Mientras los productos químicos actuaban en las sobras, el hedor era espantoso, pero Brightwell no hizo ademán siquiera de taparse la nariz. El mexicano permanecía detrás de él con la mitad inferior de la cara oculta por una máscara blanca.
– ¿Y ahora qué va a hacer? -preguntó García.
Brightwell escupió en la bañera y dio la espalda al cadáver en descomposición.
– Buscaré a la otra y la mataré.
– Ésta, antes de morir, ha hablado de un hombre. Pensaba que a lo mejor vendría a buscarla.
– Lo sé. La he oído llamarlo.
– Se suponía que estaba sola, que no tenía a nadie que se preocupara por ella.
– Nos informaron mal, pero quizás es verdad que no tiene a nadie que se preocupe de ella.
Brightwell pasó a su lado y le dejó con el cadáver putrefacto de la muchacha. García no lo siguió. Brightwell se equivocaba, pero él no se atrevió a discutírselo. Ninguna mujer, al acercarse a la muerte, pronunciaría a gritos una y otra vez un nombre que no significaba nada para ella.
Tenía a alguien que se preocupaba por ella.
E iría a buscarla.
Segunda parte
Aquel que tiene esposa e hijos
ha puesto rehenes en manos de la fortuna.
Francis Bacon, Ensayos (1625)
3
Alrededor continuaba la celebración del bautizo de Sam. Yo oía las risas de la gente y las ahogadas exclamaciones de sobresalto al abrirse las botellas. En algún sitio alguien empezó a entonar una canción. Parecía la voz del padre de Rachel, que tenía por costumbre cantar cuando bebía una copa de más. Frank era abogado, uno de esos hombres campechanos y efusivos a quienes les gusta ser el centro de atención allí donde estén, de esos que creen que alegran la vida a los demás con su comportamiento ruidoso e involuntariamente intimidatorio. Lo había visto en acción en una boda, obligando a mujeres tímidas a bailar con el pretexto de que se proponía sacarlas del cascarón, pese a que las había visto avanzar con pasos torpes y temblorosos por la pista de baile, como jirafas recién nacidas, a la vez que lanzaban miradas anhelantes a sus sillas. Podría decirse que tenía buen corazón, supongo, pero por desgracia eso no iba acompañado de una gran sensibilidad para con los demás. Aparte de la posible preocupación por su hija, Frank parecía considerar una afrenta personal mi presencia en acontecimientos sociales como aquél, como si en el momento menos pensado yo fuera a romper a llorar, o a pegarle a alguien, o a aguar de una u otra manera la fiesta que Frank con tanto esmero intentaba organizar. Procurábamos no quedarnos nunca a solas. A decir verdad, no resultaba muy difícil, ya que los dos poníamos toda nuestra voluntad en el empeño.
Joan era la fuerte del matrimonio, y normalmente unas palabras afables de ella inducían a Frank a bajar un poco el tono. Era maestra de parvulario, y una demócrata liberal a la antigua usanza que se tomaba de manera muy personal los cambios experimentados por el país en los últimos años con gobiernos tanto republicanos como demócratas. A diferencia de Frank, casi nunca hablaba de manera abierta de su preocupación por su hija, o al menos no a mí. Sólo de vez en cuando, por lo general cuando nos despedíamos al final de otra visita más, a veces incómoda, a veces moderadamente grata, me cogía la mano con delicadeza y susurraba: «Cuida de ella, ¿lo harás?».
Y yo le aseguraba que cuidaría de su hija, mirándola a los ojos y viendo su deseo de creerme en colisión con el miedo de que fuese incapaz de cumplir mi promesa. Me pregunté si, como en la desaparecida Alice, había una mancha en mí, una herida del pasado que de algún modo siempre contaminaría el presente y el futuro. En los últimos meses había intentado encontrar una manera de neutralizar la amenaza, básicamente rechazando ofertas de trabajo que parecían implicar cualquier tipo de riesgo grave, aunque mi reciente velada en compañía de Jackie Garner había sido una honrosa excepción. El problema era que cualquier encargo que valiera la pena conllevaba un riesgo u otro, y por tanto me dedicaba a casos que gradualmente minaban la voluntad de vivir. Ya antes había intentado tomar ese camino, pero en esa época no vivía con Rachel, y no perseveraba mucho en él antes de descubrir que no podía pasar por alto la atracción de los bosques tenebrosos.
Y ahora una mujer había acudido a mi puerta, y había traído consigo su dolor y el sufrimiento de otra persona. Era posible que la desaparición de su hija tuviese una explicación sencilla. No tenía mucho sentido hacer caso omiso de las realidades en la existencia de Alice: su vida en el Point era en extremo peligrosa, y su adicción la volvía aún más vulnerable si cabe. Las mujeres que trabajaban en esas calles desaparecían con frecuencia. Algunas huían de sus chulos u otros hombres violentos. Algunas intentaban abandonar esa clase de vida antes de que las consumiera por completo, cansadas de los robos y las violaciones, pero pocas lo conseguían, y la mayoría volvía penosamente a los callejones y aparcamientos, ya sin la menor esperanza de escapar. Las mujeres procuraban cuidarse entre sí, y los chulos también las vigilaban, aunque sólo fuese por proteger su inversión, pero eran meros gestos y poco más. Si alguien se proponía hacer daño a una de esas mujeres, lo lograba.
Llevamos a la tía de Louis a la cocina y la dejamos en manos de una pariente de Rachel. Poco después estaba comiendo pollo y pasta y bebiendo limonada en una cómoda butaca del salón. Cuando Louis fue a verla un rato después, la encontró dormida, extenuada por todo lo que había intentado hacer por su hija.
Walter Cole se reunió con nosotros. Sabía algo del pasado de Louis, y sospechaba mucho más. Estaba mejor informado acerca de Ángel, ya que Ángel tenía la clase de antecedentes penales que por sí solos merecían un grueso expediente, por más que los detalles perteneciesen a un pasado relativamente lejano. Yo le pregunté a Louis si podíamos implicar a Walter y él me dio su consentimiento, aunque con cierta reticencia. Louis no era una persona confiada, y con toda seguridad no le gustaba meter a la policía en sus asuntos. No obstante, Walter, aunque jubilado, tenía contactos en el departamento de policía de Nueva York que yo ya había perdido, y estaba en mejores relaciones con los miembros en activo que yo, cosa que no era difícil, todo ha de decirse. En el departamento algunos sospechaban que yo tenía las manos manchadas de sangre, y de muy buena gana habrían querido verme pagar por ello. Para mí, los agentes de a pie no representaban un problema, pero Walter aún gozaba del respeto de los altos cargos que podían estar en posición de ofrecer ayuda si era necesario.
– ¿Volverás a la ciudad esta noche? -pregunté a Louis.
Asintió.
– Quiero encontrar a ese G-Mack.
Vacilé antes de hablar.
– Creo que deberías esperar.
Louis ladeó un poco la cabeza, y dio una leve palmada en el brazo de la butaca. Era un hombre que no hacía gestos innecesarios, y ése prácticamente equivalía a un estallido de emociones.
– ¿Y eso por qué? -preguntó sin cambiar de tono.
– Así actúo yo -le recordé-. Si te presentas allí hecho un basilisco y repartiendo tiros, desaparecerá cualquiera que se preocupe mínimamente por su seguridad personal, te conozcan o no. Si escapa, tendremos que buscarlo hasta debajo de las piedras y perderemos un tiempo valioso. No sabemos nada de ese individuo y eso habría que remediarlo antes de ir a por él. Estás pensando en vengarte por lo que le hizo a esta mujer. Eso puede esperar. Lo que nos preocupa es su hija. Quiero que te contengas.