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Los amigos y conocidos de Harald que estuvieron en la fiesta de Skerjafjörður estuvieron bajo sospecha al principio, pero luego fueron interrogados como testigos. Eran en total diez personas, entre ellas cuatro de los cinco jóvenes de la lista que Þóra había encontrado antes en la carpeta. El único nombre que faltaba era el del estudiante de medicina, Halldór Kristinsson.

Todos los participantes en la fiesta contaron lo mismo. La fiesta empezó hacia las nueve y terminó a las dos, cuando bajaron al centro. Harald había desaparecido con Hugi a medianoche, pero nadie parecía saber por qué. Dijeron que estarían fuera sólo un momento y se marcharon en un taxi que llamó Hugi. Unas dos horas más tarde se habían hartado de esperar y decidieron irse al centro. Preguntados si no habían intentado llamarles por teléfono, todos volvieron a responder lo mismo. El teléfono de Harald se había quedado sin batería un poco antes esa misma noche y Hugi no respondió a reiteradas llamadas, ni en el móvil ni en el teléfono de su casa. Nadie había contestado tampoco en casa de Harald cuando le llamaron allí. Había también preguntas acerca de cuándo se habían ido a sus casas, pero por las horas a las que se referían, aquellas preguntas parecían más bien de relleno. Resultó que habían vuelto a casa a horas distintas, todos antes de las cinco. Los últimos fueron los amigos de la lista de nombres, mientras que el quinto, el estudiante de Medicina, se había unido al grupo en el centro. Þóra siguió pasando páginas con la esperanza de que lo hubieran interrogado también a él. Parecía ser el único del grupo que no había estado en la fiesta a la hora a la que se había cometido el crimen. «¿Dónde estaría?», pensó Þóra.

La respuesta se encontraba bastante más atrás, en el mismo capítulo. A Halldór también lo habían interrogado, y resultó que había estado haciendo una sustitución en el hospital universitario de Fossvogur hasta medianoche: simultaneaba el trabajo con sus estudios. Por eso no había participado en la fiesta. No podía hacer más que unas pocas guardias al mes, según afirmó Halldór; iba cuando alguien estaba enfermo o no podía ir a trabajar por cualquier otro motivo. Se había llevado ropa para cambiarse y, después de ducharse en el hospital mismo, cogió el autobús al centro. Según contó, su coche estaba estropeado, y dio el nombre del taller donde se encontraba en reparación a la hora de los hechos. Halldór dijo que en principio había pensado en cambiar de autobús y coger el que iba a Skerjafjörður, pero perdió este último por los pelos y decidió ir al centro y esperar en un café a los demás, cuando vinieran de la fiesta, en vez de tirar el dinero cogiendo un taxi o ir caminando. Indicó que les llamó por teléfono y le dijeron que estaban a punto de salir. Pensaba que sería en torno a la una cuando entró en el Kaffibrennslan y pidió una cerveza mientras esperaba. Hacia las dos se encontró por fin con los de la fiesta, que llegaron al centro en taxis.

Venían luego, una tras otra, declaraciones de diversos profesores de la Facultad de Historia. Trataban en su mayor parte de si conocían a Harald, y todos contaron lo mismo: que no lo conocían fuera de la universidad y que poco podían decir de él. Otra cosa que se preguntó fue tocante a una reunión en Árnagarður, el edificio de la facultad, la noche en que asesinaron a Harald. Se celebró para dar la bienvenida a unos colegas de una universidad noruega que estaban de visita en relación con un programa Erasmus. Þóra leyó entre líneas que aquella «reunión» había sido más bien un cóctel y que duró hasta bien entrada la noche. Los últimos no se fueron antes de la medianoche. Þóra desconocía los nombres, excepto los de Gunnar, el decano, y Þorbjórn Ólafsson, el catedrático que dirigía la tesis de Harald.

En cuanto a las últimas declaraciones, correspondían a un camarero del Kaffibrennslan y al conductor del autobús en el que Halldór fue desde Fossvogur hasta el centro. El camarero, que se llamaba Björn Jónsson, declaró que había servido a Halldór por primera vez hacia la una de la noche de autos, luego varias veces más, durante la misma hora, y finalmente, por última vez, hacia las dos, cuando sus amigos se le unieron. Dijo que recordaba bien a Halldór porque esa noche estuvo bebiendo a una velocidad poco habitual. El conductor del autobús declaró también que recordaba a Halldór como pasajero de su último recorrido, pues en el vehículo había poca gente y se habían puesto a charlar sobre la situación de la sanidad y de lo mal que estaban las cosas para los viejos. Þóra pensó que Halldór tenía una coartada a prueba de balas, igual que todos los demás amigos de Harald, con excepción de Hugi.

Después de las declaraciones había varias páginas de fotos fotocopiadas, tomadas en el lugar de los hechos. Eran poco claras y en blanco y negro, pero se veía suficiente como para darse buena cuenta del horripilante suceso. En ese momento Þóra comprendió todavía mejor la conmoción nerviosa del hombre que encontró el cadáver y se permitió dudar de que pudiera llegar a recuperar plenamente la normalidad algún día, después de aquel horror. El teléfono móvil recordó a Þóra que eran ya las cinco menos cuarto. Se apresuró a pasar al último capítulo de la compilación. «Pero qué curioso», pensó, y se levantó. Detrás de la séptima hoja separadora no había nada. Estaba vacío.

Capítulo 5

Þóra llegó a la guardería justo a tiempo. Se encontró en el aparcamiento con la madre de una niña de la clase de su hija. La mujer miró el coche del taller, con las marcas, y sonrió: era evidente que estaba segura de que Þóra andaba por ahí con algún Bibbi colgado del brazo. Þóra se moría de ganas de acercarse a la mujer a explicarle las cosas y convencerla de que su relación con Bibbi era puramente comercial. Pero lo dejó y en vez de eso cruzó por el camino más corto el jardín de la escuela. Sóley iba a la Mýrarhúsaskóli , que no estaba muy lejos de Skólavörðustígur, apenas diez minutos en coche. Al separarse de Hannes, unos dos años antes, Þóra había puesto mucho énfasis en conservar la casa de Seltjarnarnes, aunque le resultara tan difícil pagarla. Pero podía dar gracias de que la casa se hubiera tasado antes de que se produjeran los grandes incrementos en el precio de la vivienda. Si intentara hacerlo ahora, no tendría posibilidad de comprarla. Aquello le había atacado los nervios a Hannes, muerto de envidia al ver cómo la casa había aumentado su precio. Aunque ella no veía la casa como inversión sino como hogar, estaba contenta de habérsela quedado, pero, en realidad, lo que más le alegraba era que él estuviese de los nervios por ese motivo. No se habían divorciado precisamente por las buenas, aunque intentaron mantener la relación en el nivel de los buenos modales en beneficio de los niños. Si se les tuviera que comparar con dos países, ella sería India y él Pakistán: todo estaba siempre a punto de estallar, aunque raras veces llegaba a hacerlo.

Þóra entró y echó un vistazo a la sala. Evidentemente, la mayoría de los niños ya se habían marchado a sus casas. No le extrañó demasiado, y no pudo apartar de su cabeza la idea de que no se comportaba lo suficientemente bien con su hija. «Madre, mujer, doncella», le pasó por la cabeza antes de darse cuenta de que lo de mujer no le encajaba del todo bien. Apenas había estado con un hombre en los dos años que habían pasado desde el divorcio. De repente se desató en su mente un fuerte deseo de hacer el amor con un hombre. Se lo quitó de encima inmediatamente; aquél era el lugar menos apropiado que se podía imaginar para pensar en el sexo. ¿Pero cómo era capaz?