– ¿Qué es eso? -pregunté.
– Granadas de humo -respondió, sosteniendo en alto los dos cilindros de la mano derecha. A continuación levantó los dos de la izquierda y aclaró-: Gas lacrimógeno. Diez partes de glicerina por dos de bisulfato sódico. Las de humo llevan además amoniaco. Huelen que apestan. Todo de fabricación casera.
Observé el gancho, la cinta adhesiva de distintos anchos, los tubos llenos de arañazos.
– Caray, y con lo bien montadas que parecen. ¿Quién lo habría pensado?
Jackie estudió los cilindros con la frente arrugada. Alzó la mano derecha.
– O quizá son éstas las de gas y éstas las de humo. El maletero está hecho un lío, e iban rodando de acá para allá.
Lo miré.
– Tu madre debe de estar muy orgullosa de ti.
– Eh, nunca le ha faltado de nada.
– Y menos munición.
– ¿Cuáles nos conviene usar, pues?
Haber solicitado la colaboración de Jackie Garner cada vez me parecía peor idea, pero la perspectiva de ahorrarme horas de espera en la oscuridad hasta que Torrans asomase la cara, o la de ahorrarme intentar acceder a la casa y hacer frente a tres hombres y una mujer, posiblemente armados, en su momento se me hizo atractiva.
– Humo -dije por fin-. Puede que gasearlos sea ilegal.
– Me parece que ahumarlos también es ilegal -señaló Jackie.
– Vale, pero probablemente es menos ilegal que el gas. Tú dame una de esas cosas.
Me entregó un cilindro.
– ¿Seguro que ésta es de humo? -pregunté.
– Sí, no pesan lo mismo. Hablaba en broma. Tira de la anilla y lánzala lo antes posible. Ah, y no la agites demasiado. Es bastante volátil.
Lejos de Portland, mientras su madre se abría paso por las calles de una ciudad desconocida para ella, Alice salió de un profundo sueño. Sentía fiebre y náuseas, y le dolían las articulaciones y las extremidades. Había suplicado una y otra vez un poco de material para mantenerse serena, y en vez de eso le habían inyectado algo que le producía unas alucinaciones horrendas, aterradoras, en las que criaturas inhumanas se apiñaban alrededor de ella para arrastrarla hacia las tinieblas. No duraban mucho, pero quedaba extenuada; y después de la tercera o cuarta dosis observó que las alucinaciones continuaban incluso cuando el efecto de la droga desaparecía, de modo que la línea divisoria entre pesadilla y realidad se desdibujaba. Al final les rogó que la dejasen en paz, y a cambio les dijo todo lo que deseaban saber. A partir de ese momento le cambiaron la droga y durmió sin soñar. Desde entonces las horas habían transcurrido en una borrosa sucesión de agujas y drogas y periodos de sueño. Le habían atado las manos al armazón de la cama y vendado los ojos al llegar a aquel sitio, dondequiera que estuviese. Sabía que la retenía allí más de una persona, ya que la habían interrogado distintas voces durante su cautiverio.
Se abrió una puerta y unos pasos se aproximaron a la cama.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó una voz masculina.
Alice ya la había oído antes. Empleaba un tono casi tierno. A juzgar por su acento, dedujo que era mexicano. Intentó hablar, pero tenía la garganta muy seca. Le acercaron una taza a los labios, y el visitante vertió un hilo de agua en su boca, sosteniéndole la cabeza por detrás con la mano para que no se le derramase por encima. Notó aquella mano muy fría en el cuero cabelludo.
– Estoy enferma -contestó. Las drogas le habían aliviado en parte el síndrome, pero sus propias adicciones todavía la atormentaban.
– Sí, pero pronto no lo estarás tanto.
– ¿Por qué me hacéis esto? ¿Os paga él?
Alice percibió desconcierto en aquella voz, quizás, incluso, inquietud.
– ¿A quién te refieres?
– A mi primo. ¿Os pagó para que me aislarais, para que me desintoxique?
El hombre dejó escapar un suspiro.
– No.
– Pero ¿por qué estoy aquí? ¿Qué queréis de mí?
Alice volvió a recordar que la habían interrogado, pero el contenido de las preguntas, o el de sus respuestas, no se le había grabado en la memoria. No obstante, temía haber dicho algo que no debía, algo que hubiese metido en un lío a una amiga, pero no recordaba el nombre de esa amiga, ni siquiera su cara. Estaba muy confusa, exhausta, y tenía hambre y sed.
Aquella mano fría le tocó la frente, le apartó el pelo húmedo de la piel, y ella casi lloró de agradecimiento por ese breve instante de atención. A continuación le acarició la mejilla, y ella sintió que los dedos le exploraban los contornos de las cuencas de los ojos, le palpaban la mandíbula, le apretaban los huesos. Le recordó los movimientos de un cirujano al examinar a un paciente antes de empezar a operar, y tuvo miedo.
– Ya no tienes nada más que hacer -dijo él-. Ya casi se ha acabado.
Cuando el taxi se acercó a su destino, la mujer comprendió los motivos del malestar del taxista. Habían subido hacia el norte de la ciudad, atravesando zonas cada vez más inhóspitas, hasta que finalmente incluso las farolas dejaban de alumbrar; alguien había abatido a tiros las bombillas y los cristales se encontraban esparcidos por las aceras. Daba la impresión de que algunos de los edificios tal vez hubiesen sido hermosos en otro tiempo, y le dolió verlos en estado tan ruinoso, casi en igual medida que le afectaba ver a los jóvenes vivir en esas condiciones, merodeando por las calles y cebándose en su propia gente.
El taxi se detuvo frente a una puerta estrecha con un rótulo donde se leía el nombre del hotel, y la mujer pagó al taxista veintidós dólares. Si esperaba una propina, ahora era un hombre decepcionado. Ella no tenía dinero para andar repartiendo propinas entre aquellos que se limitaban a hacer su trabajo, pero le dio las gracias. El taxista no la ayudó a sacar la maleta del maletero. Simplemente se lo abrió y, lanzando miradas nerviosas a los jóvenes que lo observaban desde las esquinas, dejó que la cogiera ella misma.
El letrero del hotel prometía televisión, aire acondicionado y cuartos de baño. Sentado detrás de una mampara de plexiglás, un recepcionista negro con una camiseta de D12 leía un manual universitario. Le entregó una ficha de registro, cogió el dinero por tres noches y luego le entregó una llave sujeta a medio ladrillo con una gruesa cadena.
– Tiene que dejarme la llave cuando salga -indicó.
La mujer miró el ladrillo.
– Cómo no -dijo-. Procuraré recordarlo.
– Su habitación está en la cuarta planta. Encontrará el ascensor a la izquierda.
El ascensor olía a fritura y excrementos humanos. En su habitación el olor sólo era un poco mejor. La moqueta tenía marcas negras, grandes quemaduras circulares que no podían ser de cigarrillos. Había una cama de hierro individual adosada a una pared, y el espacio entre ella y la otra pared sólo permitía a una persona pasar de lado. Bajo la ventana mugrienta, junto a una silla maltrecha, el radiador apenas despedía calor. De la pared sobresalía un lavabo, con un pequeño espejo encima. Un televisor sujeto con tornillos colgaba del ángulo superior derecho de la habitación. Abrió lo que parecía un armario y dentro descubrió un inodoro minúsculo y un agujero en el centro del suelo a modo de desagüe de la ducha. En conjunto, el cuarto de baño medía algo menos de un metro cuadrado. Por lo que se veía, la única manera de ducharse era sentada en el inodoro o a horcajadas sobre él.
Extendió la ropa en la cama y colocó el cepillo de dientes y los artículos de aseo junto al lavabo. Consultó su reloj. Era un poco temprano. Lo único que sabía sobre el sitio adonde iba era lo que había visto en un programa de televisión por cable, pero suponía que allí la actividad no se iniciaba hasta el anochecer.
Encendió el televisor, se tumbó en la cama y vio concursos y programas de humor hasta que oscureció. Entonces se puso el abrigo, metió un poco de dinero en el bolsillo y bajó a la calle.