Выбрать главу

—Eso no cambia nada —dijo él—. Pero ¿te dijo algo acerca de ese libro?

El rostro de Elisa se iluminó.

—Sí. Y además se trataba de una historia tremenda. Espera un momento, ¿cómo era? —Pensó un momento antes de volver a hablar—. Te acuerdas de las cartas antiguas del abuelo, ¿verdad? —Se dirigió a Matthew, que asintió con la cabeza. Þóra no quiso molestar preguntando de qué cartas estaban hablando, pero pensó que serían las cartas de Innsbruck que estaban en la funda de cuero—. Harald era igual que el abuelo —continuó Elisa—, estaba enamorado de ellas, las leía una vez y otra y otra. Estaba convencido de que el autor de las cartas le había hecho a Kramer algo espantoso para vengarse por cómo trató a su mujer. —Miró a Þóra—. Sabes quién era Kramer, ¿verdad?

Ahora le llegó a Þóra el turno de decir que sí con la cabeza.

—Claro que sí, incluso he llegado a leer su obra maestra, si se puede aplicar ese término al Martillo de las brujas.

—Yo no me he puesto a ello, pero lo sé todo de él, no es posible otra cosa en mi familia. A Harald se le metió en la cabeza descubrir lo que había pasado. Yo intenté hacerle ver que aquello había sucedido hace quinientos años y que no existía ninguna posibilidad de desenterrarlo ahora. Pero él seguía convencido de que no era totalmente imposible. La Iglesia se había involucrado en el tema y se había conservado la mayor parte de los documentos que tenían que ver con él. Así que no se rindió ni lo más mínimo: se matriculó en Historia en la universidad para asegurarse el acceso a los archivos y decidió escribir su tesina sobre las persecuciones de brujas para hacer más fácil su búsqueda. Naturalmente estaba en terreno virgen en ese tema de investigación, disponía de la colección del abuelo y llevaba en la sangre el entusiasmo del viejo.

—¿Tu abuelo era, digamos, bueno con él? —preguntó Þóra, que, aunque sabía que la pregunta recibiría una respuesta afirmativa, quería una confirmación.

—Oh, sí—respondió Elisa—. Se pasaban mucho tiempo juntos. Harald le visitaba con frecuencia, sobre todo una vez que el abuelo ingresó en el hospital y estaba ya en su lecho de muerte… y no sabía ya lo que era de este mundo y lo que era del otro. El abuelo, como es lógico, fue entusiasmándose con él más que con cualquier otro de sus nietos. Quizá también porque se daba cuenta del rechazo de nuestros padres hacia él. De ahí sacó Harald su interés por la historia de la quema de brujas. Podían pasarse horas y horas hablando del tema.

—¿Y su búsqueda tuvo éxito? —preguntó la abogada—. ¿Descubrió algo sobre lo que buscaba?

—Sí —respondió Elisa—. Por lo menos, Harald siguió con ello. A través de la Universidad de Berlín consiguió acceder al archivo del Vaticano, y fue a Roma la primavera anterior a terminar el segundo año. Estuvo allí mucho tiempo, probablemente la mayor parte del verano. Contó que allí había dado con un documento en el que Kramer solicitaba autorización para realizar otra campaña contra las brujas de Innsbruck: explica que le han robado una copia de un libro que había escrito. Según Harald, Kramer dice que aquella copia posee gran valor para él, en ella se encuentran normas sobre el mejor método para revocar conjuros y acusar a brujas. Luego explica su preocupación de que éstas pudiesen utilizar el libro para hacer caer sobre él alguna desgracia. Por eso quiere recuperar el libro a toda costa. Pero Harald me contó que no había podido encontrar la respuesta del Vaticano a aquella solicitud, aunque no se sabe que Kramer regresara a Innsbruck, de modo que probablemente no accedieron. Pero Harald estaba de lo más emocionado, estaba convencido de saber qué era lo que le habían robado a Kramer y que lo había puesto en el largo camino hacia el infierno: una copia del Martillo de las brujas propiedad del mismo Kramer, la copia más antigua de ese histórico libro. Claro que Harald dijo que la copia no sería exactamente igual al libro que se publicó al año siguiente; por ejemplo sería manuscrita y estaría ilustrada. Además, Springer, el coautor con Kramer, habría añadido algunas cosas; pero no fue únicamente eso lo que despertó el interés de Harald. El manuscrito original de Kramer demostraría negro sobre blanco quién había escrito qué. Porque hay quienes dicen que Springer ni siquiera tocó el texto.

—Pero quien robó el manuscrito, ¿no lo destruiría? ¿No sería ésa la afrenta que quería hacerle? —preguntó Þóra—. Uno pensaría que es probable que lo mandaran al infierno.

Elisa sonrió.

—En la última carta al obispo de Brixen se hablaba de un mensajero que había decidido ir al infierno. Pedía el apoyo de la Iglesia para su viaje. Así que no quemaron el libro, por lo menos no enseguida.

Þóra mostró su extrañeza.

—Un mensajero camino del infierno, vaya. Eso suena como lo más natural del mundo.

Matthew sonrió.

—Desde luego. —Dio un sorbo de vino.

—En esa época no era tan absurdo —aclaró Elisa muy seria—. El infierno era considerado un lugar real, en lo más profundo de la Tierra. Además , había un agujero que llegaba hasta él, y se pensaba que estaba en Islandia. En un volcán que no recuerdo cómo se llama.

—El Hekla —se apresuró a decir Þóra antes de que Matthew intentara pronunciarlo. De modo que ahí estaba… aquél era el motivo de la visita de Harald a Islandia. Estaba buscando el infierno, como dijo Hugi que le había contado en un susurro.

—Sí, eso —asintió Elisa—. Aquélla era la meta del viaje con el manuscrito. O por lo menos eso creía Harald.

—¿Y qué pasó? ¿Llegó al final del camino? —preguntó Þóra.

—Harald me contó que había buscado fuentes sobre el viaje de aquel mensajero y que había encontrado alguna referencia a él en un anuario eclesiástico de Kiel, del año 1486, o por lo menos él pensaba que se refería a la misma persona. En el anuario se decía que había un hombre que iba camino de Islandia y que llevaba consigo una carta del obispo de Brixen en la que se rogaba que le fuera proporcionado alojamiento y otras ayudas para su viaje. Había llegado a caballo y llevaba algo que era como la niña de sus ojos, algo negro y maligno. Por eso no pudo recibir el sacramento, pues aquel paquete no podía atravesar las puertas de la iglesia y él no estaba dispuesto a separarse de él. Se dice que estuvo alojado allí dos noches y luego continuó su viaje hacia el norte.

—¿Encontró Harald algo que indicara cómo acabó ese viaje? —inquirió Matthew.

—No —respondió la joven—. Bueno, al menos no de inmediato. Harald vino a Islandia después de haber ido rastreándolo por Europa. Al principio no es que le fuera demasiado bien, pero luego encontró una carta antigua, de Dinamarca, en la que se menciona a un joven que murió de viruela en un obispado que no recuerdo ahora cómo se llamaba… un joven que iba de viaje a Islandia. Llegó al obispado por la noche, en mal estado ya, muy débil, y falleció unos días más tarde. Pero antes de morir consiguió pedirle al obispo que cuidara del paquete que quería llevar a Islandia para arrojarlo al Hekla… con las bendiciones del obispo de Brixen. En la carta, que fue escrita varios años después, ese obispo danés expresa su deseo de que la Iglesia católica de Islandia se encargue de llevarlo a cabo. Se dice que el paquete llegó a manos de un hombre que iba camino del país para vender bulas en beneficio del papa de Roma, para la construcción de la iglesia de San Pedro, si no recuerdo mal.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Þóra.

—Recuerdo que Harald dijo que había sido bastante más tarde, probablemente hacia 1505. El obispo era ya anciano y quiso quitarse aquel peso de encima… lo había dejado pendiente durante casi veinte años sin poder enviar el paquete.

—¿De modo que el paquete llegó a Islandia? —inquirió Þóra.