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Dos hombres se acercaron a Alice y volvieron a inyectarle. En cuestión de minutos, la cabeza empezó a nublársele. Le pesaban los brazos y las piernas, y la cabeza se le cayó a la derecha. Le quitaron la venda de los ojos, y supo que le llegaba el final. En cuanto recuperó la visión, vio que uno de ellos era un hombre menudo y fibroso, con barba gris de chivo, el pelo ralo y canoso. Por su piel morena, Alice supuso que era el mexicano que le había hablado antes. El otro era un individuo de una gordura descomunal con una barriga flácida y oscilante que le colgaba entre los muslos, ocultándole la entrepierna. Los ojos verdes le quedaban hundidos entre pliegues de piel y se le veía mugre enquistada en los poros. Tenía el cuello enrojecido e hinchado, y cuando la tocó, Alice sintió que le escocía y ardía la piel.

La levantaron de la cama y la sentaron en una silla de ruedas. A continuación, la empujaron por un deslustrado pasillo hasta que por fin llegaron a una habitación alicatada, de azulejos blancos, con un desagüe en el suelo. La trasladaron a una silla de madera con correas de cuero para inmovilizarle las manos y los pies, y allí la dejaron, frente a su imagen en el espejo alargado de la pared. Apenas se reconoció. Una palidez grisácea flotaba tras su piel oscura, como si hubiesen superpuesto sus propios rasgos a los de una persona blanca. Tenía los ojos inyectados en sangre, y sangre seca en las comisuras de los labios y el mentón. Llevaba una bata blanca de hospital, sin nada debajo.

La habitación estaba sorprendentemente limpia y bien iluminada, y los fluorescentes del techo revelaban sus facciones sin clemencia, ajadas tras años sometida a las drogas y a las exigencias de los hombres. Por un segundo creyó estar viendo a su madre en el espejo, y al tomar conciencia del parecido se le empañaron los ojos.

– Perdóname, mamá -dijo-. No lo hice con mala intención.

Se le aguzó el sentido del oído, consecuencia de las drogas que fluían por su organismo. Ante ella, sus facciones comenzaron a desdibujarse, mutando, transformándose. Oyó susurros alrededor. Intentó doblar la cabeza para ver de dónde procedían, pero no pudo. Su paranoia fue en aumento.

De pronto se apagaron las luces y quedó totalmente a oscuras.

La mujer paró un taxi y dijo al taxista adónde quería que la llevara. Por un momento se había planteado utilizar un medio de transporte público, pero había decidido usarlos sólo de día. Por la noche se desplazaría en taxi, a pesar del coste. Al fin y al cabo, si le sucedía algo en el metro o mientras esperaba un autobús antes de hablar con él, ¿quién velaría por su hija?

El taxista era un joven blanco. Por lo que había visto esa tarde, en su mayoría no eran blancos. Incluso había pocos negros. Las razas de los taxistas que circulaban por allí sólo se veían en las grandes ciudades y en el extranjero.

– ¿Está segura de que es ahí adonde quiere ir, señora? -preguntó el joven.

– Sí -contestó ella-. Lléveme al Point.

– Es una zona peligrosa. ¿Va a quedarse mucho rato? Si no se queda mucho rato, puedo esperarla y traerla otra vez aquí.

No se parecía a ninguna de las busconas que él había visto hasta la fecha, aunque sabía que en el Point las había para todos los gustos. El taxista no quería ni pensar en lo que podía ocurrirle a una buena mujer de pelo cano entre la gente de mal vivir del Point.

– Me estaré un rato -dijo ella-. No sé cuánto tardaré, pero gracias por ofrecerse.

Pensando que no podía hacer nada más, el taxista se incorporó a la circulación y se encaminó hacia Hunts Point.

Decía llamarse G-Mack y era un macarra. Vestía como un macarra, porque en eso consistía ser un macarra. Lucía cadenas de oro y un abrigo de cuero, y debajo un chaleco negro hecho a medida sobre el torso desnudo. Los pantalones eran anchos en el muslo y se estrechaban pernera abajo, tanto que le costaba pasar los pies al ponérselos. Llevaba el pelo con múltiples y delgadas trenzas oculto bajo un sombrero de ala ancha, y un par de teléfonos móviles prendidos del cinturón. No iba armado, pero tenía armas al alcance de la mano. Ése era su territorio, y ésas eran sus mujeres.

Las observó, sus culos apenas escondidos bajo cortísimas minifaldas de imitación piel, sus tetas asomando por los escotes de corpiños baratos. Le gustaba que sus mujeres vistieran todas con un mismo estilo, como si esa indumentaria fuera su sello personal. En ese país, todo lo que tenía algún valor poseía su propia y reconocible imagen, daba igual si se compraba en Culohelado, Montana, o en Limpiaculos, Arkansas. G-Mack no contaba con tantas chicas como otros, pero no había hecho más que empezar. Tenía grandes proyectos.

Observó acercarse con paso tambaleante a Chantal, la puta negra, alta, de piernas tan delgadas que le asombraba que la sostuvieran.

– ¿Cuánto has sacado, nena? -preguntó él.

– Cien.

– ¿Cien? ¿Me estás tomando el pelo?

– El negocio anda flojo, cariño. Sólo he tenido unas cuantas mamadas, y en el aparcamiento un negro me ha prometido que ya pagaría al acabar y luego ha intentado irse sin aflojar la mosca, y me ha hecho perder el tiempo. La cosa está difícil, cariño.

G-Mack alargó el brazo hacia su cara y se la agarró con fuerza entre los dedos.

– ¿Qué voy a encontrar si te llevo a ese callejón y te registro? ¿Eh? No voy a encontrar cien, ¿verdad que no? Voy a encontrar billetes escondidos en todos los oscuros rincones de tu cuerpo, ¿no? ¿Te crees que voy a tratarte con delicadeza cuando busque dentro? ¿Es eso lo que quieres que haga?

Aún sujeta por él, Chantal negó con la cabeza. G-Mack la soltó, y la miró mientras ella se metía la mano por debajo de la falda. Al cabo de un momento sacó una bolsa de plástico. Él vio dentro los billetes.

– Ésta te la dejo pasar, ¿me oyes? -dijo a la vez que le quitaba la bolsa, sosteniéndola cuidadosamente con las uñas para que el olor de ella no le impregnara las manos. La mujer le entregó también los cien que llevaba en el bolso. Él levantó la mano en ademán de pegarle y volvió a bajarla despacio al costado con su sonrisa más tranquilizadora-. Y eso porque eres nueva. Pero como me la vuelvas a jugar, mala zorra, te daré semejante tunda de palos que estarás sangrando una semana. Y ahora mueve el culo y vuelve a tu sitio.

Chantal asintió con la cabeza y se sorbió la nariz. Le acarició el abrigo con la mano derecha y le frotó la solapa.

– Lo siento, cariño, yo sólo…

– No se hable más -dijo G-Mack-. Estamos en paz.

Ella asintió de nuevo, se dio media vuelta y regresó a la calle. G-Mack observó cómo se alejaba. Todavía faltaban unas cinco horas para que bajara la actividad. Entonces se la llevaría al piso y le enseñaría lo que les pasaba a las zorras que se la jugaban a Mack, que intentaban avergonzarlo escondiéndole el dinero. No tenía intención de castigarla en la calle, porque eso le haría quedar mal a él. No, resolvería el asunto en privado.

Ése era el problema con aquellas titis. Le consentías a una lo más mínimo, y a partir de ahí te sisaban todas, y al final tú mismo estabas a la altura de una puta. Convenía que aprendieran la lección bien pronto, o si no, no valía la pena quedárselas. Lo curioso era que por mucho que las jodieras, se quedaban contigo. Si sabías montártelo bien, se sentían necesitadas, como si formaran parte de la familia que nunca tuvieron. Como un buen padre, las castigabas porque las querías. Podías tirarte a las que te trataban con cariño y ninguna rechistaba, porque así al menos conocían a las putas con las que andabas. En ese sentido, un chulo mojaba en caliente. No había el menor problema mientras todo quedara en familia. Eran tus mujeres, y podías hacer con ellas lo que se te antojara una vez que les proporcionabas cierta sensación de pertenencia, de que se las necesita. Con esas zorras había que usar la psicología, había que saber mover las piezas.

– Disculpe -dijo una voz a su derecha.