– Ve -dijo el de azul.
Brightwell echó a correr. Al correr, balanceándose sobre sus piernas cortas, no mostraba la misma agilidad que al caminar; aun así, era rápido. Oyó arrancar un coche y revolucionarse el motor. Segundos después, un Buick amarillo dobló la esquina del motel a toda velocidad. Una mujer joven iba al volante. Brightwell apuntó a la derecha de la cabeza de la conductora y disparó. Alcanzó el parabrisas, pero el coche siguió adelante obligándolo a lanzarse a un lado para no ser arrollado. Los disparos posteriores reventaron las ruedas e hicieron añicos la luna trasera. Complacido, observó cómo el Buick iba a estrellarse contra la furgoneta del difunto Edgar Certaz y paraba en seco.
Brightwell se puso en pie y se acercó al coche destrozado. Dentro, la joven estaba aturdida en el asiento del conductor. Tenía sangre en la cara, pero por lo demás parecía ilesa.
«Bien», pensó Brightwell.
Abrió la puerta y la sacó de un tirón.
– No -susurró Sereta-, por favor.
– ¿Dónde está, Sereta?
– No sé a qué…
Brightwell le asestó un puñetazo y le fracturó la nariz.
– He preguntado dónde está.
Sereta cayó de rodillas y se llevó las manos a la cara. Él apenas la entendió cuando le dijo que la tenía en el bolso.
El gordo cogió el bolso del interior del coche. Empezó a vaciar el contenido en el suelo hasta que encontró la pequeña caja de plata. Con cuidado, la abrió y examinó el amarillento trozo de vitela que contenía. Lo miró y, aparentemente satisfecho, volvió a guardarlo en la caja.
– ¿Por qué te la llevaste? -preguntó con sincera curiosidad.
Sereta lloraba. Contestó algo, pero sus palabras quedaron ahogadas por las lágrimas y las manos ahuecadas en torno a la nariz rota. Brightwell se inclinó.
– No te oigo -dijo.
– Era bonita -respondió Sereta-, y yo no tenía nada bonito.
Brightwell le acarició el pelo casi con ternura. El de azul se acercaba. Aunque un poco tambaleante, se mantenía en pie. Sereta se arrastró hacia el coche, intentando restañar la hemorragia nasal. Miró al de azul, que parecía resplandecer. Por un momento vio un cuerpo negro y consumido, alas maltrechas colgando de unos nódulos en la espalda y largos dedos con garras que se hincaban débilmente en el aire. Los ojos de la figura, amarillos, brillaban en una cara casi sin rasgos, salvo por una boca llena de dientes pequeños y afilados. Al cabo de un instante, la silueta que tenía ante los ojos volvía a ser un hombre que agonizaba de pie.
– Jesús, ayúdame -suplicó ella-. Jesús de mi vida, Santo Dios, ayúdame.
Brightwell le encajó un puntapié a un lado de la cabeza y ella cayó. Él arrastró su cuerpo inerte hasta el maletero del coche, lo abrió y la metió dentro antes de dirigirse a su Mercedes y regresar con dos bidones de gasolina.
El de azul se apoyó en el Buick mientras se acercaba su compañero. Posó la mirada por un momento en la gasolina y luego la desvió.
– ¿No la quieres? -preguntó.
– Me dejaría el sabor de sus palabras en la boca -respondió Brightwell-. Pero es extraño.
– ¿Qué es extraño? -preguntó el de azul.
– Que crea en Dios y no en nosotros.
– Tal vez sea más fácil creer en Dios -dijo el de azul-. Dios promete tanto…
– … pero da tan poco -concluyó Brightwell-. Nosotros hacemos menos promesas, pero las cumplimos todas.
Si Sereta hubiese podido verlo, el de azul habría resplandecido otra vez ante sus ojos. Su compañero no lo notó. Vio al de azul como siempre lo veía.
– Estoy desvaneciéndome -dijo el de azul.
– Lo sé. Hemos sido descuidados. Yo he sido descuidado.
– No importa. Quizá vague durante un tiempo.
– Quizá -coincidió Brightwell-. A su debido tiempo volveremos a encontrarte.
Vertió gasolina sobre su compañero, empapándole la ropa, el pelo, la piel, y luego echó el resto en el interior del Buick. Tiró los bidones vacíos al asiento trasero y luego se detuvo ante el de azul.
– Adiós -dijo.
– Adiós -respondió el de azul.
La gasolina casi lo había cegado, pero encontró a tientas la puerta abierta del Buick y se sentó al volante. Brightwell lo miró por un momento y después sacó un Zippo del bolsillo y contempló la llama mientras cobraba vida. Lanzó el encendedor al coche y se alejó. No volvió la vista atrás, ni siquiera al estallar el depósito e iluminarse la oscuridad a sus espaldas con un nuevo fuego cuando el de azul abandonó este mundo y se transformó.
5
Cada uno de nosotros vive dos vidas: nuestra vida real y nuestra vida secreta. En nuestra vida real somos lo que aparentamos. Queremos a nuestro marido o a nuestra mujer. Cuidamos de nuestros hijos. Cada mañana cogemos una bolsa o un maletín y hacemos lo que debemos para engrasar las ruedas de nuestra existencia. Vendemos bonos, limpiamos habitaciones de hotel, servimos cerveza a la clase de hombres con quienes, si tuviésemos elección, ni siquiera compartiríamos el aire que respiramos. Comemos en un restaurante, o en el banco de un parque donde la gente pasea el perro y los niños juegan a la luz del sol. Nos asalta el sentimental impulso de sonreír al ver el júbilo que los animales obtienen del sencillo placer de un paseo por la hierba verde, o a los niños que chapotean en los charcos y corren entre los aspersores; aun así, volvemos a nuestros escritorios o a nuestras fregonas o a nuestras barras menos felices que antes, incapaces de sacudirnos la escalofriante sensación de que nos perdemos algo, de que en la vida tiene que haber algo más.
Nuestra vida real -lastrada por esos dos pesos idénticos (y helos aquí otra vez), nuestros abrumados amigos el deber y la responsabilidad, de contornos consideradamente curvos para acomodarse mejor a nuestros hombros- nos permite pequeñas satisfacciones, por las que sentimos una gratitud desproporcionada. Venga, vamos a dar un paseo por el campo, a sentir la tierra esponjosa y cálida bajo los pies, pero no olvides el tictac del reloj que te reclama para que vuelvas al tráfago de la ciudad. Mira, tu marido te ha preparado la cena y encendido la vela que te regaló tu madre para Navidad, la que ahora hace que el salón huela a ponche y especias a pesar de que ya estamos a mediados de julio. Fíjate, tu mujer ha vuelto a leer el Cosmopolitan, y por una vez, en un intento de añadir un poco de salsa a vuestra vida sexual en declive, no se ha comprado la ropa interior en JCPenney, y ha aprendido un truco nuevo en las páginas de la revista. Ha tenido que leerlo dos veces sólo para entender parte de la terminología, y ha tenido que recurrir a viejos recuerdos para evocar una imagen del triste órgano semitumescente al que ahora pretende servir de esta manera, pues tanto es el tiempo transcurrido desde que tales cosas ocurrían entre ella y tú sin el amparo de las mantas y las luces en penumbra para que así sea más fácil fantasear con J. Lo o Brad, o tal vez con la camarera que te atiende en la sandwichería o el hijo de Liza, la vecina, que acaba de volver de la universidad y ha dejado de ser un empollón con aparatos ortodónticos como raíles para convertirse en un auténtico Adonis de dientes blancos y regulares y piernas bronceadas y musculosas.
Y en la oscuridad la vida real y la vida secreta se superponen, los márgenes de la una se desdibujan y la otra irrumpe impetuosa con un gemido y la lengua movediza del deseo.
Ya que en nuestra vida secreta somos realmente nosotros mismos. Miramos a la mujer guapa del departamento de márketing, la recién llegada, la del vestido que se abre cuando cruza las piernas, y deja a la vista una porción impoluta de piel clara en el muslo, y en nuestra vida secreta no vemos las venas a punto de reventar bajo su piel, ni el lunar parecido a un moretón antiguo que empaña la belleza de su blancura. No tiene tacha, a diferencia de la que hemos dejado atrás esa mañana, olvidado ya su nuevo truco de alcoba, pues con toda seguridad quedará arrinconado, al igual que la vela de Navidad, y durante largos meses ni los trucos ni la luz tendrán utilidad alguna. En lugar de eso, tomamos de la mano la nueva fantasía, no enturbiada por la realidad, y nos la llevamos, y ella nos ve como de verdad somos al permitirnos entrar en ella y, por un instante, vivimos y morimos dentro de ella, ya que ella no necesita una revista para enseñarnos sus conocimientos arcanos.