentar hablar. Tenía las facciones muy hundidas en el cráneo, como si se succionasen lentamente desde dentro. Los ojos eran como frutas podridas en las cuencas vacías, apenas visibles detrás de su mano descarnada mientras intentaba protegerse de la luz al tiempo que trataba de ver a quienes estaban detrás.
Louis dio un paso atrás.
– ¿Cómo puede seguir vivo? -preguntó sin poder disimular su asombro. Nunca lo había oído hablar en ese tono.
Como la media vida de un isótopo. Sólo podía explicarlo así. El proceso de la muerte, pero con su inevitable final postergado hasta límites inimaginables. Quizá, como Kittim, este hombre desconocido era prueba de esa creencia.
– Da igual -dije-. Déjalo.
Vi que Louis levantaba la pistola. El gesto me sorprendió. No acostumbraba a dejarse llevar por actos de misericordia convencionales. Apoyé la mano en el cañón del arma y lo obligué a bajarla con delicadeza.
– No -dije.
El ser tendido en la losa de piedra intentó hablar. Vi la desesperación en sus ojos y casi sentí algo de la compasión de Louis por él. Me volví y oí que Louis me seguía.
A esas alturas estábamos ya a una considerable profundidad bajo tierra, y lejos del cementerio. Por la dirección que seguíamos, deduje que nos hallábamos en algún punto entre el osario y el emplazamiento del antiguo monasterio cercano. Allí había más celdas, muchas con la reja bajada, pero sólo miré en un par al pasar. Era evidente que los hombres encarcelados en su interior estaban muertos, sus huesos separados desde hacía tiempo. Probablemente cometieron errores en el camino, pensé. Era como en los antiguos juicios por brujería: si los sospechosos morían, eran inocentes; si sobrevivían, eran culpables.
El calor era cada vez mayor. Las paredes se notaban calientes al tacto, y la ropa que llevábamos se convirtió en una carga tan pesada que nos vimos obligados a dejar atrás las chaquetas y los abrigos. Un murmullo tumultuoso reverberaba en mi cabeza. Distinguí en medio palabras, pero ya no eran fragmentos de un antiguo ensalmo pronunciados en la locura. Éstas tenían finalidad e intención. Llamaban, apremiaban.
Una luz brillaba ante nosotros. Vimos una sala circular, delimitada por celdas abiertas, y tres faroles en el centro. Detrás se alzaba la silueta obesa de Brightwell. De pie, ante una pared desnuda, intentaba desprender un ladrillo a la altura de la cabeza mediante una palanca. A su lado estaba la figura encapuchada con la cabeza gacha. Brightwell fue el primero en advertir nuestra presencia, porque de pronto se volvió con la palanca todavía en las manos. Pensé que iba a empuñar un arma, pero no lo hizo. De hecho, dio la impresión de que casi se alegraba. Tenía la boca desfigurada, con puntos negros de sutura en zigzag en el labio inferior, donde Reid le había hincado los dientes en su forcejeo final.
– Lo sabía -dijo-. Sabía que vendrías.
La figura a su derecha se quitó la capucha. Vi caer el pelo cano de una mujer y luego su rostro quedó a la vista. A la luz de los faroles, la delicada estructura ósea de Claudia Stern había adquirido un aspecto enjuto y famélico. Con la piel pálida y reseca, abrió la boca para hablar, y tuve la sensación de que los dientes eran más largos que antes, como si las encías se hubieran encogido. Tenía una mancha blanca en el ojo derecho, antes oculta con algún tipo de lente de contacto. Brightwell le entregó la palanca, pero no hizo ademán de venir hacia nosotros, ni de amenazarnos en modo alguno.
– Ya casi hemos acabado -dijo-. Nos alegramos de que estés aquí en este momento.
Claudia Stern introdujo la palanca en la brecha que Brightwell había abierto e hizo fuerza. Vi desplazarse la piedra. Cambió la palanca de posición y la accionó con redoblado esfuerzo. La piedra se ladeó unos treinta grados y por fin quedó perpendicular al muro. En la abertura me pareció percibir un destello. Con un último esfuerzo apartó la piedra, que cayó al suelo mientras ella seguía su trabajo con los otros ladrillos, retirándolos más fácilmente una vez que la brecha estaba abierta. Yo debería haberla detenido, pero no lo hice. Me di cuenta de que también yo deseaba saber qué había detrás de la pared. Deseaba ver El ángel negro. Un amplio recuadro de plata se veía ya claramente a través del agujero. Distinguí la forma de una costilla, y el contorno de lo que acaso fuera un brazo. Era una figura tosca, inacabada, con gotas de plata endurecida en la superficie como lágrimas congeladas.
De pronto, como en respuesta a un impulso imprevisto, Claudia Stern soltó la palanca y metió la mano en el agujero.
Tal era el calor allí dentro que tardé un momento en advertir que la temperatura volvía a subir, pero empecé a sentir que me ardía y escocía la piel, como si me hallase expuesto sin protección a una intensa luz solar. Me miré la piel, casi esperando que empezara a enrojecerse ante mis ojos. Las voces en mi cabeza eran más sonoras, un torrente de susurros como el agua impetuosa de una gran cascada, con un mensaje ininteligible pero de un significado claro. Cerca de Stern comenzó a manar un líquido por las rendijas entre la argamasa, resbalando lentamente por las paredes como gotas de mercurio. Vi que humeaban, y olí el polvo quemado. Lo que había detrás de la pared estaba fundiéndose; la plata se desprendía para mostrar lo que se ocultaba en su interior. Stern miró a Brightwell, y vi la sorpresa en su rostro. Era evidente que aquello no lo habían previsto. Todos los preparativos indicaban que tenían la intención de transportar la estatua de regreso a Nueva York, sin concebir que pudiera derretirse a sus pies. Oí un ruido al otro lado de la pared, como un aleteo, que me hizo volver a la realidad recordándome lo que debía hacer.