Se decía que los autores del texto eran dos monjes dominicos, Jakob Sprenger, que era por entonces rector de la Universidad de Colonia, y Heinrich Kramer, profesor de Teología en la Universidad de Salzburgo y que había sido nombrado inquisitor del tribunal del Tirol. Se decía que este último era el responsable principal del texto, pues había actuado en numerosas ocasiones como acusador de brujas, comenzando en el año 1476. Se indicaba que la obra había sido escrita por encargo del papa de entonces, Inocencio VIII, que no parecía una persona precisamente encantadora, a juzgar por lo que se contaba de él. Se le consideraba el iniciador de las persecuciones de brujas en Europa con la promulgación de la bula papal del 5 de diciembre de 1484, titulada Summis desirantes affectibus, código de investigación para la persecución legal de las brujas y la práctica de la brujería, condenada como herejía.
También se mencionaban algunos experimentos que hizo el papa en la vejez para evitar su propia muerte, bebiendo leche de los pechos de mujeres o haciéndose cambiar la sangre. Aquello no le aseguró la perpetuación de su vida, sino que le llevó a la muerte treinta años antes de lo debido, por anemia.
Þóra vio que el libro había alcanzado enseguida una gran difusión con la llegada de la imprenta y porque sus autores eran clérigos conocidos y respetados. Los católicos, y también sus contrincantes, se apoyaron en él para su lucha contra las brujas. Algunas partes del libro se asentaron en las leyes del Sacro Imperio Romano Germánico, es decir, los territorios que son actualmente Alemania, Austria, Chequia, Suiza, Francia oriental, los Países Bajos y parte de Italia. se quedó de piedra al comprobar que el libro aún se seguía editando regularmente.
Dejó los papeles. Se trataba de un libro ciertamente interesante, pero escrito hacía seiscientos años y que seguramente no arrojaría luz alguna sobre el asesinato de Harald Guntlieb. Miró el reloj y vio que ya sólo disponía de una hora. Juntó las hojas, las puso a un lado y volvió a coger la carpeta con la compilación sobre Harald. Pasó al sexto capítulo, el de la investigación policial.
A primera vista, la compilación no era suficientemente grande como para poder abarcar los informes en su totalidad. A lo mejor Matthew no había podido conseguir más que una parte; en realidad a Þóra ya le parecía un logro haber logrado todo aquello sin una solicitud formal. Hojeó el contenido, que parecía consistir en fotocopias de los interrogatorios de la policía, con sello de entrada de hacía quince días. Allí se encontraba en terreno conocido. Todo estaba islandés y quizá fuera aquél el motivo por el que la familia Guntlieb había decidido acudir a un islandés. Las hojas estaban muy manoseadas, era evidente que Matthew había hecho todo lo posible para leerlas. Entre otras cosas, Matthew había escrito, en la esquina superior derecha de la mayor parte de los documentos, breves indicaciones señalando la persona interrogada en cada ocasión y la naturaleza de su relación con Harald. La mayoría de los documentos eran interrogatorios a Hugi Þórisson, que seguía en prisión provisional a la espera de una acusación formal. A Þóra le pareció curioso que desde los primeros interrogatorios tuviera la consideración de sospechoso, no de testigo: desde el primer momento debió de haber existido algo que le acusara. De este modo, y de acuerdo con las leyes, no se suponía que pudiese declarar sobre el caso «con verdad y rectitud», como se afirma de los testigos. Podía decir lo que quisiera, pero no le serviría de nada a la hora del juicio: los jueces tenían por costumbre poner muy mala cara cuando los acusados decían que habían estado cenando con el Pato Donald, o cualquier otra cosa de parecida verosimilitud, precisamente a la misma hora en que se había cometido el crimen.
Þóra creyó descubrir cómo había logrado Matthew conseguir todos aquellos papeles. El abogado defensor del sospechoso tiene derecho a acceder a las investigaciones de la policía. El abogado de Hugi Þórisson, en consecuencia, era quien había tenido acceso a todo aquello. Þóra pasó deprisa las páginas de los informes en busca de alguien que hubiese estado con Hugi en algún interrogatorio, para saber de qué abogado se trataba. En los primeros interrogatorios Hugi estaba solo. Era lo más habitual, en general los acusados prefieren que no haya ningún abogado presente al principio de la investigación, probablemente porque consideran que con ello incrementan las sospechas. Pero en cambio, cuando se dan cuenta de que las cosas vienen mal dadas empiezan las dudas, y lo más habitual es que al final se nieguen a declarar si no disponen de alguien de confianza que les asista. Es lo que había pasado con Hugi, evidentemente, porque casi al final de la investigación tuvo el buen juicio de pedir un defensor. Le asignaron a Finnur Bogason. Þóra conocía el nombre. Este Finnur era uno de los abogados que atienden casos asignados de oficio. En otras palabras, los que nadie busca voluntariamente. Þóra estaba convencida de que le debía de haber entregado los papeles a Matthew antes de lo debido. Satisfecha con su capacidad deductiva, empezó a leer los interrogatorios.
Las actas no estaban ordenadas cronológicamente, sino que se agrupaban según las personas interrogadas. Algunos testigos sólo fueron interrogados una vez. Entre ellos estaban el conserje de la universidad, las limpiadoras, el casero de Harald, el conductor del taxi que había llevado a éste y a Hugi en la noche del crimen, así como algunos compañeros de estudios y varios profesores. En cambio, el decano de la Facultad de Historia, el que encontró el cadáver, fue interrogado dos veces, porque la primera se encontraba en tal estado de turbación psicológica que no pudo obtenerse de él nada que tuviera sentido. Þóra compadecía al pobre hombre; aquello tuvo que ser una terrible experiencia para él, y el terror que se apoderó de él al caerle el cadáver en los brazos se traslucía en cada frase del segundo interrogatorio.
Luego venían aquellos a quienes se habían dirigido las sospechas, al menos temporalmente. Entre ellos estaba, naturalmente, Hugi Þórisson, que mantuvo firme y constantemente su inocencia. Þóra se apresuró a leer el texto de sus interrogatorios. Hugi dijo que se había encontrado con Harald la noche de autos en una fiesta en Skerjafjörður, se marcharon y luego se fueron cada uno por su lado, pues Harald quiso volver a la fiesta mientras Hugi quería bajar al centro. En los primeros interrogatorios, Hugi dio pocos datos de adonde habían ido los dos, recordaba muy vagamente un paseo a pie por el cementerio. En el último, cuando se dio cuenta de que le iban a acusar de asesinato, dijo que habían ido a su casa, en Hringbraut, para buscar droga que Harald quería comprarle. Juró por todo lo habido y por haber que no había vuelto a ver a Harald después de aquello, no había vuelto a salir, se había quedado en casa. Nunca pudo dar una cronología más precisa de aquellos sucesos, lo que justificaba como consecuencia del alcohol y las drogas que había consumido en la noche de autos. Dijo que pensaba que Harald quería volver a la fiesta. A la luz de las numerosas veces que preguntaron a Hugi si podía explicar más detalladamente dónde se encontraba hacia la una de la mañana de la noche de los hechos, el 30 de octubre, Þóra pensó que, seguramente, la autopsia habría puesto de manifiesto que aquella era la hora probable del deceso. Insistieron una y otra vez por qué le había arrancado Hugi los ojos a Harald y dónde los había puesto. Hugi respondía una y otra vez que no había puesto los ojos en ningún sitio, que no tenía ojos; aparte de los suyos, naturalmente. Þóra no podía más que compadecer al tipejo si estaba diciendo la verdad. Empezó a sospechar que era así. Aunque había repasado el caso a toda velocidad, se le había ido instalando la sensación de que sería más que dudoso que un individuo tan poco inteligente como parecía ser el tal Hugi hubiera podido mantener cualquier cosa que no fuera la verdad en medio de la presión a la que estaba sometido y de los duros interrogatorios que padeció.