Un año después, también Lilia había muerto. Se la llevó un cáncer que, a juicio de su hija, era la manifestación física de la pena y el dolor, y ahora Sereta estaba sola. En Nueva York había encontrado un alma gemela en Alice, pero también esa amistad se había roto. Alice debería haberse quedado a su lado, pero la enfermedad había arraigado en ella con fuerza, y había decidido permanecer cerca de la gran ciudad. Sereta, en cambio, se había dirigido al sur. Conocía esos establecimientos del desierto y sabía cómo funcionaban. Quería que sus perseguidores pensaran que había pasado a México. En lugar de eso, se proponía bordear la frontera en dirección a la Costa Oeste, donde esperaba perderse de vista durante un tiempo hasta planear su siguiente paso. Sabía que lo que tenía era valioso. Al fin y al cabo, había oído morir a un hombre por ello.
También Sereta veía la televisión, pero sin volumen. Su resplandor la reconfortaba, pero no quería que el parloteo perturbase sus pensamientos. El problema era el dinero. El problema siempre había sido el dinero. Se había visto obligada a huir tan repentinamente que no había tenido tiempo de planear nada, ni de reunir los escasos fondos a su nombre. Pidió a una amiga que le llevase el coche y se marchó, poniendo toda la distancia que le fue posible entre la ciudad y ella.
Ya en otro tiempo había oído hablar del Best Rest. Era un establecimiento donde nadie hacía muchas preguntas y donde una chica podía ganar dinero deprisa y luego seguir su camino sin mayores obligaciones, siempre y cuando pagase su parte a quien correspondía. Negociando un buen precio, tomó una habitación en el Spyhole, y ya había reunido cerca de dos mil dólares en pocos días, gracias en gran medida a una propina especialmente generosa de un camionero cuyos gustos sexuales, sucios pero inocuos, había consentido la noche anterior. No tardaría en marcharse de allí. Quizá se quedaría sólo una noche más, pensaba mientras, sin saberlo ella, su existencia ya se hallaba ligada a las vidas de aquellos que se habían llevado a su hermana.
Pues, más al norte, el mexicano García quizás habría esbozado una sonrisa de familiaridad al oír el nombre de Josefina, recordando sus últimos momentos mientras él se ocupaba de los restos de otra muchacha…
Sólo había otra persona en el motel. Era un joven esbelto de ascendencia mexicana, que leía un libro sentado detrás del mostrador de recepción en la oficina. El libro se titulaba El camino del diablo y narraba la muerte de catorce mexicanos al tratar de cruzar la frontera ilegalmente a no muchos kilómetros de donde se hallaba el motel. El joven se indignaba con la lectura, y a la vez sentía alivio al pensar que sus padres habían conseguido labrarse una buena vida en este país y que él no estaba destinado a una muerte así.
Eran casi las tres de la madrugada, y se disponía a echar la llave y retirarse a la habitación de atrás para dormir un rato cuando vio acercarse a la oficina a dos hombres blancos. Como no había oído llegar el coche, supuso que habían aparcado a cierta distancia intencionadamente. Sin verle sentido a eso, se puso en guardia. Tenía una pistola detrás del mostrador, pero hasta entonces nadie le había dado motivos siquiera para enseñarla. Ahora que casi todo el mundo pagaba con tarjeta de crédito, los moteles proporcionaban escasas ganancias a los ladrones.
Uno de los hombres era alto y vestía de azul. Cuando entró en la oficina, se oyó el taconeo de sus botas camperas en las baldosas. Su acompañante era de una corpulencia aberrante. El recepcionista, que se llamaba Ruiz, no creía haber visto nunca a un hombre de aspecto tan poco saludable, y eso que a lo largo de su corta vida había visto a no pocos americanos obesos. A aquel gordo le caía la barriga entre los muslos de tal modo que, imaginó Ruiz, debía de verse obligado a levantársela cada vez que orinaba. Llevaba en la mano un sombrero de paja con una cinta blanca y vestía una ligera chaqueta sobre una camisa blanca y unos pantalones de color tostado. Calzaba unos zapatos marrones resplandecientes.
– ¿Qué tal? -saludó Ruiz.
– Bien -contestó el hombre delgado-. ¿Está lleno el motel?
– ¡Qué va! Cuando está lleno, encendemos el cartel de COMPLETO en la carretera para ahorrarle el viaje a la gente.
– ¿Eso puede hacerse desde aquí? -preguntó el hombre delgado, en apariencia con sincero interés.
– Claro -respondió Ruiz. Señaló una caja con hileras de interruptores en la pared. La función de cada uno constaba en un rótulo adhesivo escrito a mano-. Sólo tengo que darle a un interruptor.
– Asombroso -comentó el hombre delgado.
– Fascinante -convino su compañero, hablando por primera vez. A diferencia del otro hombre, no parecía interesado. Tenía la voz apagada, y de timbre algo más agudo de lo que cabía esperar en la voz de un hombre.
– ¿Quieren una habitación, pues? -preguntó Ruiz. Estaba cansado y quería inscribirlos en el registro y procesar sus tarjetas de crédito cuanto antes para poder irse a dormir. También quería, cayó en la cuenta, que salieran de la oficina. El gordo despedía un hedor peculiar. No había notado ningún olor en el de azul, pero la mole emanaba un tufo poco común. Olía a tierra, e involuntariamente Ruiz se representó gusanos blancuzcos a través de terrones húmedos y escarabajos negros escabulléndose para buscar refugio tras las piedras.
– Puede que necesitemos más de una -respondió el de azul.
– ¿Dos?
– ¿Cuántas habitaciones hay?
– Quince en total, pero tres ya están ocupadas.
– Por tres huéspedes.
– Cuatro.
Ruiz dejó de hablar. Allí ocurría algo raro. El de azul ya no escuchaba. Había cogido el libro de Ruiz y observaba la cubierta.
– Luis Urrea -leyó-. El camino del diablo. -Se volvió hacia su compañero y, enseñándole el libro, dijo-: Mira, quizá deberíamos comprarlo.
El gordo echó un vistazo a la portada.
– Yo ya conozco la ruta -comentó con ironía-. Si lo quieres, coge ese mismo y ahórrate el dinero.
Ruiz se disponía a decir algo cuando el gordo lo golpeó en la garganta y lo lanzó de espaldas contra la pared. Ruiz experimentó una sensación de dolor y opresión en el momento en que partes pequeñas y delicadas de su cuerpo quedaban aplastadas por efecto del golpe. Le costaba respirar. Intentó articular palabras, pero no le salieron. Tras chocar contra la pared, llegó un segundo impacto. Se deslizó lentamente hacia el suelo. Con la tráquea destrozada, su cara se oscureció a causa de la asfixia. Ruiz empezó a arañarse la boca y el cuello. Oyó una sucesión de chasquidos, como el tictac de un reloj que contara sus últimos segundos. Los dos hombres permanecieron ajenos a su sufrimiento. El gordo circundó el escritorio pasando con cuidado por encima de Ruiz. El moribundo volvió a percibir su olor cuando encendió el cartel de COMPLETO de la carretera. Entretanto, su compañero echó un vistazo a las fichas en el registro de huéspedes.
– Una pareja en la dos -informó al gordo-. Un hombre en la tres. Por el nombre, parece mexicano. Una mujer en la doce, registrada con el nombre de Vera Gooding.
El gordo no dio señal de haberlo oído. De pie junto a Ruiz, observaba los hilos de sangre y baba que le caían de las comisuras de los labios.