No me olvidaría.
No me permitirían olvidarlos.
El sacerdote visitante de la iglesia católica de San Maximilian Kolbe, no sin apuros, intentó expresar su consternación ante lo que veía. -¿Qué… qué lleva puesto?
El objeto de su consternación era un diminuto ex allanador, vestido con un traje que parecía confeccionado con algún tejido sintético promocionado por la NASA. Decir que «brillaba» al moverse quien lo llevaba habría sido infravalorar su capacidad para distorsionar la luz. Aquel traje relucía como una intensa estrella nueva, abarcando todos los colores del espectro y un par más que seguramente el mismísimo Creador había pasado por alto por razones de buen gusto. Si el Hombre de Hojalata de El mago de Oz hubiese elegido un cambio de imagen en un servicio de limpieza y rehabilitación de interiores de vehículos, habría salido con un aspecto parecido al de Ángel.
– Parece hecho de una especie de metal -comentó el sacerdote. Tenía que entornar los ojos.
– También es reflectante -añadí.
– Sin duda lo es -convino el sacerdote. Dentro de su desconcierto, se diría que casi estaba impresionado-. Creo que nunca había visto nada semejante. ¿Es un…, esto…, amigo suyo?
Procuré que mi relativa sensación de bochorno no se me trasluciese en la voz.
– Es uno de los padrinos.
Siguió un ostensible silencio. El sacerdote visitante era un misionero de permiso, destinado en el Sudeste asiático. Probablemente era mucho lo que sus ojos habían visto a lo largo de su vida. En cierto modo resultaba halagüeño que un mero bautismo en el sur de Maine lo dejara sin habla.
– Quizá deberíamos mantenerlo apartado de las llamas -dijo el sacerdote después de reflexionar sobre las posibles consecuencias.
– Puede que sea lo más sensato.
– Tendrá que aguantar una vela, claro está, pero le pediré que estire el brazo. Con eso bastará. ¿Y la madrina?
Esta vez fui yo quien guardó silencio por un momento antes de continuar.
– Ahí es donde se complican las cosas. ¿Ve a ese caballero al lado del padrino?
Junto a Ángel, y sacándole al menos treinta centímetros de alto, estaba su pareja, Louis. Uno podría haber descrito a Louis como un republicano retrógrado, salvo por el hecho de que cualquier republicano retrógrado habría atrancado las puertas, cerrado los postigos y esperado la llegada de la caballería antes que admitir en su compañía a un hombre como aquél. Lucía un traje azul oscuro y gafas de sol, pero incluso con las gafas puestas parecía poner todo su empeño en no mirar directamente a su media naranja. De hecho, daba toda la impresión de ser un hombre sin media naranja, salvo por la modesta circunstancia de que Ángel insistía en seguirlo de aquí para allá y hablar con él de vez en cuando.
– ¿El caballero alto? Parece un poco fuera de lugar.
Era una observación sagaz. Louis iba peripuesto, como siempre, y aparte de su estatura y del color de su piel, apenas nada en su apariencia física inducía a hacer tal comentario. Aun así, irradiaba de algún modo su diferencia, y una vaga sensación de amenaza potencial.
– Bueno, supongo que será también padrino.
– ¿Dos padrinos?
– Y una madrina: la hermana de mi pareja. Está fuera, en algún sitio.
Con un discreto movimiento de pies, el sacerdote puso de relieve su malestar.
– Es muy poco corriente.
– Lo sé -dije-, pero, claro, ellos son personas poco corrientes.
Corría finales de enero, y aún quedaba nieve en las zonas umbrías. Dos días antes había ido a New Hampshire a comprar bebida a buen precio en la licorería estatal, para la celebración posterior al bautizo. Al terminar, paseé un rato junto al río Androscoggin, donde aún había una capa de hielo de treinta centímetros de grosor cerca de la orilla, aunque agrietada. Sin embargo, en el centro nada impedía el paso del agua, que fluía de forma lenta e incesante hacia el mar. Caminé corriente arriba, siguiendo una franja de tierra boscosa, densamente poblada de abetos, que el río había creado con el paso del tiempo, dividiendo en dos un terreno pantanoso donde arándanos y zarzamoras de floración temprana, así como acebo negro grisáceo y ligustrina de color tostado, coexistían con piceas, alerces y rododendros. Por fin llegué a la zona flotante del pantano, verde y morada allí donde el musgo esfagno se entretejía con las parras de arándano rojo. Arranqué una baya, endulzada por la escarcha, y me la coloqué entre los dientes. Cuando la mordí, el sabor del jugo me llenó la boca. Encontré un tronco de árbol, caído hacía mucho tiempo y ahora gris y podrido, y me senté en él. Se acercaba la primavera y con ella el largo y lento deshielo. Habría hojas nuevas y vida nueva.
Pero yo siempre he preferido el invierno. En esos momentos, más que nunca, deseaba congelarme entre la nieve y el hielo, aislado en mi caparazón e inmutable. Pensé en Rachel y mi hija, Sam, y en todos aquellos que ya se habían ido. En invierno la vida se ralentiza, pero ahora deseé que cesara su inercia por completo, salvo para nosotros tres. Si yo pudiera conseguir que los tres nos quedáramos aquí, envueltos en esta blancura, quizás entonces todo iría bien. Si los días pasaran sólo para nosotros, no nos acaecería ningún mal. Ningún desconocido se presentaría ante nuestra puerta y no se nos plantearían más exigencias que esas cosas elementales que esperábamos unos de otros y que nos dábamos a cambio generosamente.
Con todo, incluso allí, en el silencio del bosque invernal y el agua cubierta de musgo, la vida seguía, una existencia oculta, efervescente, camuflada por la nieve y el hielo. La quietud era una estratagema, una ilusión, que engañaba sólo a quienes no tenían la voluntad o la capacidad de examinar con más detenimiento y ver lo que yacía debajo. El tiempo y la vida avanzaban de forma inexorable. Alrededor ya oscurecía. Pronto caería la noche, y entonces ellas volverían.
Me visitaban con mayor frecuencia, la niña que era casi mi hija, y su madre, que no era del todo mi mujer. Sus voces se volvían más apremiantes, el recuerdo de ellas en esta vida cada vez más contaminado por las formas que habían asumido en la otra. Al principio, cuando empezaron a aparecerse, no sabía qué eran. Se me antojaban fantasmas provocados por el dolor, fruto de mi mente culpable y atormentada, pero gradualmente adquirieron cierto grado de realidad. No me acostumbré a su presencia, pero aprendí a aceptarla. Reales o imaginadas, simbolizaban aún un amor que en otro tiempo sentí, y seguía sintiendo, pero ahora se convertían en algo distinto, y susurraban su amor entre dientes despojados de carne.
No se nos olvidará.
Alrededor todo se desmoronaba, y yo no sabía qué hacer, así que me senté entre la nieve y el hielo sobre un tronco podrido y quise que se detuvieran los relojes.
Hacía menos frío que en días anteriores. Rachel estaba delante de la iglesia, con Sam en brazos. La acompañaba su madre, Joan. Nuestra hija iba envuelta en una toquilla blanca, con los ojos muy cerrados, como si algo le perturbara el sueño. El cielo tenía un color azul claro, y el sol invernal relucía frío sobre Black Point. Dispersos ante nosotros se hallaban nuestros amigos y vecinos, charlando, fumando, la mayoría engalanados para la ocasión, contentos de tener un pretexto para lucir ropa de colores vivos en invierno. Saludé con la cabeza a unas cuantas personas y luego me reuní con Rachel y Joan.
Al acercarme, Sam se despertó y movió los brazos. Bostezó, miró alrededor con ojos legañosos y decidió que no había ningún motivo importante para no echar otra siesta. Joan la arrebujó con la toquilla blanca para resguardarla del frío. Era una mujer pequeña y fuerte, que apenas se maquillaba y llevaba el pelo cano muy corto. Tras conocerla esa mañana, Louis había comentado de ella que intentaba entrar en contacto con la lesbiana que llevaba dentro. Le aconsejé que se reservara sus opiniones; de lo contrario, Joan Wolfe intentaría ponerse en contacto con el gay que Louis llevaba dentro hundiéndole la mano en el pecho y arrancándole el corazón. Ella y yo hacíamos buenas migas la mayor parte del tiempo, pero yo sabía que le preocupaba la seguridad de su hija y su nieta, y eso se traducía en cierta distancia entre nosotros. Para mí era como tener a la vista un lugar cálido y acogedor al que sólo podía llegarse cruzando un lago helado. Acepté que Joan tenía razones para preocuparse por lo que había sucedido en el pasado, pero no por eso me era más llevadera su tácita desaprobación. Aun así, comparada con mi relación con el padre de Rachel, Joan y yo éramos amigos del alma. Frank Wolfe, en cuanto tenía un par de copas entre pecho y espalda, se sentía impulsado a acabar la mayoría de nuestros encuentros con las palabras: «¿Sabes?, como le llegue a pasar algo a mi hija…».