—Acabo de comprobarlo. Según el director de nuestra red, este archivo no se puede encontrar ni en los ficheros de seguridad de ningún día de la semana ni en el del último mes. Dice que hace como una semana han sobrescrito el archivo semanal, pues existe un archivo de seguridad especial del lunes, otro especial del martes, y así sucesivamente. En esos ficheros provisionales nunca hay archivos de más de una semana. Lo mismo sucede con las copias mensuales, también se sobrescriben, tenemos copias de un mes de antigüedad. De modo que este archivo se borró hace más de un mes. En realidad, en la base de datos del instituto se conservan las copias de seis meses. Aún no he ordenado que la busquen allí, porque hasta ahora no tenía claro lo serio que es en realidad el asunto.
—Aún no me has dicho qué tengo yo que ver en todo esto. —Fue lo único que se le ocurrió decir a Gunnar. Ordenadores y redes informáticas no se contaban precisamente entre sus entretenimientos favoritos.
—Naturalmente he comprobado quiénes trabajaron con esta colección. Como sabes, todo está registrado y archivado. De acuerdo con los datos, la última persona que tuvo acceso a ella fue un estudiante de tu departamento. —El gesto de Maria se tornó más sombrío—. Harald Guntlieb.
Gunnar se llevó una mano a la frente y cerró los ojos. ¿Y ahora qué? ¿Nunca iba a acabar aquello? Respiró profundamente y se esforzó por hablar despacio y con calma, sin perder el control de la voz.
—Tiene que haber habido otros más que estudiaran la colección. ¿Cómo puedes estar tan segura de que fue Harald quien se llevó la carta y no cualquier otro antes que él? Aquí trabajan ahora quince personas a tiempo completo, además de varios visitantes y estudiantes que están investigando.
—Oh, estoy segura —dijo Maria con voz firme—. Quien examinó la colección antes que él fui yo misma, y cuando trabajé con ella estaba todo. Además, metieron otro papel en la funda que alojaba la carta, seguramente para no dejarla vacía. Aquello llamó la atención inmediatamente. Ese papel despeja cualquier duda. —Cogió una funda que había sobre la mesa y se la pasó a Gunnar con un rápido movimiento de la mano, que dejaba patente su irritación por el cariz que había tomado el asunto—. Espero que te des cuenta de que los estudiantes de la Facultad de Historia tienen acceso a nuestras propiedades, manuscritos y documentos, bajo la responsabilidad de la facultad. Tú, como decano, no puedes eludir esa responsabilidad. El instituto no puede permitirse el lujo de consentir que anden diciendo que perdemos valiosos documentos antiguos. Nuestro trabajo se basa en buena medida en la cooperación con otros institutos semejantes de los países nórdicos, y no me puedo ni imaginar que esa cooperación naufrague por culpa de la falta de honradez de vuestros alumnos.
Gunnar tragó saliva y miró el papel que Maria le había entregado. Nada habría deseado tanto como poner el grito en el cielo y salir de allí como una exhalación. Era una impresión de la lista de alumnos con indicación de sus especialidades, y el nombre de Harald Guntlieb aparecía marcado claramente en lo más alto de la página. Gunnar dejó el papel sobre sus rodillas.
—Si Harald ha robado la carta y la ha sustituido por este papel, es el peor ladrón de nuestra época. Tenía que suponer que esto lo acusaría. —Gunnar levantó el papel en el aire y lo enarboló.
Maria se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saber lo que pensaba? A lo mejor tenía intención de devolverlo. Tú sabes mejor que nadie lo que se lo impidió… accedió a la colección de documentos sólo un mes antes de salir del urinario y caérsete encima. Sin duda vio por el archivo de la pantalla que nadie había tocado la colección en dos meses. Todos los que la necesitaban habían acabado de estudiarla de cabo a rabo. Calculó correctamente que tendría tiempo de sobra antes de que se descubriese el asunto, así que podría reponerla sin problema. Lo que pensaba hacer entre tanto con el documento no puedo ni imaginármelo. Pero digamos que no tuvo tiempo de devolverla. No consigo imaginar otra explicación para este suceso.
—¿Y qué quieres que haga yo? —preguntó Gunnar con la voz desmayada.
—¿Que hagas? —dijo María destemplada—. No he recurrido a ti en busca de apoyo moral. Quiero que encuentres el documento —agitó las manos—. Busca en su puesto de lectura y en otros sitios donde pueda haber dejado el documento para ocultarlo. Tú sabes mejor que yo dónde buscar. Era alumno tuyo.
Gunnar apretó los dientes. Maldijo el día en que concedieron el ingreso en el departamento a Harald Guntlieb, y recordó que él había sido el único en oponerse a su visita de estudios. Había tenido de inmediato una sensación fastidiosa, en especial cuando vio el tema de su tesina, que trataba de las persecuciones de brujas en Alemania. Enseguida supo que aquel joven no traería nada bueno. La democracia triunfó, sin embargo, y allí estaba él, ahora, con todos los horrores que había causado aquel joven.
—¿Quiénes están informados de esto?
—Yo. Tú. No he informado a nadie más, excepto al encargado de la red, y él no conoce toda la historia. Cree que se trata sólo de un problema de ordenadores —vaciló por un instante—. También pregunté a Bogi; él trabajó con la colección nada más llegar aquí e intenté someterle al tercer grado. Tiene una vaga idea de que no todo va como debería. No creo que piense que la carta esté en paradero desconocido, no dejé traslucir mis sospechas de que la habían robado.
Bogi era uno de los especialistas fijos del instituto. Era un hombre reposado, y Gunnar consideraba poco probable que airease el asunto.
—¿Cuándo tiene que estar la colección de vuelta en Dinamarca. ¿Qué plazo tengo para encontrar la carta?
—Puedo tapar el asunto como mucho una semana. Si la carta no ha aparecido para entonces, no tendré otro remedio que informar de su desaparición. Me temo que tu nombre tendrá que aparecer más de una vez. Haré todo lo que esté en mi mano para que la culpa la tengáis vosotros, y no nosotros. Un pajarito me contó que no sería la primera vez que desaparecen documentos y que se habla de tu facultad. —Le miró interrogante.
Gunnar se puso en pie con las mejillas rojas.
—Comprendo. —No se atrevía a decir nada más, una vez llegados a ese punto, pero al alcanzar la puerta se volvió para preguntar la única cosa que le estaba quemando… aunque lo que más deseaba era salir enfurecido, dando un tremendo portazo—. ¿Tienes alguna idea de qué decía esa carta? Dices que han estudiado la colección, alguien tiene que recordarlo.
María sacudió la cabeza.
—Bogi se acordaba muy vagamente. En realidad estaba trabajando en una investigación referente a la fundación del obispado de Selandia y su influencia en la historia eclesiástica de Islandia. Eso sucedió bastante después de la fecha de la carta en cuestión, de modo que no la estudió con detenimiento. Sí que recordaba que no era muy comprensible, algo sobre el infierno, la peste y la muerte de un emisario. Fue lo único que conseguí sacarle sin que sospechara por dónde iban las cosas.
—Estaré en contacto —dijo Gunnar al despedirse. Salió y cerró la puerta tras de sí sin esperar el saludo de despedida de María.
Una cosa estaba clara. Tenía que encontrar aquella carta.
Capítulo 9
Þóra fue girando lentamente en redondo sobre el reluciente parqué del inmenso salón. Estaba decorado en el estilo minimalista que ahora se consideraba el más refinado. Los pocos muebles que había dejaban ver que habían costado un buen pico. Dos sofás negros de cuero, grandes y de depurado estilo, estaban colocados en el centro del salón; eran bastante más bajos que los sofás a los que Þóra estaba acostumbrada. Le entraron unos deseos tremendos de sentarse en uno de ellos, pero no quería que Matthew viese lo atractivos que le resultaban. Entre los dos había una mesa aún más baja que los sofás, que a Þóra le parecía imposible que tuviera patas: era más bien como si la mesa descansara directamente en el suelo. Buscó objetos de decoración y lo único que pudo descubrir fue lo que había en las paredes. Aparte de una gran pantalla plana en una de ellas, había obras de arte, todas ellas con siglos de antigüedad. Había además varios objetos antiguos, entre otras cosas un viejo mamotreto de silla de madera que Þóra imaginó auténtica, no de imitación. Empezó a pensar si Harald habría tenido algo que ver personalmente con la decoración, o si había sido un decorador de interiores quien se había encargado de todo. Combinar cosas tan antiguas con otras tan modernas convertía el espacio en algo de lo más infrecuente y le daba un toque personal.