– Yo me ocupo de la pareja -dijo-. Tú ve a por el mexicano.
Se agachó al lado de Ruiz. Fue un movimiento de una agilidad sorprendente, como el de un cisne al hundir la cabeza. Alargó -el brazo derecho y le apartó el pelo de la frente al joven. El gordo tenía una marca en la cara interna del antebrazo. Parecía un tenedor de dos púas, grabado a fuego en su carne recientemente. El gordo giró la cabeza de Ruiz de izquierda a derecha.
– ¿Crees que deberíamos llevárselo a nuestro amigo mexicano? -preguntó el de azul-. Trabaja bien el hueso.
– Demasiado complicado -respondió el gordo con desdén.
Agarró a Ruiz por el pelo y le volvió la cabeza ligeramente; a continuación se inclinó sobre él. Abrió un poco la boca, y Ruiz vio una lengua rosada y unos dientes de puntas romas. A Ruiz se le salían los ojos de las órbitas y tenía la cara amoratada. Escupió un líquido rojo; en ese preciso momento, el gordo acercó los labios a los suyos, envolvió la boca de Ruiz por completo con la suya y, sujetando la cara y la barbilla de Ruiz con la mano, lo obligó a mantener separados los maxilares. El mexicano forcejeó, pero no podía ofrecer resistencia simultáneamente al gordo y al final que se acercaba. Una palabra cobró forma en su cabeza, y pensó: «Brightwell. ¿Qué es Brightwell?».
Ruiz soltó el hombro del gordo, se le aflojaron las piernas, y el gordo se apartó de él y se irguió.
– Tienes sangre en la camisa -dijo el de azul a Brightwell.
Parecía aburrido.
Danny Quinn observaba a su novia mientras ella se pintaba cuidadosamente las uñas de los pies con un pequeño pincel. El esmalte era una mezcla de morado y rojo. Con ese color, daba la impresión de que tuviese magullados los dedos de los pies, pero Danny decidió reservarse su opinión. Prefería recrearse un rato en el bienestar posterior al sexo, absorto en la concentración y la postura de ella. En momentos como ése, Danny sentía un profundo amor por Melanie. La había engañado, y probablemente volvería a engañarla, pese a que cada noche rezaba pidiendo la fortaleza necesaria para serle fiel. A veces se preguntaba qué pasaría si ella se enteraba de su otra vida. A Danny le gustaban las mujeres, pero distinguía entre el sexo y hacer el amor. Para él, el sexo no significaba gran cosa, salvo la satisfacción de un impulso. Era como rascarse cuando le picaba: si tenía rota la mano derecha y le picaba la espalda, utilizaba la izquierda. En circunstancias normales preferiría usar la mano derecha, pero un picor era un picor, ¿o no? Si Melanie no estaba a mano -y su trabajo con el banco lo obligaba a veces a pasar fuera un par de días-, Danny iba a buscar placer en otra parte. Por lo general, decía a las mujeres en cuestión que era soltero. Algunas ni siquiera se lo preguntaban. Una o dos se habían encaprichado un poco de él y eso le había acarreado ciertos problemas, pero los había resuelto. Danny incluso había recurrido a putas alguna que otra vez. Con éstas, el sexo era distinto; pero para él esa clase de sexo no era engañar a Melanie. No intervenía emoción alguna y, a juicio de Danny, sin emoción no traicionaba realmente sus sentimientos hacia Melanie. Era algo frío y clínico, y él siempre practicaba el sexo seguro, incluso con las que ofrecían algún extra.
En el fondo, Danny quería ser la persona que Melanie creía que era. Cada vez que se descarriaba, se decía que ésa era la última. En ocasiones aguantaba semanas, incluso meses, sin estar con otra mujer, pero al final se encontraba solo durante cierto tiempo, o en una ciudad desconocida, y el impulso de salir de caza volvía a apoderarse de él.
Pero quería a Melanie, y si hubiese podido retrasar el reloj de su vida y tomar sus decisiones otra vez -la primera puta, y la vergüenza que sintió después; la primera vez que engañó a alguien, y la posterior culpabilidad-, pensaba que viviría de una manera distinta y, en consecuencia, sería un hombre mejor y más feliz.
«Volveré a empezar», se mintió. Era como el alcoholismo, o como cualquier otra adicción. Había que ir poco a poco, y cuando dabas un traspié, recobrabas el equilibrio y empezabas a contar desde uno.
Alargó el brazo para acariciarle la espalda a Melanie y oyó llamar a la puerta.
Melanie Gardner temía que Danny la engañara. No sabía por qué, pues ninguna de sus amigas lo había visto nunca con otra mujer y jamás había encontrado indicios reveladores en su ropa o en sus bolsillos. Una vez, mientras Danny dormía, ella intentó leer sus mensajes de correo electrónico, pero él se cuidaba de borrarlos todos, tanto los de salida como los de entrada, excepto aquellos relacionados con el trabajo. En su agenda aparecían muchas mujeres, pero no reconoció ningún nombre. Además, a Danny se le consideraba uno de los mejores electricistas del pueblo, y por experiencia sabía que en la mayoría de los casos eran mujeres quienes lo llamaban por razones de trabajo, probablemente porque a sus maridos les daba vergüenza admitir que eran incapaces de reparar ellos mismos algo en la casa.
De pronto, sentada en la cama, mientras el calor de Danny se desvanecía gradualmente, sintió el impulso de encararse a él. Quería preguntarle si se veía con alguien, si había estado con otra mujer en el tiempo que llevaban juntos. Quería mirarlo a los ojos cuando contestara, convencida de que se daría cuenta si mentía. Lo quería. Lo quería tanto que no se atrevía a preguntar, pues si mentía, ella lo sabría y le partiría el corazón, y si le decía lo que ella temía que era la verdad, también se lo partiría. La tensión acumulada había estallado por fin en una discusión absurda sobre música un rato antes esa noche, y luego habían hecho el amor pese a que en realidad a Melanie no le apetecía. Eso le había permitido aplazar el enfrentamiento, del mismo modo que pintarse las uñas se le había antojado de pronto una cuestión de la máxima urgencia.
Melanie aplicó el esmalte con esmero en la última porción de uña del dedo meñique y, tras introducir el pincel en el frasco, se volvió hacia Danny. Lo vio tender la mano hacia ella.
Justo cuando por fin abría la boca para hablar, oyó que llamaban a la puerta.
Edgar Certaz pulsaba despreocupadamente los botones del mando a distancia pasando de un canal a otro. Había tantos que, cuando acabó de verlos todos, no recordaba ya si alguno ofrecía algo que mereciera su atención. Al final se conformó con una película del Oeste. Le pareció muy lenta. Tres hombres esperaban un tren. Llegaba el tren. Se apeaba un hombre con una armónica. Mataba a los tres hombres. Un italiano hacía el papel de irlandés, y un actor americano cuya cara le sonaba hacía de malo, cosa que desconcertó un tanto a Certaz, ya que sólo lo había visto en papeles de bueno. Por lo que vio, salían pocos mexicanos, y mejor así. Certaz estaba harto de ver campesinos vestidos de blanco con sombreros de ala ancha entre las manos pidiendo ayuda contra los bandidos a pistoleros de negro, como si todos los mexicanos fuesen víctimas o caníbales que se alimentaban de los suyos.
Certaz era intermediario. Como la mujer de la habitación contigua, también él tenía contactos en Juárez, y él y otros narcotraficantes habían sido responsables de muchas muertes en la ciudad. El suyo era un trabajo peligroso, pero bien pagado. Al día siguiente se reuniría con dos hombres y organizaría una entrega de cocaína por valor de dos millones de dólares, que a sus socios y a él les representaría una comisión del cuarenta por ciento. Si la entrega se realizaba sin percances, el siguiente envío sería considerablemente mayor, y su recompensa sería también mayor en igual proporción. Certaz organizaría la operación hasta el último detalle, pero en ningún momento tendría en su poder drogas ni dinero. Edgar Certaz había aprendido a protegerse del riesgo.
Los colombianos controlaban aún el proceso de elaboración de la cocaína, pero ahora eran los mexicanos los principales traficantes de esa droga en el mundo. Sin proponérselo, los colombianos habían introducido en el negocio a los traficantes mexicanos al pagarles con cocaína en lugar de dinero. A veces, hasta la mitad de cada cargamento llegado a Estados Unidos acababa en manos mexicanas. Certaz fue una de las primeras muías y ascendió rápidamente a una posición destacada en el cártel de Juárez bajo el control de Amado Carrillo Fuentes, apodado «el Señor de los Cielos» por ser el primero en emplear aviones jumbo para el transporte de grandes cargamentos de droga entre territorios.