Una puerta comunicaba la cantina con la cafetería. Un letrero en el lado de la cafetería anunciaba que el bar ya estaba cerrado, pero de momento la puerta principal de la cantina continuaba abierta. Harry oyó que ésta se abría y, al alzar la vista, vio entrar a un par de hombres, los dos blancos. Uno, de poco más de cuarenta años, era alto y tenía el pelo entrecano y una cicatriz en el ojo derecho. Llevaba una camisa azul, una cazadora azul y unos vaqueros un poco largos, pero por lo demás su aspecto era bastante anodino.
El otro hombre era casi tan alto como su compañero, pero de una gordura extrema, la barriga le caía oscilante entre los muslos como una gran lengua colgando de una boca abierta. El cuerpo se veía desproporcionado respecto a las piernas, cortas y un poco arqueadas, como si hubieran tenido que soportar durante años el peso que les había tocado cargar y ahora cedieran por fin bajo la presión. El gordo tenía la cara perfectamente redonda y muy pálida, de facciones muy delicadas: ojos verdes enmarcados por unas pestañas largas y oscuras, nariz fina y recta, y boca alargada de labios carnosos y oscuros, casi femeninos. Pero el menor parecido con cualquier idea tradicional de belleza facial se venía abajo a causa de la barbilla y la papada tumorosa y dilatada en la que se perdía. Se derramaba sobre el cuello de la camisa, morada y roja, como un anuncio de la tripa que pendía más abajo. Harry se acordó de una vieja morsa que vio una vez en el zoo, una enorme mole de grasa y carne dilatada a punto de desmoronarse. Ese hombre, por el contrario, estaba lejos de la tumba. Pese a su descomunal humanidad, caminaba con extraña ligereza, como si se deslizase por el suelo de la cantina, cubierto de cáscaras de cacahuete. Harry tenía la camisa manchada de sudor a pesar del aire acondicionado, encendido a la máxima potencia, y sin embargo la cara del gordo estaba seca, y no se veía el menor asomo de transpiración en la camisa blanca y la chaqueta gris. A pesar de su incipiente calvicie, el pelo que le quedaba era muy negro y lo llevaba cortado a cepillo.
Harry se quedó fascinado por el aspecto del hombre, una mezcla de fealdad horrible y algo rayano en la belleza, de una corpulencia y una gracia extraordinarias e irreconciliables. De pronto se rompió el hechizo y Harry habló.
– Eh -dijo-, ya hemos cerrado.
El gordo se detuvo, y el zapato derecho quedó suspendido justo por encima del suelo. Harry vio un cacahuete intacto debajo de la suela.
El pie inició el descenso. La cáscara empezó a aplastarse bajo el peso.
Y Harry se encontró de pronto la cara del gordo a pocos centímetros de la suya, mirándolo a los ojos. Acto seguido, antes de que hubiese empezado siquiera a asimilar su presencia, el gordo estaba a su izquierda, luego a su derecha, murmurando sin cesar en un idioma que Harry no entendía; sus palabras eran una sarta ininteligible de sonidos sibilantes y alguna que otra consonante áspera, sin un significado exacto para él, pero con una insinuación clarísima.
Apártate de mi camino. Apártate de mi camino o lo lamentarás.
La cara del hombre se desdibujó, su cuerpo no dejaba de saltar de un lado al otro, y su voz resonaba insistentemente en la cabeza de Harry. Harry sintió náuseas. Quería que aquello acabase. ¿Por qué no intervenía nadie en su ayuda? ¿Dónde estaba Miguel?
Harry alargó el brazo en un intento de apoyarse en la barra.
Y de pronto el movimiento cesó.
Harry oyó crujir la cáscara del cacahuete. El gordo seguía donde estaba antes, a cinco o seis metros de la barra, y su acompañante detrás de él. Los dos miraban a Harry, y el gordo sonreía ligeramente, conociendo un secreto que sólo compartían él y Harry.
Apártate de mi camino.
En un rincón al fondo, Harry vio levantarse una mano: Octavio, que estaba a cargo de las putas, se embolsaba parte de sus ingresos a cambio de protección y a su vez entregaba un poco a Harry.
Aquello no era asunto de Harry. Éste asintió una vez y continuó limpiando la cerveza derramada de los surtidores. Consiguió acabar esa tarea y luego se retiró en silencio al pequeño lavabo detrás de la barra, donde se sentó un rato en la tapa del inodoro, las manos temblorosas, antes de vomitar violentamente en el lavabo. Al regresar a la cantina, el gordo y su compañero no estaban. Sólo lo esperaba Octavio. Por su aspecto, no parecía encontrarse mucho mejor que Harry.
– ¿Estás bien? -preguntó.
Harry tragó saliva. Todavía notaba el sabor a bilis en la boca.
– Mejor olvidarnos, ¿lo entiendes? -dijo Octavio.
– Sí, entendido.
Octavio señaló más allá de la barra, en dirección a la botella de coñac en el último estante. Harry cogió la botella y sirvió el licor en un vaso alto de whisky. Pensó que Octavio no necesitaría una copa para el coñac, no esa vez. El mexicano dejó un billete de veinte dólares en la barra.
– Tú también lo necesitas -dijo.
Harry se sirvió un vaso, la mano seguía pesándole.
– Hay una chica… -dijo Octavio-. No de aquí. Una mexicana negra. -Ya me acuerdo -respondió Harry-. Ha estado aquí esta noche. Es nueva. He supuesto que era una de las tuyas.
– No volverá -dijo Octavio.
Harry se llevó el vaso a los labios, pero descubrió que era incapaz de beber. El sabor a bilis le volvió a la boca. Vera, ése era el nombre de la chica, o el nombre que ella había dado cuando Harry le preguntó. Pocas de esas mujeres usaban su verdadero nombre en el trabajo. Había hablado con ella una o dos veces, de pasada. La había visto quizá tres veces en total, pero no más. Le había parecido bastante simpática para ser puta.
– Bien -dijo Harry.
– Bien -dijo Octavio.
Y así, sin más, la chica desapareció.
En el motel Spyhotel sólo había tres habitaciones ocupadas. En la primera, una joven pareja de camino a México discutía, todavía crispada después del largo e incómodo viaje por carretera. Pronto caerían en un embarazoso e irritante silencio, hasta que el chico diese el primer paso hacia la reconciliación, saliendo a la noche del desierto y regresando con refrescos de la máquina instalada junto a la oficina. Rozaría la espalda de la chica con una de las latas, y ella reaccionaría con un escalofrío. Él la besaría y se disculparía. Ella le devolvería el beso. Beberían, y pronto el calor y las discusiones parecerían olvidados.
En la habitación contigua, un hombre con chaleco, sentado en la cama, veía un programa concurso mexicano. Había pagado por la habitación en efectivo. Podría haberse quedado en Yuma, ya que tenía allí un asunto pendiente por la mañana, pero su cara era conocida y no le gustaba permanecer en la ciudad más tiempo del necesario. Prefería alojarse en un motel lejano y ver a las parejas abrazarse al ganar premios que no valían ni el dinero que llevaban en la cartera.
La última habitación de esa sección del motel la ocupaba otra viajera solitaria. Era joven, de poco más de veinte años, y huía. En el Harry's Best Rest la llamaban Vera, pero quienes la buscaban la conocían por Sereta. Ninguno de los dos era su auténtico nombre, pero a ella poco le importaba ya llamarse de una manera u otra. No tenía familia, al menos a alguien que se preocupase por ella. Al principio mandaba dinero a su madre, en Ciudad Juárez, complementando así el exiguo sueldo que ganaba ésta con su trabajo en una de las grandes maquiladoras de la Avenida Tecnológico. Sereta y su hermana mayor, Josefina, también habían trabajado allí, hasta aquel día de noviembre en que todo cambió para ellas.
Cuando telefoneaba a casa, Sereta contaba a Lilia, su madre, que trabajaba de camarera en Nueva York. Lilia no lo ponía en duda, si bien sabía que a su hija, antes de partir hacia el norte, la habían visto con frecuencia al salir de las comunidades cerradas de Campestre Juárez, donde vivían los americanos ricos y las únicas lugareñas admitidas en esos lugares eran criadas y putas. De pronto, en noviembre de 2001, el cuerpo de Josefina fue uno de los ocho hallados en un algodonal abandonado cerca del centro comercial de Sitio Colosio Valle. Los cadáveres presentaban brutales mutilaciones, y el volumen de las protestas de los pobres aumentó porque ésas no eran las primeras muchachas que morían allí, y corrían rumores de que los ricos aislados tras verjas habían añadido los asesinatos por placer a su lista de pasatiempos. Lilia dijo a Sereta que se marchara y no volviera nunca más. No le mencionó Campestre Juárez, ni a los hombres ricos en sus coches negros, pero lo sabía.