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En nuestra vida secreta, somos valientes y fuertes, y no conocemos la soledad, ya que otros u otras ocupan el lugar de nuestra pareja, en otro tiempo amada (y deseada). En nuestra vida secreta, tomamos el otro camino, el que se nos ofreció una vez pero rehuimos. Vivimos la existencia que deberíamos haber seguido, la que nos negaron maridos y esposas, las exigencias de los hijos, las imposiciones de los pequeños tiranos de la oficina. Nos convertimos en todo lo que deberíamos haber sido.

En nuestra vida secreta soñamos con devolver el golpe. Apuntamos con una pistola y apretamos el gatillo, y no nos cuesta nada. No nos arrepentimos de la herida causada, ni lamentamos ver desplomarse el otro cuerpo, desmadejándose ya mientras exhala el espíritu. (Y tal vez haya otro que aguarda ese momento, aquel que nos tentó, aquel que nos prometió que es así como debían ser las cosas, que éste era nuestro destino, y ese otro sólo nos pide este insignificante capricho: que le permitamos posar los labios en los del moribundo, en los de la mujer que se desvanece, y saborear la dulzura de lo que escapa de ellos para que aletee brevemente en su boca como una mariposa antes de que él lo engulla y lo atrape en lo más hondo de sí mismo. Tan sólo eso nos pide, ¿y quiénes somos nosotros para negárselo?)

En nuestra vida secreta, nuestros puños golpean como mazos, y la cara desdibujada por la sangre es la cara de todos aquellos que nos han contrariado, todos los individuos que nos han impedido ser lo que podríamos haber sido. Y él, ese otro, permanece a nuestro lado mientras castigamos la carne y disculpamos su fealdad a cambio del gran don que nos ha concedido, la libertad que nos ha ofrecido. Es tan convincente este hombre maldito de papada dilatada, vientre enorme y caído, piernas demasiado cortas y brazos demasiado largos, facciones suaves casi difuminadas bajo la piel pálida y arrugada, tan convincente que mirarlo de lejos es como contemplar una luna llena y clara cuando se es niño y creer que casi se ve el rostro del hombre que mora dentro.

Es Brightwell, y con palabras almibaradas nos ha dado a conocer la historia de nuestro pasado, de sus andanzas durante largo tiempo en busca de quienes se perdieron. Al principio no lo creíamos, pero es persuasivo, no cabe duda. Las palabras se disuelven dentro de nosotros, su esencia se difunde por nuestro organismo, sus elementos constituyentes pasan a su vez a formar parte de nosotros. Empezamos a recordar. Ahondamos en esos ojos verdes, y al final se nos revela la verdad.

En nuestra vida secreta, fuimos ángeles. Adoramos y fuimos adorados. Y cuando caímos, el último gran castigo fue marcarnos para siempre con todo lo que habíamos perdido, y atormentarnos con el recuerdo de todo lo que una vez fue nuestro. Ya que no somos como los demás. Todo nos ha sido revelado, y en esa revelación reside la libertad.

Ahora vivimos nuestra vida secreta.

Al despertar, descubrí que me hallaba solo en la cama. La cuna de Sam estaba vacía y en silencio, y noté el colchón frío al tacto, como si ningún niño hubiese dormido jamás allí. Me acerqué a la puerta y oí ruidos abajo, en la cocina. Me puse un pantalón de chándal y bajé.

Dentro de la cocina se deslizaban sombras, visibles a través de la puerta entornada, y oí abrirse y cerrarse armarios. Habló una mujer. Rachel, pensé: «Ha bajado a Sam para darle de comer, y habla con ella como siempre habla con ella, compartiendo con la pequeña sus pensamientos y esperanzas mientras hace lo que tiene que hacer». Vi cómo mi mano se movía y empujaba la puerta, y la cocina apareció ante mí.

Había una niña sentada a un extremo de la mesa. Tenía la cabeza un poco gacha, y su pelo largo y rubio rozaba la madera y el plato vacío que tenía delante, la cenefa azul ahora mellada. Permanecía inmóvil. Algo goteaba de su cara y caía en el plato, formando en él una mancha roja en expansión.

¿A quién buscas?

La voz no salió de la niña. Parecía llegarme de un lugar lejano y tenebroso, y también de cerca, un frío susurro junto a mi oído.

Han vuelto. Quiero que se vayan. Quiero que me dejen en paz.

Contesta.

A vosotras no. Os quise, y siempre os querré, pero ya os habéis ido.

No. Estamos aquí. Dondequiera que tú estés, ahí estaremos nosotras.

Por favor, necesito dejaros atrás de una vez. Todo se viene abajo. Estáis destrozándome la vida.

Ella no se quedará. Te dejará.

La quiero. La quiero como antes os quise a vosotras.

¡No! No digas eso. No tardará en irse, y cuando te deje, nosotras seguiremos aquí. Nos quedaremos contigo y yaceremos junto a ti en la oscuridad.

En la pared, a mi derecha, apareció una grieta, y en el suelo se abrió una fisura. La ventana se hizo añicos y los fragmentos de cristal estallaron hacia dentro, reflejándose en cada esquirla los árboles, las estrellas y la luna, como si el mundo entero se desintegrase en torno a mí.

Oí a mi hija arriba, eché a correr y subí de dos en dos los peldaños de la escalera. Abrí la puerta del dormitorio y Rachel estaba al lado de la cuna con Sam en brazos.

– ¿Dónde estaba? -pregunté-. Me he despertado y no te he visto.

Me miró. Se la notaba cansada y tenía manchado el camisón.

– Había que cambiarla. La he llevado al cuarto de baño para no despertarte.

Rachel dejó a Sam en la cuna. Tras asegurarse de que nuestra hija estaba tranquila y a gusto, se preparó para volver a la cama. De pie junto a Sam, me agaché y la besé en la frente con delicadeza.

Una gota de sangre cayó en su cara. Se la limpié con el pulgar y me acerqué al espejo del rincón. Tenía un pequeño corte debajo del ojo izquierdo. Al tocármelo, sentí una punzada de dolor. Abrí la herida con los dedos y me la exploré hasta localizar y extraer un diminuto fragmento de cristal. Una única lágrima de sangre resbaló por mi mejilla.

– ¿Estás bien? -preguntó Rachel.

– Me he cortado.

– ¿Mucho?

Al pasarme el brazo por la cara, me la embadurné de sangre.

– No -mentí-. No es nada.

Salí hacia Nueva York a la mañana siguiente temprano. Rachel estaba sentada a la mesa de la cocina, en la misma silla que la noche anterior ocupaba una niña con un plato delante sobre el que lentamente se formaba un charco de sangre. Sam se había despertado hacía dos horas, y en ese momento berreaba sin parar. Por lo general, despierta y con el estómago lleno, se conformaba con ver pasar la vida plácidamente. Sentía especial fascinación por Walter y se le iluminaba la cara cada vez que éste aparecía. El perro, a su vez, siempre andaba cerca de la niña. Yo sabía que, a veces, la llegada de un recién nacido a una casa desconcertaba a los perros, confusos por los efectos de ese cambio en la jerarquía. Como consecuencia, algunos adoptaban una actitud resueltamente hostil, pero ése no fue el caso de Walter. Si bien era un perro joven, parecía reconocer cierto deber de protección hacia el pequeño ser que había entrado en su territorio. Incluso el día anterior, durante el revuelo que siguió al bautizo, le había costado separarse de Sam. Sólo cuando se aseguró de que la madre de Rachel se hallaba en las inmediaciones pareció relajarse, y entonces pasó a rondar a Ángel y Louis.