—Harald insistía en que sí. —Elisa pasó la yema del dedo índice de la mano derecha por el borde de la copa.
—¿Pero acabaron por arrojar el manuscrito al Hekla? —intervino Matthew.
—Harald decía que es poco probable, porque nadie se había atrevido a escalar el monte. Las primeras fuentes que hablan de esa escalada se sitúan mucho, mucho más cerca de nuestros días. Lo cierto es que hubo una erupción varios años después y Harald pensaba que aquello habría acabado de espantar a los que hubieran podido estar dispuestos a semejante aventura.
—Pero ¿dónde acabó el libro entonces? —preguntó él.
—En un obispado que se llama algo que empieza por la letra «s», era la idea de Harald.
—¿En Skálholt? —dijo Þóra.
—Sí, algo parecido —respondió Elisa—. Por lo menos, allá fue el vendedor de indulgencias con el dinero que había recaudado.
—¿Y luego? En Skálholt nunca se ha encontrado un manuscrito del Martillo de las brujas —aclaró Þóra, y bebió un sorbo de café.
—Harald sostenía que el manuscrito estuvo allí, por lo menos hasta que llegó a Islandia la primera imprenta, momento en que lo llevaron a otra diócesis. Algo con «p».
—Hólar —soltó Þóra, aunque en ese nombre no había ninguna «p».
—Realmente no me acuerdo —dijo Elisa—. Pero puede ser.
—¿Creía Harald que tenían intención de editarlo?
—Sí, eso entendí. Se trataba de uno de los libros más difundidos en Europa en esa época, aparte de la Biblia , y por eso es probable que al menos hubieran pensado en hacerlo.
—Posiblemente alguien habría abierto el paquete y descubierto lo que contenía… no hay nadie tan poco curioso como para no sentirse tentado de echar un vistazo —conjeturó Matthew—. Pero ¿qué fue del libro? Aquí nunca llegó a aparecer, ¿o sí? —preguntó, dirigiéndose a Þóra.
—No —respondió ella—. Que yo sepa, no.
—Harald creía haberle encontrado la pista —dijo Elisa—. En realidad dijo que había estado dando palos de ciego con lo de la imprenta y ese obispado con «p»…
—Hólar —intervino Þóra.
—Sí, eso —convino Elisa—. Harald había pensado que el obispo aquel habría escondido el libro antes de que lo mataran, pero ahora estaba seguro de que probablemente el libro no se había movido de la otra diócesis, la de la «s».
—Skálholt.
—O algo por el estilo —respondió la joven—. Encontró el libro, por lo menos, en cuanto fue a investigar a ese lugar… dijo que lo habían escondido para impedir que desapareciese del país.
—¿Y dónde estaba? —preguntó Þóra.
Elisa tomó un trago de vino antes de contestar.
—No lo sé. No quiso contármelo. Me dijo que prefería guardarse el resto de la historia hasta que pudiera enseñarme el objeto en cuestión.
Þóra y Matthew intentaron esconder su desilusión.
—¿Le preguntaste algún detalle más? ¿No insinuó nada? —insistió Þóra con impaciencia.
—No, se había hecho muy tarde y estaba tan contento con todo aquello, que no quise estropearle el placer poniéndome insistente. —Sonrió con dificultad—. Al día siguiente hablamos de otras cosas. ¿Creéis que esto puede tener alguna relación con el crimen?
—De verdad que no lo sé —dijo Þóra decepcionada. De repente se le vino Mal a la cabeza. A lo mejor Elisa conocía a los amigos de Harald. A juzgar por lo que contó, debían de haber sido muy íntimos. Aquel Mal disponía quizá de la información que a ellos les faltaba—. Elisa, ¿tienes alguna idea de quién es Mal? Harald tenía un mensaje suyo que indicaba que ese Mal sabía algo sobre la búsqueda del libro de Harald.
Elisa sonrió.
—Mal, sí, sí. Claro que sé quién es Mal. Se llama Malcolm y se conocieron en Roma. También es historiador. Me llamó el otro día… dijo que había recibido desde Islandia un mensaje rarísimo sobre Harald. Le dije que lo habían asesinado.
—¿Crees que él puede saber algo más sobre esto? —preguntó Matthew—. ¿Podrías ponernos en contacto con él?
—No, él no sabe nada —respondió Elisa—. Me asaeteó a preguntas sobre el libro, dijo que Harald le contó que lo había encontrado, pero sin darle detalles. Malcolm siempre había pensado que lo que Harald intentaba estaba condenado al fracaso, y por eso se mostró tan interesado en saber cómo había ido todo.
Sonó el móvil de Þóra. Era el número de la policía. Intercambió unas palabras con alguien de la policía, colgó el teléfono y miró a Matthew.
—Acaban de detener a Halldór, el estudiante de Medicina, por el asesinato de Harald. Quiere que sea yo su abogada.
Capítulo 30
Þóra estaba sentada en la comisaría y se sentía de lo más incómoda. No hacía más que darle vueltas al problema de si la podrían echar del Colegio de Abogados por un grave abuso de su estatus y por un escandaloso conflicto de intereses. Realmente no estaba segura de que hubiera algo así establecido en las leyes, pero entonces habría que corregirlas. La situación era la siguiente: por un lado, trabajaba para los parientes de un hombre que había sido asesinado, y por otro, estaba camino de convertirse en abogada del supuesto asesino. La decisión la tomaron deprisa y corriendo y ella salió pitando en un taxi. Matthew se quedó con Elisa, encargado de contarle la noticia a la señora Guntlieb y explicarle los motivos de la precipitada decisión que habían tomado. Las razones serían probablemente que, de ese modo, Þóra podría entrevistarse personalmente con el asesino y encontrar respuestas para todo lo que no estaba aún claro. «Que le vaya bien», pensaba Þóra, que no le envidiaba la tarea. La gente migrañosa no solía ser nunca demasiado comprensiva.
—Buenas tardes. Está listo. —El policía se había acercado a Þóra sin que ella se diese cuenta.
—Ah, sí, gracias —respondió ésta, que se puso en pie—. ¿Puedo hablar con él a solas, o sólo puedo estar presente en el interrogatorio?
—Acaba de prestar declaración. Fue entonces cuando requirió los servicios de asistencia letrada. Fue una situación bastante desgradable… no estamos acostumbrados a interrogar a nadie sin asistencia letrada en casos tan serios como éste. Pero él se empeñó en hacerlo así, y al final tuvimos que acceder. Sólo al final de la toma de declaración pidió un abogado. Usted.
—¿Está por aquí Markús Helgason? —preguntó la abogada—. Me preguntaba si podría tener unas palabras con él antes de reunirme con Halldór —añadió con toda la humildad de la que fue capaz.
El agente le indicó dónde podía encontrar a su colega. Þóra saludó a Markús, que se encontraba en su despacho con su taza del Manchester United en la mesa.
—No le molestaré mucho tiempo, quería hablar un momento con usted antes de ir a ver a Halldór.
—Faltaría más —dijo Markús, aunque el tono de su voz indicaba que no le hacía demasiada gracia.
—Seguramente recordará que estoy trabajando para la familia de Harald Guntlieb, ¿verdad? —El policía asintió pensativo con la cabeza—. Así que me encuentro de pronto en una situación bastante complicada… estoy a ambos lados de la mesa, si se puede expresar así.
—Sí, es indudable. Conviene que sepa que insistimos en desaconsejar a Halldór que la eligiera a usted, precisamente por ese motivo. Pero no aceptó el consejo. A sus ojos, usted es una especie de Robin Hood. No ha confesado el crimen. Imagino que debe de pensar que usted puede librarle de este embolado. —Markús esbozó una sonrisa maliciosa—. Pero no va a poder.
Þóra dio por no oída la glosa.
—¿Así que en opinión de ustedes es culpable?
—Oh, sí —respondió el policía—. Se han ido sumando pruebas que demuestran su participación. Convicción blindada… por completo. Los amiguitos de infancia han realizado el trabajito juntos. Lo curioso, si se puede decir así, es que las pruebas han llegado de dos direcciones diferentes, pero en el mismo día. Siempre me han encantado las coincidencias. —Sonrió.