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El problema de G-Mack era que no tenía madera para meterse en el juego a lo grande. G-Mack no quería volver a la cárcel. Había cumplido seis meses de condena en Otisville por agresión a los diecinueve recién cumplidos, y aún se despertaba por las noches gritando a causa del recuerdo. G-Mack era un negro bien parecido, y los primeros días se lo habían pasado en grande con él, hasta que se unió a la Nación de Islam, que incluía entre sus filas a algún que otro cabrón de buen tamaño y no veía con buenos ojos a quienes andaban acogotando a sus potenciales conversos. G-Mack se pasó el resto de los seis meses que le quedaban en prisión agarrado a la Nación como a una tabla después de un naufragio, pero al salir se apartó de esa mierda como si fuese mercancía estropeada. Fueron a buscarlo, para hacerle preguntas y agobiarlo, pero G-Mack había terminado con ellos. Recibió amenazas, claro, pero fuera de la cárcel era más valiente, y al final la Nación lo dejó ir al considerarlo un mal negocio. Aún ponía por todo lo alto a la Nación si surgía la necesidad y se encontraba en compañía de gente que no conocía la historia, pero en esencia sólo le atraía el hecho de que el ministro Farrakhan no toleraba gilipolleces a los blancos, y que éstos se cagaban de miedo ante la presencia de sus seguidores, con sus trajes impecables y sus gafas de sol.

Pero si G-Mack quería reunir dinero para financiar la forma de vida que tanto anhelaba, debía apuntar más alto, y no le gustaba la idea de guardar material en gran cantidad. Si lo cogían en posesión de drogas, habría incurrido en un delito de la máxima gravedad, y eso implicaba entre quince años y cadena perpetua. Aun con suerte, y si el fiscal no tenía conflictos domésticos ni problemas de próstata y le permitía presentar el caso como delito de segundo grado, se pasaría entre rejas hasta los treinta años como mínimo, y a la mierda quienquiera que dijese que a esa edad todavía se es joven, porque él había envejecido más en seis meses de lo que deseaba creer, y no se veía con fuerzas para sobrevivir entre cinco y diez años allí dentro, por mucho que la prisión fuese de clase B, clase C, o de la puta clase Z.

Se reafirmó por fin en la convicción de que la vida del camello no estaba hecha para él cuando un par de estupas, cabrones a más no poder, se plantaron ante su puerta con una orden de registro. Por lo visto habían pillado a alguien que le tenía aún más miedo a la cárcel que G-Mack, y el nombre de éste había salido en el transcurso de la conversación. Sin embargo, los polis no encontraron nada. G-Mack siempre se escabullía por el mismo atajo en la calle, a través de las ruinas calcinadas de otro edificio de tres plantas justo detrás del suyo, que a su vez daba a un solar. Allí había una vieja chimenea, y G-Mack ocultaba su alijo dentro, detrás de un ladrillo suelto. Los polis se lo llevaron a la comisaría, pero se quedaron con dos palmos de narices. G-Mack sabía que no tenían nada de que acusarlo, así que guardó silencio y esperó a que lo dejaran marchar. Tardó tres días en hacer acopio de valor para volver a su alijo, y se lo quitó de encima cinco minutos después por la mitad de su valor en la calle. Desde entonces se había mantenido alejado de las drogas, que sustituyó por otra posible fuente de ingresos, pues si G-Mack no sabía un carajo de trapicheo, sí entendía de titis. Había conocido a no pocas y nunca había pagado por ellas, al menos no a las claras y en dinero contante y sonante, pero sabía que muchos hombres sí pagaban. De hecho, hasta conocía ya a un par de zorras que se vendían, pero no tenían a nadie que cuidara de ellas, y esa clase de mujeres se hallaban en una situación vulnerable. Necesitaban a un hombre que velara por ellas, y G-Mack no tardó en convencerlas de que él era el hombre indicado. Sólo tenía que sacudirle a alguna de vez en cuando, y ni siquiera demasiado fuerte, y todas entraban en vereda. Al cabo de un tiempo murió Free Billy, un chulo viejo, y algunas de sus mujeres acudieron a G-Mack y ampliaron aún más su cuadra.

Volviendo la vista atrás, no recordaba por qué había admitido entre sus putas a Alice, la yonqui. La mayoría de las otras chicas de Free Billy sólo consumían hierba, o acaso un poco de coca si un tío les ofrecía, o tenían la suerte de cara y conseguían esconderle algo a G-Mack, aunque él las registraba a fondo con regularidad para reducir al mínimo esa clase de hurtos. Las yonquis eran imprevisibles, y sólo por su aspecto podía ahuyentar a los puteros. Pero Alice tenía algo especial, eso no podía negarse. Estaba justo en el límite. Consumida parte de la grasa por la droga, le había quedado un cuerpo casi perfecto y una cara como la de esas zorras etíopes, las que tanto gustaban a las agencias de modelos porque sus facciones, con la nariz recta y la tez de color café, no parecían tan africanas. Además, era amiga de Sereta, la mexicana con una gota de sangre negra, y ésa era una mujer de muy buen ver. Sereta y Alice habían sido chicas de Free Billy, y le dejaron claro que eran inseparables, así que G-Mack tuvo que aceptar el apaño.

Al menos Alice, o LaShan, como se hacía llamar en la calle, era lista y se daba cuenta de que a los tíos no les gustaban las marcas de las agujas. Estaba bien provista de cápsulas de vitamina E líquida y se aplicaba el contenido en el brazo después de cada chute para esconder la señal. G-Mack suponía que se inyectaba también en otras partes del cuerpo, partes secretas, pero eso era asunto suyo. A G-Mack sólo le preocupaba que las marcas no se vieran, y que ella se mantuviera serena mientras hacía la calle. Eso era lo bueno de las heroinómanas: el subidón les duraba quince o veinte minutos después de chutarse, pero al cabo de media hora estaban listas para ponerse en marcha otra vez. Y entonces casi parecían personas normales, hasta que empezaba a pasarse el efecto de la droga y volvían a ponerse fatal, con picores y ataques de ansiedad. En general, daba la impresión de que Alice tenía el hábito bajo relativo control, pero G-Mack, desde el momento mismo en que la reclutó, pensó que a esa yonqui no le quedaban más de dos meses. Se lo veía en los ojos, en la manera en que el ansia la corroía cada vez más profundamente, en cómo se le encanecía el pelo poco a poco; pero con su físico aún podía sacarle un buen dinero durante un tiempo.

Y así fue durante un par de semanas, pero de pronto ella empezó a sisarle, y su cuerpo, al agravarse la adicción, empezó a marchitarse más deprisa de lo que G-Mack preveía. A veces la gente se olvidaba de que en Nueva York la mandanga era más fuerte que en cualquier otro sitio: incluso la heroína era pura en un diez por ciento, a diferencia de lugares como Chicago, donde lo era entre el tres y el cinco por ciento; y G-Mack había oído hablar de al menos un yonqui que llegó a la ciudad de algún rincón perdido, pilló material al cabo de una hora, y la palmó de sobredosis una hora después. Alice tenía aún una buena estructura ósea, pero a esas alturas, sin un buen cojín de carne encima, se le marcaba ya demasiado, y la piel, a medida que la droga le pasaba factura, se le veía cada vez más cetrina. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por su dosis, así que él la mandaba con los peores clientes, y ella se iba con ellos tan contenta, en la mayoría de los casos sin preguntar siquiera si se ponían la goma antes de una mamada. Se quedó sin vitamina E, ya que le costaba un dinero que necesitaba para la droga, así que empezó a inyectarse entre los dedos de las manos y los pies. G-Mack comprendió que pronto tendría que librarse de Alice, y ella acabaría viviendo en la calle, sin dientes y matándose por cualquier sobra junto al mercado de Hunts Point.

Y un día apareció el viejo en su coche, con un chófer fondón que, reduciendo la marcha, llamaba a las mujeres. Había visto a Sereta, y ella le había ofrecido también a Alice, y luego las dos putas se habían subido al asiento de atrás con el viejo carcamal y se habían marchado, no antes de que G-Mack apuntara la matrícula. No tenía sentido correr riesgos. Además, él había hablado con el chófer, sólo para dejar claro el precio y evitar así que las putas lo engañaran. El chófer las devolvió tres horas más tarde, y G-Mack se embolsó su dinero. Registró los bolsos de las chicas y encontró otros cien en cada uno. Les permitió quedarse cincuenta y les dijo que él se ocuparía del resto. Por lo visto, al viejo le gustó el servicio prestado, porque al cabo de una semana regresó: las mismas chicas, el mismo arreglo. A Sereta y Alice les encantaba, porque las sacaba de la calle y el viejo las trataba bien. Las invitaba a copas y a bombones en su casa de Queens, las dejaba jugar en su enorme bañera, les daba una pequeña propina (que G-Mack muy de vez en cuando pasaba por alto; al fin y al cabo, no era un monstruo…).