Eso entrañaba un riesgo. G-Mack ya sabía que alguien andaba preguntando por Alice. En el supuesto de que Martha tuviese razón y a su hija le hubiese ocurrido alguna desgracia, el chulo tenía dos opciones: o limitarse a decir que no sabía nada y ordenar a sus mujeres que hicieran lo mismo, o huir. Yo esperaba que mantuviera la calma hasta que diéramos con él. Estaba convencido de que así sería: era nuevo, ya que Louis no sabía nada de él; y joven, lo que significaba que debía de tener la arrogancia de considerarse un macarra en la calle. Había logrado establecer algún tipo de negocio en el Point y sería reacio a abandonarlo a menos que fuese realmente necesario.
Se produjo un largo silencio mientras analizaba sus opciones.
– ¿Cuánto tiempo? -preguntó.
Miré a Walter.
– Veinticuatro horas -contestó-. Para entonces debería tener lo que necesitáis.
– En ese caso, caeremos sobre él mañana por la noche -dije.
– ¿Caeremos? -preguntó Louis.
– Caeremos -repetí.
Clavó su mirada en la mía.
– Esto es una cuestión personal -dijo.
– Lo entiendo.
– Una cosa tiene que quedar clara. Tú actúas a tu manera, y lo respeto, pero aquí tu conciencia no pinta nada. A la primera duda, quiero que lo dejes. Eso va por todos.
Lanzó una rápida mirada a Walter. Al ver que Walter se disponía a contestar, tendí la mano y le toqué el brazo, y él se relajó un poco. Walter no participaría en nada que implicase una transgresión de su estricto código moral. Aun sin la placa, seguía siendo policía, y de los buenos. No sentía la necesidad de justificarse ante Louis.
Con eso quedó todo dicho. Habíamos acabado. Le indiqué a Walter que empleara el teléfono del despacho, y empezó a hacer llamadas. Louis fue a despertar a Martha para llevarla de vuelta a Nueva York. Ángel se reunió conmigo en la puerta de la casa.
– ¿Sabe ella lo de vosotros dos? -pregunté.
– Yo no la conocía -respondió Ángel-. Para serte sincero, ni siquiera tenía muy claro que existiera la familia. Me imaginaba que alguien lo había criado en una jaula y luego lo había soltado en la selva. Pero creo que es una mujer lista. Si aún no lo sabe, pronto lo adivinará. Y entonces ya veremos.
Observamos a Rachel mientras acompañaba a dos amigos suyos al coche. Era preciosa. Me encantaba su manera de moverse, su porte, su gracia. Sentí que algo se desgarraba dentro de mí, como un punto débil en una pared que lentamente empieza a extenderse, amenazando la resistencia y la estabilidad del conjunto.
– No va a gustarle -comentó Ángel.
– Se lo debo a Louis -contesté.
Ángel casi se echó a reír.
– No le debes nada a él ni a mí. Quizás a ti te lo parezca, pero nosotros no lo vemos así. Ahora tienes una familia, tienes una mujer que te quiere y una hija que depende de ti. No la cagues.
– No es ésa mi intención. Sé lo que tengo.
– ¿Por qué lo haces, pues?
¿Qué podía decirle? ¿Que deseaba hacerlo, que necesitaba hacerlo? En parte era eso, lo sabía. Quizá también, en una parte oscura y recóndita de mí mismo, quería alejarlas de mí, precipitar lo que veía como un final inevitable.
Pero había otra cuestión, que no podía explicar a Ángel, ni a Rachel, ni siquiera a mí mismo. Lo sentí en cuanto vi avanzar el taxi por la carretera, acercarse poco a poco a la casa. Lo sentí mientras observaba cómo se apeaba la mujer en la gravilla del camino de entrada. Lo sentí mientras contaba su historia, intentando contener las lágrimas, haciendo un desesperado esfuerzo por esconder su debilidad ante desconocidos.
Se había ido. Alice se había ido, y dondequiera que estuviese ahora nunca volvería a pasearse por este mundo tal como lo hizo en otro tiempo. No podía explicar cómo lo sabía, como tampoco podía explicar Martha la sensación de que su hija estaba en peligro. Esa mujer, llena de valentía y amor, había venido aquí por alguna razón. Había una conexión, y no podía negarse. Sabía por mi amarga experiencia que los problemas ajenos que llegaban a mi puerta exigían mi intervención, y no podía pasarlos por alto.
– No lo sé -dije-. Sólo sé que hay que hacerlo.
Poco a poco, la mayoría de los invitados se fue. Parecían haberse llevado consigo la alegría que habían traído, sin dejar ni rastro en la casa. Los padres de Rachel, así como su hermana, se quedaban a dormir. Walter y Lee también tenían previsto pasar un par de días, pero la visita de Martha los había obligado a cambiar de planes y ya iban camino de casa para que Walter pudiera hablar con los policías en persona si era necesario.
Yo estaba recogiendo en el jardín cuando me arrinconó Frank Wolfe. Era más alto que yo y más corpulento. Había jugado al fútbol en el instituto e impresionado a algunas universidades hasta el punto de ofrecerle una beca, pero se interpuso Vietnam. Frank ni siquiera esperó a que lo reclutaran. Era un hombre que creía en el deber y la responsabilidad. Joan ya estaba embarazada cuando él se marchó, aunque ninguno de los dos lo sabía en ese momento. Su hijo, Curtis, nació cuando él estaba in situ, y dos años después tuvieron una hija. Frank recibió condecoraciones, pero nunca habló de cómo las consiguió. Cuando Curtis, que era ayudante del sheriff del condado, murió a tiros en un atraco a un banco, no se vino abajo ni cayó en la autocompasión como habrían hecho algunos hombres, sino que mantuvo a su familia a su lado, estrechamente unida a él para que tuvieran a alguien en quien apoyarse y no se desmoronaran. Frank Wolfe tenía muchas virtudes dignas de admiración, pero éramos demasiado distintos para poder cruzar siquiera más que unas cuantas palabras civilizadas.
Frank sostenía una cerveza en la mano, pero no estaba borracho. Lo había oído hablar antes con su mujer, y ambos habían sido testigos de la llegada de Martha y del posterior cónclave. Supuse que, a partir de ese momento, Frank había aflojado con la bebida, ya fuera por voluntad propia o a instancias de su mujer.
Recogí unos platos de papel y los tiré en la bolsa de la basura. El Walter canino me seguía como una sombra, con la esperanza de hincarle el diente a cualquier resto que se cruzara en su camino. Frank me observaba, pero no hizo ademán de echarme una mano.
– ¿Va todo bien, Frank? -pregunté.
– Yo estaba a punto de hacerte la misma pregunta.
No valía la pena tratar de eludirlo. No había llegado a ser un buen abogado por falta de tenacidad. Acabé de recoger los platos de la mesa de caballetes, cerré la bolsa de la basura y pasé a ocuparme de las botellas vacías provisto de una bolsa nueva. Produjeron un grato tintineo al caer al fondo.
– Hago lo que puedo, Frank -dije sin levantar la voz. Era una discusión que no quería mantener con él, ni entonces ni nunca, pero ahí estaba.
– Con todos mis respetos, no lo creo. Ahora tienes obligaciones, responsabilidades.
Sonreí a mi pesar. Allí estaban esas dos palabras otra vez. Definían a Frank Wolfe. Probablemente se grabarían en su lápida.
– Lo sé.
– Por lo tanto, debes estar a la altura.
Para hacer hincapié en la idea, me señaló con la botella de cerveza. De algún modo, ese gesto le quitó autoridad dando la impresión de que no era tanto un padre preocupado como un borracho parlanchín.
– Oye, ese trabajo al que te dedicas tiene a Rachel muy preocupada. Siempre le ha preocupado y la ha puesto en peligro. Uno no pone en peligro a las personas a quienes ama. Eso no es propio de un hombre.
Frank se esforzaba en ser comedido, pero ya empezaba a ponerme los nervios de punta, quizá porque todo lo que decía era verdad.