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—Buenos días —dijo alegremente.

La secretaria no respondió al saludo, y se contentó con una mueca. Ni siquiera apartó la mirada de la pantalla del ordenador ni dejó de manipular el ratón. Siempre tan alegre, pensó Þóra. En su interior maldecía algunas veces sus problemas con la secretaria. Sin lugar a dudas, le había costado al bufete más de un negocio. Þóra no podía recordar a nadie que no se hubiese quejado de la chica aquella. No sólo era descortés, sino total y absolutamente repelente. Su característica principal no era su obesidad, sino su total despreocupación por su aspecto externo. Encima, solía estar siempre enfadada con alguien o por algo. Para empeorar las cosas aún más, como por pura mala idea, los padres de la muchacha le habían puesto el nombre de Bella. Ojalá se despidiese voluntariamente. Pero qué va, y eso que parecía de todo menos feliz de trabajar para ellos. Claro que Þóra no era capaz de imaginar un trabajo que pudiera llegar a gustarle a aquella chica. No sería fácil librarse de ella.

Cuando Þóra y su socio, Bragi, que además era mayor y con más experiencia, juntaron sus fuerzas y abrieron el bufete, el casero les encasquetó hábilmente, al establecer las condiciones de la renta, que emplearían a su hija como secretaría. Entonces no tenían forma de saber lo que les esperaba. La chica tenía magníficas recomendaciones de los inquilinos que les habían precedido en el local. Aunque ahora Þóra estaba convencida de que sus predecesores se habían mudado a Skólavöróustígur, mucho más lejos del centro, sólo por librarse de aquella peste de secretaria. Todavía debían de estar retorciéndose de risa por las recomendaciones que habían regalado a Þóra y Bragi. Þóra estaba convencida incluso de que si llevaban el asunto a los tribunales podrían conseguir una sentencia favorable basándose en que la recomendación había sido, cuando menos, de sinceridad más que dudosa. Pero con ello perderían la poca reputación que habían conseguido crearse. ¿Quién va a ir a un bufete de abogados que no se entera de la letra pequeña de sus propios contratos? Pero incluso si conseguían quitársela de encima, las buenas secretarias no abundaban precisamente.

—Llamó alguien —murmuró Bella pegada a la pantalla del ordenador.

Þóra, que estaba colgando su jersey, miró extrañada.

—¿Y? —preguntó, añadiendo con pocas esperanzas de respuesta—: ¿Tienes alguna idea de quién podía ser?

—No. Hablaba alemán, creo. No le entendí ni una palabra.

—¿Crees que volverá a llamar?

—No lo sé. Colgué sin más.

—Pues si se diera el caso improbable de que esa persona volviese a llamar aunque le hayas colgado el teléfono en las narices, ¿te parecería bien pasármela a mí? Yo estudié en Alemania y sé alemán.

—Pffua —rezongó Bella. Se encogió de hombros—. A lo mejor no era alemán. También podía ser ruso. Y era una mujer. Me parece. O un hombre.

—Bella, sea quien sea el que llame, una mujer de Rusia o un hombre de Alemania, incluso un perro de Grecia que sepa idiomas, haz el favor de pasármelo. ¿Vale?

Þóra no esperó a la respuesta (no quería ninguna), sino que se marchó directamente a su silencioso despacho.

Se sentó y encendió el ordenador. En la mesa no reinaba el desorden acostumbrado. El día anterior había dedicado una hora a ordenar los papeles que se le habían ido acumulando a lo largo del mes pasado. Tiró las cartas publicitarias y otras cosas parecidas enviadas por amigos y conocidos. Quedaron tres cartas: una de un cliente, otra de su amiga Laufey, que llevaba el título de A por el fin de semana y otra del banco. Maldita sea. Sin duda había superado el límite de la tarjeta, y seguramente también el de los reintegros. Decidió no abrir el correo para conservar la tranquilidad.

Sonó el teléfono.

—Abogados Centro. Þóra.

—Guten Tag, Frau Guðmundsdóttir?

—Guten Tag. —Þóra buscó papel y lápiz. Alemán. Se recordó a sí misma enseguida que siempre tenía que dirigirse a las señoras con Sie.

Þóra cerró los ojos y confió en que le viniera a los labios el alemán que había aprobado con tan buenas calificaciones cuando hizo el examen del máster en Derecho en la Universidad de Berlín. Se esforzó cuanto pudo en la pronunciación.

—¿En qué puedo ayudarla?

—Me llamo Amelia Guntlieb. Me dio su nombre el profesor Anderheiss.

—Sí, fue profesor mío en Berlín. —Þóra confiaba haber utilizado la expresión adecuada. Notó que su pronunciación había perdido bastante. No había muchas ocasiones de practicar el alemán en Islandia.

—Sí —tras un penoso silencio, la mujer continuó—: Mi hijo ha sido asesinado. Mi esposo y yo necesitamos ayuda.

Þóra intentó pensar deprisa. ¿Guntlieb? ¿No se llamaba Guntlieb el estudiante alemán que había aparecido muerto en la universidad?

—¿Hola? —La mujer parecía no estar segura de si Þóra seguía al aparato.

Þóra se apresuró a responder.

—Sí, perdone. Su hijo. ¿Y eso sucedió aquí en Islandia?

—Sí.

—Creo que sé a qué crimen se refiere usted, pero he de reconocer que sólo sé lo que he oído en los medios de comunicación. ¿Está usted segura de que habla con la persona adecuada?

—Eso espero. No estamos satisfechos con la investigación de la policía.

—¿No? —dijo Þóra extrañada. Creía que la policía había solucionado el caso brillantemente. El asesino había sido capturado a las treinta y seis horas del horrible crimen—. Supongo que saben que la policía ha detenido a un hombre.

—Lo sabemos perfectamente. Pero no estamos convencidos de que sea el culpable.

—¿Por qué no? —preguntó Þóra escéptica.

—Sencillamente, no estamos convencidos. Y no hay más que decir —la mujer carraspeó—. Deseamos que se ocupe del caso alguien que no tenga ninguna relación con él. Alguien que hable alemán. —Silencio—. Tiene que comprender lo difícil que nos resulta esto. —Nuevo silencio—. Harald era nuestro hijo.

Þóra intentó mostrar compasión bajando la voz y hablando más despacio.

—Sí, sí, claro que lo entiendo. Yo también tengo un hijo. Me es imposible compartir plenamente el dolor de usted y su marido, pero les acompaño profundamente en el sentimiento. Pero, por otro lado, no estoy segura de poder ayudarles.

—Gracias por sus palabras —la voz era gélida—. El profesor Anderheiss, sin embargo, piensa que usted posee todas las condiciones que buscamos. Nos dijo que era usted tenaz, decidida y muy enérgica. —Silencio. Þóra pensó que el buen hombre no se había atrevido a decir «implacable». La mujer continuó—. Y también comprensiva. Es un buen amigo de la familia y confiamos en él. ¿Está usted dispuesta a encargarse del caso? Le pagaremos muy bien. —La mujer mencionó una cantidad.

Era increíble, y lo único que se podía añadir era si incluía o no el IVA. Unos honorarios por hora de más del doble de lo que Þóra solía cobrar. Además, la mujer ofreció un plus si la investigación conducía a la detención de un hombre que no fuera el que estaba ya arrestado. El plus era superior al sueldo anual de Þóra.

—¿Por qué me ofrecen tanto dinero? Yo no soy detective privado.