Jackie se ofendió. Aunque podría haber pasado por el hermano mayor en mala forma de Tim Sylvia, era un tipo de lo más sensible.
– ¿Cuántos hay en la casa? -pregunté, pero su atención ya había tomado otro rumbo.
– Eh, vamos vestidos igual -observó.
– ¿Cómo?
– Vamos vestidos igual. Fíjate: llevas el gorro, la misma cazadora, los vaqueros. Sin contar que tú te has puesto guantes, y yo esta camiseta, podríamos pasar por gemelos.
Jackie Garner era buena gente, pero para mí que estaba un poco chiflado. Alguien me contó en una ocasión que un obús estalló accidentalmente cerca de él cuando servía en el ejército estadounidense en Berlín poco antes de la caída del Muro. Permaneció una semana sin conocimiento y, al despertar, pasó seis meses sin recordar nada de lo ocurrido a partir de 1983. Si bien se había recuperado casi por completo, aún tenía lagunas de memoria, y de vez en cuando, para desconcierto de los dependientes de la tienda de discos Bull Moose Music, pedía cedés «nuevos» que en realidad habían salido quince años atrás. El ejército lo licenció con una pensión, y desde entonces se había convertido en escudo humano. Entendía de armas y de vigilancia, y era fuerte. Yo lo había visto tumbar a tres tíos en una reyerta de bar, pero sin duda aquel obús dejó alguna pieza suelta en la cabeza de Jackie Garner. A veces era casi pueril.
Como en ese momento.
– Jackie, no estamos en un baile. ¡Qué más da si vamos vestidos igual!
Se encogió de hombros y desvió la mirada. Me di cuenta de que también se había tomado a mal este último comentario.
– Me ha parecido curioso, nada más -dijo con fingida indiferencia.
– Ya, la próxima vez te llamaré antes para que me ayudes a seleccionar el vestuario. Vamos, Jackie, hace un frío que pela. Acabemos con este asunto.
– Te toca a ti -dijo, y así era.
Por lo común, yo no aceptaba buscar a fugitivos en libertad bajo fianza. Los más listos tendían a salir del estado, con destino a Canadá o lugares del sur. Como la mayoría de los detectives, tenía contactos en los bancos y las compañías de teléfonos, pero, aun así, no me atraía mucho la idea de recorrer medio país tras los pasos de un delincuente a cambio del cinco por ciento de su fianza, para que en el momento menos pensado se delatase accediendo a un cajero automático o usando la tarjeta de crédito para registrarse en un motel.
Éste era un caso distinto. Se llamaba David Torrans y había tratado de robarme el coche para huir después de un intento de robo en una gasolinera de Congress. Yo tenía el Mustang en el aparcamiento contiguo a la gasolinera, y Torrans había estropeado el sistema de encendido en un baldío esfuerzo para ponerlo en marcha tras descubrir que alguien se había largado con su Chevy. Al final escapó a pie, y la policía lo detuvo a dos manzanas de allí. A pesar de tener antecedentes por varios delitos menores, había conseguido la libertad bajo fianza gracias a un abogado con labia y a un juez perezoso, bien que el juez, dicho sea en su relativo honor, fijó la fianza en cuarenta mil dólares para asegurarse de que Torrans iba a juicio y le ordenó que compareciese a diario en la comisaría de Portland. Un fiador llamado Lester Peets avaló la fianza, y Torrans se fugó. El motivo de la fuga fue que una mujer a quien Torrans había golpeado en la cabeza durante el intento de robo entró posteriormente en una especie de coma de efectos retardados, y ahora Torrans se enfrentaba a cargos por un delito grave, y tal vez a una condena a cadena perpetua si la mujer moría. Peets iba a quedar entrampado por los cuarenta mil si Torrans no aparecía, además de ver empañado su buen nombre y causar la indignación de las fuerzas del orden locales.
Había aceptado el caso de Torrans porque yo sabía algo de él que, al parecer, nadie más conocía: salía con una tal Olivia Morales, que trabajaba de camarera en un restaurante mexicano de la ciudad y tenía un ex marido celoso y con un temperamento tan explosivo que a su lado los volcanes parecían estables. Yo la había visto con Torrans al acabar su turno en el restaurante dos o tres días antes del robo fallido. Torrans era una «cara conocida» en el sentido en que lo son los hombres de su calaña en ciudades pequeñas como Portland. Tenía fama de violento, pero hasta la pifia del robo nunca se le había imputado un delito grave, más por una cuestión de suerte que por su gran inteligencia. Era la clase de individuo a quien otros maleantes respetaban por su «mucho coco», pero yo nunca había suscrito la teoría de la inteligencia comparativa por lo que se refería a los delincuentes comunes, así que el hecho de que sus compañeros lo considerasen una lumbrera no me impresionaba demasiado. La mayoría de los delincuentes son más bien tontos, y por eso son delincuentes. Si no fuesen delincuentes, harían otra cosa para joderle la vida al prójimo, como, por ejemplo, presentarse a las elecciones en Florida. El hecho de que Torrans hubiese intentado atracar una gasolinera armado sólo con una bola de billar dentro de un calcetín era un claro indicio de que, por el momento, la cosa no iba a mayores. Me habían llegado rumores de que en los últimos meses le había cogido el gusto al caballo y la oxicodona, y nada mejor que eso para avivar la inteligencia de un hombre.
Supuse que Torrans se pondría en contacto con su novia en cuanto se viese en apuros. Los fugitivos acostumbran volver con las mujeres que han depositado en ellos su amor, sean madres, esposas o novias. Si éstas tienen dinero, entonces ellos intentan poner tierra de por medio y alejarse de quienes los buscan. Por desgracia, la clase de gente que recurría a Lester Peets para la fianza solía estar en una situación desesperada, y probablemente Torrans había agotado todos sus fondos sólo para cubrir su parte del pago. De momento, Torrans se vería obligado a quedarse cerca de casa y pasar inadvertido hasta que se presentase otra oportunidad. Olivia Morales parecía su mejor opción.
Jackie Garner conocía bien la zona, y lo contraté para que no se separase de Olivia Morales mientras yo me ocupaba de otros asuntos. Vigilándola mientras hacía la compra semanal, advirtió que incluía un cartón de Lucky, pese a que, por lo visto, no fumaba. La siguió hasta su casa de alquiler en Deering, y un poco después vio llegar a dos hombres en una furgoneta Dodge. Cuando me los describió por teléfono, reconocí a uno de ellos: Garry, el hermanastro de Torrans; y así fue como, menos de veinticuatro horas después de desaparecer David Torrans del radar, nos hallábamos encorvados detrás de la tapia de un jardín decidiendo qué enfoque darle al asunto.
– Podríamos avisar a la policía -sugirió Jackie, más que nada por una cuestión de formas.
Pensé en Lester Peets. Era la clase de hombre que, de niño, había recibido palizas de sus amigos imaginarios por hacer trampa en los juegos. Si encontraba la manera de ahorrarse la parte de la fianza que me correspondía, no se lo pensaría dos veces y, al final, por tanto, yo pagaría a Jackie de mi bolsillo. Avisar a la policía proporcionaría a Lester precisamente la excusa que necesitaba. En cualquier caso, yo quería a Torrans. La verdad es que no me caía bien, y para colmo había tonteado con mi coche, pero además debía admitir que ansiaba la subida de adrenalina que me provocaría atraparlo. Las últimas semanas había llevado una vida tranquila. Era hora de disfrutar de un poco de emoción.
– No, tenemos que hacerlo nosotros -dije.
– ¿Crees que están armados?
– No lo sé. Torrans nunca ha usado armas hasta la fecha. Es un quinqui de tres al cuarto. Su hermano no tiene antecedentes, así que es una incógnita. En cuanto al otro, podría ser Kelly «el Ametralladora», y no lo averiguaríamos hasta que llegásemos a la puerta.
Jackie analizó la situación por un momento.
– Espera -dijo, y se escabulló.
Oí cómo abría el maletero de su coche en la oscuridad. Cuando regresó, traía bien sujetos cuatro cilindros, cada uno de alrededor de treinta centímetros de longitud y con el gancho de una percha acoplado en un extremo.