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Se refería a Ellis Chambers de Camden, que se había dirigido a mí una semana antes por un asunto relacionado con su hijo. Neil Chambers había estado en tratos con ciertos individuos de Kansas City, y lo tenían bien sujeto entre sus garras. Ellis carecía del dinero necesario para sacarlo del apuro, así que alguien tendría que intervenir en nombre de Neil. Era un trabajo que sólo se resolvería mediante el uso de la fuerza, pero aceptarlo habría implicado alejarme de Sam y Rachel, y también cierto riesgo. Los acreedores de Neil Chambers no eran la clase de personas que aceptaban de buen grado consejos sobre cómo llevar sus asuntos, y en cuanto a sus métodos de intimidación y castigo, no eran lo que se dice sutiles. Además, Kansas City quedaba muy lejos de mi territorio, y le dije a Ellis que quizás esa gente se avendría más a una intervención local que a la implicación de un forastero. Hice averiguaciones y le di unos cuantos nombres, pero percibí su decepción. Para bien o para mal, me había granjeado la reputación de un tipo con quien se podía contar. Ellis esperaba algo más que una recomendación. En el fondo, yo también creí que él merecía más.

– Lo hiciste por mí y por Sam -dijo Rachel-, pero me di cuenta del esfuerzo que representó para ti. Fíjate, ahí tienes el ejemplo: elijas el camino que elijas, será doloroso para ti. Mi única duda era durante cuánto tiempo más podrías seguir dando la espalda a quienes recurren a ti. Supongo que ahora ya lo sé. Ha terminado hoy.

– Rachel, es familia de Louis. ¿Qué podía hacer?

Ella esbozó una triste sonrisa.

– Si no hubiese sido ella, habría sido otra persona. Ya lo sabes.

Le besé la coronilla. Olía a nuestra hija.

– Tu padre ha intentado hablar conmigo en el jardín.

– Seguro que os lo habéis pasado en grande.

– Ha estado genial. Estamos pensando en irnos juntos de vacaciones. -Volví a besarla, y pregunté-: ¿Y nosotros? ¿Estamos bien?

– No lo sé -contestó ella-. Te quiero, pero no lo sé.

Dicho esto me soltó y me dejó solo en la cocina. La oí subir por la escalera, y luego me llegó el crujido de la puerta de nuestra habitación, donde en ese momento dormía Sam. Sabía que Rachel la contemplaba, escuchaba su respiración, velaba para que no le ocurriera ningún mal.

Esa noche oí la voz de la Otra llamarme desde debajo de nuestra ventana, pero no me acerqué al cristal. Y detrás de sus palabras distinguí un coro de voces, susurrantes y lastimeras. Me tapé los oídos y cerré los ojos apretando los párpados con fuerza. Al cabo de un rato me dormí y soñé con un árbol deshojado y gris, sus ramas puntiagudas torcidas hacia dentro, erizadas de espinas, y en la prisión que formaban, tórtolas plañideras aleteaban y chillaban, y en su forcejeo un sonido grave y sibilante se elevaba desde sus alas, y allí donde las espinas les habían traspasado la carne brotaba la sangre entre las plumas. Y dormí mientras un nuevo nombre se grababa en mi corazón.

4

El motel Spyhole era un oasis insólito, un lugar de descanso para los viajeros que casi habían desistido por completo de encontrar un respiro antes de la frontera mexicana. Quizás habían evitado pasar por Yuma, cansados de las luces y la gente, deseosos de ver las estrellas del desierto en todo su esplendor, y en lugar de eso se habían encontrado kilómetro tras kilómetro piedra, arena y cactus, entre altos montes cuyos nombres desconocían. Incluso una breve parada en el arcén era una invitación a la sed y el malestar, y tal vez a las atenciones de la patrulla fronteriza, ya que los «coyotes» entraban a los ilegales por esas rutas, y los «migras» siempre andaban al acecho de quienes podían estar en connivencia con ellos para embolsarse un dinero fácil. No, era preferible no parar allí; lo más sensato era seguir adelante confiando en encontrar alivio en otro lugar, y eso era lo que prometía el Spyhole.

Un cartel en la carretera señalaba hacia el sur, anunciando a los cansados viajeros la proximidad de una cama mullida, refrescos y aire acondicionado. El motel era sencillo y sin adornos, aparte de un antiguo rótulo luminoso que zumbaba por la noche como un enorme insecto de neón. El Spyhole constaba de quince habitaciones dispuestas en forma de N, con la oficina al pie de la pata izquierda. Las paredes eran de color amarillo claro, aunque si no se sometían a un examen más detenido, resultaba difícil saber si ése era su color original o si la continua exposición a la arena era la causa del cambio de tono, como si el desierto tolerase la presencia del motel sólo si podía apropiarse de él asimilándolo en el paisaje. Se hallaba enclavado en una hondonada natural, un hueco entre montañas conocido como Devil's Spyhole. Las montañas proyectaban algo de sombra sobre el motel, aunque a sólo unos pasos de su oficina los tórridos vientos del desierto atravesaban Devil's Spyhole como la bocanada de aire que saldría al abrir la puerta de una incineradora. Un cartel en la puerta de la oficina recomendaba a los visitantes que no se alejaran del recinto del motel. Aparecía ilustrado con serpientes, arañas y escorpiones, y un dibujo de una nube expulsando aire caliente sobre una figura humana representada con palotes negros. El dibujo casi podría haberse considerado cómico, si no fuera porque a menudo se encontraban figuras ennegrecidas en la arena no lejos del moteclass="underline" ilegales, en su gran mayoría, tentados por la engañosa promesa de grandes riquezas.

La clientela del motel procedía tanto de recomendaciones como de aquellos que veían el cartel al pasar por la carretera. Había un área de descanso para camiones a quince kilómetros al oeste, Harry's Best Rest, con una cafetería abierta las veinticuatro horas, una tienda, duchas y lavabos, y espacio para un máximo de cincuenta vehículos. También había una ruidosa cantina, frecuentada por especímenes de la vida humana que estaban apenas a un paso de los depredadores del desierto. El área de descanso, con sus luces y su bullicio y la promesa de comida y compañía, atraía a veces a aquellos que no tenían nada que hacer allí, viajeros que simplemente estaban cansados y perdidos y buscaban un sitio donde reposar. El Harry's Best Rest no había sido concebido para ellos, y el personal que ahí trabajaba había aprendido que era más prudente quitárselos de encima con la sugerencia de que buscaran la comodidad del Spyhole. El propietario del Harry's Best Rest, un tal Harry Dean, desempeñaba un papel que no habría sorprendido a sus antecesores en la frontera cien años atrás. Harry se paseaba en la cuerda floja haciendo lo justo para tener contentas a las autoridades y mantener a distancia a los migras y la policía, cosa que a su vez le permitía estar a buenas con los individuos que, metidos hasta el cuello en el mundo del hampa, frecuentaban los rincones más sombríos de su establecimiento. Harry untaba la mano a algunos, y otros untaban la suya. Hacía la vista gorda a las putas que atendían a los camioneros en sus vehículos o en las pequeñas cabañas de detrás, y a los camellos que vendían anfetaminas y otras drogas a los camioneros para mantenerlos despiertos o para relajarlos según la necesidad, siempre y cuando tuvieran el material fuera de su propiedad y a buen recaudo entre la maraña de trastos en el fondo de sus furgonetas y automóviles, mezclándose los vehículos más pequeños con los enormes camiones como alimañas que siguen a los grandes depredadores.

Eran las dos de la madrugada de un lunes, y en el Best Rest reinaba cierta tranquilidad mientras Harry ayudaba a Miguel, el encargado del bar, a recoger detrás de la barra y reponer la cerveza y las bebidas. En rigor, el bar ya había cerrado, aunque cualquiera que quisiese una copa a esa hora de la noche podía pedirla en la cafetería de al lado. No obstante, los hombres seguían sentados en la penumbra, bebiendo lentamente, algunos charlando, otros solos. No eran la clase de hombres a quienes se les podía ordenar que se marcharan. Desaparecerían en la noche a su debido tiempo y por voluntad propia. Entretanto, Harry no los molestaría.