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Apunté a Brightwell con la pistola.

– Detenía.

Brightwell no se movió.

– No la usarás -dijo-. Volveremos.

A mi lado, Louis pareció dar un respingo. Con el rostro contraído como por un dolor, se llevó la mano izquierda al oído. Entonces lo oí yo también: un coro de voces, elevándose en una súplica cacofónica, todas procedentes de algún lugar en lo más hondo de Brightwell.

Las gotas de plata se habían convertido en hilos que se filtraban por las grietas de las paredes. Me pareció oír más movimiento detrás de las piedras, pero el ruido en mi cabeza era tal que no podía saberlo con certeza.

– Eres un hombre enfermo, deliras -dije.

– Sabes que es verdad -replicó-. Tú mismo lo sientes.

Negué con la cabeza.

– No, te equivocas.

– No hay salvación para ti, ni para ninguno de nosotros -dijo Brightwell-. Dios te arrebató a tu mujer y a tu hija. Ahora te quitará a tu segunda mujer y a tu segunda hija. A él le da igual. ¿Crees que las habría dejado sufrir de esa manera si de verdad le hubiesen importado, si alguien le importase de verdad? ¿Por qué, entonces, crees en él y no en nosotros? ¿Por qué sigues depositando en él tus esperanzas?

No me salía la voz. Tenía la sensación de que me ardían las cuerdas vocales.

– Porque contigo no hay esperanza -contesté.

Lo apunté con cuidado a través de la mira.

– No me matarás -repitió Brightwell, pero su voz traslucía incertidumbre.

De pronto, se movió. Súbitamente estaba en todas partes y en ninguna. Oí su voz en mis oídos, sentí sus manos en la piel. Abrió la boca y mostró aquellos dientes un tanto romos. Me mordía, y mi sangre se derramaba en su boca mientras él hincaba los dientes en mí.

Disparé tres veces, y la confusión cesó. Brightwell tenía el pie destrozado a la altura del tobillo, y una segunda herida por debajo de la rodilla. Había errado el tercer tiro, pensé, y entonces vi propagarse la mancha por su vientre. En su mano apareció un arma. Intentó alzarla, pero Louis se había abalanzado ya sobre él y la apartó.

Pasé junto a ellos, en dirección a Claudia Stern. Tenía su atención concentrada en la pared, hipnotizada por lo que ocurría ante sus ojos. El metal se enfriaba ya en el suelo en torno a sus pies, y no se veía plata a través de la abertura del muro. En lugar de eso, vi un par de costillas negras envueltas en una fina capa de piel, y la parte expuesta aumentaba de tamaño lentamente alrededor de la zona en contacto con su mano. La agarré por el hombro y la alejé de la pared, separándola de lo que se hallaba oculto al otro lado. Lanzó un grito de rabia, y tras el muro se oyó otra voz, como un eco de la suya. Me arañó la cara y me asestó patadas en las espinillas. Vi un destello metálico en su mano izquierda justo antes de que la hoja me hiriera el pecho abriéndome una larga herida desde el costado izquierdo hasta la clavícula. Le di un violento golpe con la base de la mano en la cara y, mientras se tambaleaba hacia atrás, volví a pegarle obligándola a retroceder hasta la entrada de una de las celdas. Intentó apuñalarme, pero esta vez respondí con una patada, y se desplomó en el suelo de piedra. Entré en la celda detrás de ella y, pisándole la muñeca para inmovilizarla, le arranqué el cuchillo de la mano. Intentó escabullirse, pero descargué en ella otro puntapié y la alcancé en la nariz ya rota. Soltó un aullido animal y dejó de moverse.

Sin volverme, salí de la celda. La plata había dejado de manar de las paredes, y el calor parecía haberse disipado un poco. Los hilos de metal en el suelo y la pared empezaban a endurecerse, y ya no se oían ruidos, reales o imaginados, detrás de las piedras. Me acerqué a Brightwell. Louis le había roto la pechera de la camisa y dejado a la vista el vientre moteado. La herida sangraba profusamente, pero aún vivía.

– Sobrevivirá si lo llevamos a un hospital -dijo Louis.

– Lo dejo en tus manos -contesté-. Alice era parte de ti.

Louis dio un paso atrás y bajó la pistola.

– No -dijo-, yo no entiendo nada de esto, pero tú sí.

Aunque tenía el rostro contraído de dolor, Brightwell habló con voz serena.

– Si me matas, te encontraré -me dijo-. Ya te encontré una vez y volveré a encontrarte, por mucho que tarde. Seré tu Dios. Destruiré todo aquello que amas y te obligaré a mirar mientras lo hago pedazos. Y luego tú y yo descenderemos a un lugar oscuro, y yo me quedaré allí contigo. No habrá salvación para ti, ni arrepentimiento, ni esperanza.

Exhaló un suspiro largo y ronco. Yo aún oía el extraño coro de voces cacofónicas, pero el tono había cambiado. Se percibía en él una expectación, un júbilo creciente.

– Ni perdón -susurró-. Nunca tendrás el perdón.

Su sangre se extendía por el suelo. Corría por las rendijas entre las baldosas, llenando las formas geométricas poco a poco en dirección a la celda donde yacía Stern. Aunque otra vez consciente, estaba débil y desorientada. Tendió una mano hacia Brightwell, y él advirtió el movimiento y la miró.

Levanté la pistola.

– Vendré a buscarte -dijo Brightwell.

– Sí, sé que lo harás -contestó ella.

Brightwell tosió y se rascó la herida del vientre.

– Vendré a buscarlos a todos -dijo él.

Le disparé en plena frente, y dejó de existir. Un último aliento surgió de su cuerpo. Sentí un roce fresco en la cara, y olí a sal y aire limpio cuando el gran coro por fin se acalló.

Claudia Stern, arrastrándose por el suelo, intentaba restablecer el contacto con la figura que seguía atrapada al otro lado de la pared. Hice ademán de detenerla, pero de pronto unos pasos se acercaron por el túnel a nuestras espaldas. Louis y yo nos volvimos y nos preparamos para hacerles frente.

Bartek apareció en la puerta. Lo acompañaba Ángel, con una actitud un tanto vacilante. Los seguían otros cinco o seis, hombres y mujeres, y por fin entendí por qué nadie había respondido al disparo en la calle, por qué el sistema de alarma no se había sustituido y cómo un último y vital fragmento del mapa había llegado de Francia a Sedlec.

– Ustedes lo sabían desde el principio -dije-. Tendieron el anzuelo y esperaron a que vinieran.

Cuatro de los acompañantes de Bartek pasaron a nuestro lado y, tras rodear a Claudia Stern, la llevaron de nuevo a rastras hasta la celda abierta.

– Martin me reveló los secretos -respondió Bartek-. Dijo que al final usted estaría aquí. Tenía mucha fe en usted.

– Lo siento. Me he enterado de lo sucedido.

– Lo echaré de menos -dijo Bartek-. Creo que gozaba de los placeres de la vida a través de él.

Oí ruido de cadenas. Claudia Stern empezó a gritar, pero no miré.

– ¿Qué van a hacer con ella?

– En la Edad Media lo llamaban emparedamiento. Una manera terrible de morir, pero una manera peor de no morir, en el supuesto de que ella sea lo que cree que es.

– Y sólo hay una manera de averiguarlo.