Todo iba como la seda hasta que desaparecieron las chicas. No volvieron de casa del viejo cuando estaba previsto. G-Mack no se preocupó por ellas hasta que llegó a su casa y, pasadas unas dos horas, recibió una llamada de Sereta. Lloraba, y a G-Mack no le fue fácil calmarla lo suficiente para entender qué había ocurrido, pero gradualmente ella consiguió explicarle que unos hombres habían ido a la casa y empezado a discutir con el viejo. Las chicas estaban en el baño del piso de arriba, arreglándose el pelo y el maquillaje antes de volver al Point. Los recién llegados empezaron a vociferar y pedirle al viejo una caja de plata. Dijeron que no pensaban marcharse sin ella, y entonces entró Luke, el chófer del viejo, y se oyeron más gritos, seguidos de lo que pareció el reventón de una bolsa, sólo que Alice y Sereta llevaban ya tiempo de sobra en la calle para distinguir un disparo cuando lo oían.
Después de eso, los hombres se cebaron en el viejo para obligarlo a hablar y, cuando estaban en plena faena, murió. Empezaron a revolver la casa, primero el piso de abajo. Las mujeres oyeron abrirse cajones, romperse objetos de cerámica y cristal. Los hombres no tardarían en subir y entonces estarían perdidas. Pero de pronto oyeron detenerse un coche fuera. Sereta se arriesgó a echar un vistazo por la ventana y vio los destellos de unas luces de emergencia.
– Un servicio de seguridad -susurró a Alice-. Debe de haberse disparado alguna alarma.
Era un hombre, e iba solo. Iluminó con una linterna la fachada de la casa y luego llamó al timbre. Regresó a su vehículo y habló por la radio. En la casa sonó un teléfono. Era el único sonido dentro. Tras unos segundos, Alice y Sereta oyeron salir a los hombres por la puerta de atrás, la de la cocina. Cuando tuvieron la seguridad de que no había peligro, las mujeres los siguieron, pero no sin limpiar antes sus huellas en el baño y el dormitorio, así como rescatar de la basura los pañuelos de papel y los condones usados.
Estaban asustadas. Temían que alguien fuera a por ellas, pero G-Mack intentó serenarlas. Ninguna de las dos había sido fichada por la policía, así que aunque encontraran huellas, no habría manera de relacionarlas con lo ocurrido a menos que se metiesen en un lío con la ley. Sólo tenían que mantener la calma. Les dijo que volvieran con él, pero Sereta se negó. G-Mack empezó a gritarle y la zorra le colgó. Ya no volvió a saber más de ella, pero supuso que, si tanto miedo tenía, se habría marchado al sur, de regreso con los suyos. En cualquier caso, ésa era siempre su amenaza: en cuanto ahorrase dinero suficiente se iría. Pero G-Mack imaginaba que era sólo una pose vana, los castillos en el aire en que se refugiaban la mayoría de las putas en un momento u otro.
La muerte del viejo -llamado Winston- y el chófer fue noticia de primera plana. Aunque no tenía una gran fortuna, nada comparable con Trump o alguno de ésos, sí era un coleccionista y anticuario bastante conocido. Inicialmente la policía pensó que el móvil había sido el robo y que las cosas se habían complicado, hasta que encontraron cosméticos en el cuarto de baño, abandonados por las mujeres al huir aterrorizadas, y entonces anunciaron que buscaban a una mujer, quizá dos, para ayudarlos en sus pesquisas. La poli fue a rastrear el Point, tras averiguar que al viejo Winston le gustaba dar una vuelta por sus calles en busca de mujeres. En cuanto localizaron a G-Mack, le preguntaron qué sabía, pero él contestó que no sabía nada. Guando la poli dijo que alguien lo había visto hablar con el chófer de Winston y que tal vez eran sus mujeres quienes estaban con él esa noche, G-Mack respondió que hablaba con muchas personas, y a veces con sus chóferes, pero eso no significaba que tuviera tratos con ellas. Ni siquiera se molestó en negar que era un macarra. Mejor darles un poco de verdad para ocultar el sabor de la mentira. Ya había advertido a las otras putas que callaran lo que sabían, y ellas obedecieron, porque le tenían miedo a él y porque les preocupaban sus amigas, ya que G-Mack les había dejado claro que Alice y Sereta estarían a salvo siempre y cuando los asesinos no supiesen nada de ellas.
Pero aquello no fue un robo frustrado, y los autores dieron con G-Mack del mismo modo que la policía antes que ellos, sólo que no estaban dispuestos a dejarse engañar por una inocencia fingida. A G-Mack no le gustaba ni acordarse de ellos: el hombre del cuello hinchado y su olor a tierra recién removida, y su amigo callado y aburrido del traje azul. No le gustaba recordar cómo lo habían empujado contra la pared, cómo el gordo le había metido los dedos en la boca y agarrado la lengua cuando pronunció la primera mentira. G-Mack casi había vomitado por el sabor de sus dedos, pero lo peor todavía estaba por venir: las voces que G-Mack oyó en su cabeza, la náusea que las acompañó, la sensación de que cuanto más tiempo permitiera que ese hombre lo tocara, más lo corrompería y lo contaminaría, hasta que sus entrañas empezaran a pudrirse a causa del contacto. Admitió que eran sus chicas, pero no había vuelto a saber de ellas desde esa noche. Se habían ido, dijo, pero no habían visto nada. Habían estado arriba todo el tiempo. No sabían nada que pudiera ser de utilidad a la policía.
Y entonces salió todo, y G-Mack maldijo la hora en que había accedido a aceptar en su cuadra a Sereta y la zorra de su amiga yonqui. El gordo le dijo que a él lo que le preocupaba no era lo que sabían.
Era lo que se habían llevado.
Winston le había enseñado la caja a Sereta la segunda noche, contento y saciado tras horas de moderado placer, mientras Alice se lavaba. Le complacía mostrar su colección a la encantadora chica morena, más lista y despierta que su amiga, y explicar el origen de algunos de los objetos y señalarle pequeños detalles. Sereta suponía que, aparte del sexo, sólo quería a alguien con quien hablar. No le importaba. Era un viejo amable, generoso e inocuo. Quizá no fuera muy inteligente por su parte confiar los secretos de sus tesoros a un par de mujeres a las que apenas conocía, pero al menos Sereta sí era de fiar, y ya se encargaba ella de vigilar a Alice por si su amiga sentía la tentación de llevarse algo con la esperanza de venderlo después.
La caja que él tenía en la mano era menos interesante para ella que algunas de las demás piezas en poder del anciano: las joyas, los cuadros, las estatuillas de marfil. Era una caja de plata sin brillo, de aspecto muy corriente. Winston le contó que era antiquísima, y muy valiosa para quienes comprendían lo que representaba. La abrió con cuidado. Dentro, Sereta vio algo plegado que parecía papel.