—¿Y qué hora era?
—Hacia las cinco. Quizá las cinco y media. O las seis. No lo sé. Recuerdo haber ido al bar en torno a las cuatro. No tengo claro cuánto tiempo pudimos andar por ahí. No estábamos demasiado interesados en mirar el reloj.
Þóra respiró hondo.
—Y luego… tú te dedicaste a arrancarle los ojos y todo lo demás allí dentro, ¿no? ¿Y cómo terminó Harald dentro del cuartito de impresoras?
—Naturalmente, no empecé enseguida. Estábamos allí como alucinados. No teníamos ni idea de qué hacer. Además, Marta Mist tuvo un ataque de histeria, y cuando tiene uno es como si no existiera. Estábamos hechos polvo y totalmente perdidos, borrachos y drogados. Y de pronto Bríet se puso a hablar del contrato, arremetió contra mí y dijo que tenía que cumplirlo, porque si no Harald me perseguiría. Lo habíamos firmado en una de nuestras reuniones, delante de los demás, sobre todo para presumir, pero Harald lo hizo con toda la seriedad del mundo. Hugi fue el único que no sabía del contrato. Harald dijo que no se tomaba la magia con la suficiente seriedad.
—¿El contrato sólo se refería al conjuro de venganza? —preguntó Þóra.
—Sí… el escrito —respondió el chico—. En realidad hicimos otro más, del mismo estilo. Era un conjuro amoroso que tenía la función de reforzar al otro despertando en la madre de Harald un amor desmesurado hacia él, haciéndole aún más difícil la pérdida. Ese contrato era sólo oral, yo tenía que hacer un agujero en un extremo de la tumba de Harald y escribir en él unos signos mágicos y el nombre de su madre. Y también tenía que echar sangre de serpiente en el agujero. Harald compró una culebra para poderlo hacer. Me lo pidió una semana antes de morir, y todavía tengo el bicho. Me va a volver loco. Hay que darle de comer hámsteres vivos, y me muero de asco.
De modo que Harald compró los hámsteres para alimentar a la serpiente. Claro.
—¿Es que se estaba preparando para morir? —preguntó Þóra, asombrada.
Halldór se encogió de hombros y no mostró reacción alguna a aquellas palabras.
—Yo sólo hice lo que había que hacer; recuerdo que Marta Mist y Brjánn no hacían más que echar la pota. Luego dijo Andri que teníamos que sacar a Harald de aquella sala, porque si no nosotros nos convertiríamos en sospechosos. Éramos los que más uso hacíamos de aquel local para estudiantes. La idea nos pareció muy sensata, de modo que lo cargamos y lo llevamos al cuarto de impresoras. Allí lo colocamos de pie porque no había sitio suficiente en el suelo para dejarlo tumbado. Costó mucho trabajo y muchos huevos. Luego salimos de allí… fuimos a casa de Andri, que no vive lejos, en el barrio oeste. Marta Mist siguió metida en el váter hasta la mañana siguiente. Los demás nos quedamos sentados en el sofá hechos una piña hasta que nos quedamos dormidos.
—¿Dónde conseguísteis sangre de cuervo para escribir?
En el rostro de Halldór se dibujó lo más parecido a un gesto de vergüenza.
—Harald y yo le pegamos un tiro a uno. En Grótta. No había otra forma. Él ya había ido al zoológico a ver si había alguien que nos pudiese regalar un cuervo, o vendérnoslo, y hablamos con todas las tiendas de animales. Pero no hubo forma. Teníamos que hacer el contrato con su sangre.
—¿Dónde conseguísteis una escopeta?
—Le birlé el arma a mi padre. Es cazador. Ni se enteró.
Þóra no sabía qué decir. Recordó entonces la caja con partes de cuerpos.
—Oye, Halldór —dijo con tranquilidad—. ¿Qué hay de las partes de cuerpos que se encontraron en casa de Harald? ¿Tenéis algo que ver vosotros o era algo suyo? —Algo no encajaba con la expresión «algo suyo» en ese contexto, pero tendría que servir.
Halldór tosió y se pasó el dorso de la mano por la nariz.
—Mmmm, ya, eso —dijo con timidez—. No son de cuerpos, si eso es lo que crees.
—¿Lo que creo? Yo no creo nada —respondió Þóra irritada—. Me parece que ya voy acostumbrándome a todo. Podrías decirme que estuvisteis desenterrando ataúdes y me parecería normal.
—No son más que cosas del trabajo. Cosas para tirar.
Þóra soltó una carcajada sarcástica.
—Eso es quizá lo único de lo que me permito dudar. Cosas para tirar. —Hizo el gesto de levantar algo y mirarlo bien por todos lados—. A ver qué pie es éste… al demonio con todo. A tirarlo. —Echó a un lado el pie imaginario que tenía en las manos—. No te hagas el tonto. ¿De dónde salió todo eso?
Halldór, con el rostro lívido, miraba a la abogada fijamente.
—No soy tonto. Eran cosas para tirar… no exactamente tirar, sino quemar. Si la policía investiga, descubrirá que eran miembros dañados que había que destruir. Mi trabajo consiste entre otras cosas en llevar a incinerar cosas de ésas. En vez de hacerlo, me las llevé a casa.
—Creo más bien que ése era tu trabajo, amigo mío. Me permito dudar de que vayas a hacer más guardias. —Þóra intentó alejar la plétora de ideas y preguntas que se le amontonaban—. ¿Cómo se puede almacenar un pie y un dedo de la mano, y lo que fuera en cada ocasión? ¿No se corrompe la carne humana cuando se tiene almacenada? ¿No guardarías esas cosas también en un refrigerador?
—No, las asé —respondió Halldór como si fuera la cosa más natural del mundo.
Þóra volvió a reír, con una risa nerviosa.
—Asaste unos miembros humanos. A lo mejor, en vez de Halldór, debo llamarte Eduardo Manostijeras ¡Dios mío, pobre de tu abogado!
—Ja, ja. Vaya sentido del humor. No los asé propiamente —dijo Halldór irritado—. Los sequé en el horno a baja temperatura. De ese modo no se estropean. Por lo menos, lo hacen más despacio. Además, se dice «pudrirse» y no «corromperse» cuando se trata de carne. —Se reclinó sobre el respaldo de la silla—. Teníamos que utilizarlos en los conjuros… eso los hacía mucho más entretenidos.
—Y el dedo que encontraron en el Árnagarður, ¿era también de los que asabas?
—Ese fue el primero. Quería usarlo para tomarle el pelo a Bríet y se lo metí en la capucha de su chaquetón. Pensaba que se le caería en la cara y que le daría un ataque, pero se le cayó sin que se diera cuenta. Pero, en todo caso, no se pudo relacionar con nosotros, afortunadamente. Yo dejé de hacer bromas con partes del cuerpo después de aquello, porque estuvimos en un tris de tener más que problemas.
Þóra tuvo que digerir aquellas palabras. Decidió cambiar de marcha… ya bastaba de asquerosidades por el momento.
—¿Por qué nos mentiste sobre el viaje a Strandir y Rangá? Sabemos que fuiste con Harald.
Dóri miró al suelo.
—No quería que fuerais a relacionarme con el Museo de Brujería. Fue allí donde Harald conoció los conjuros de nuestro contrato. Allí no sucedió nada especial. Yo estuve esperando fuera en un banco, mientras Harald charlaba con el encargado del museo. Parece que se cayeron muy bien, se dieron la mano con mucha cordialidad cuando nos fuimos. Yo estaba con una resaca que me moría, así que no me atreví a entrar. Me estuvo haciendo compañía un cuervo muy amistoso.
—¿Y no te contó nada en el camino de vuelta? —preguntó Þóra.
—No, como es natural, el piloto iba con nosotros.
—¿Y en Ranga? ¿Qué hizo allí? —inquirió la abogada—. Sé que también estuviste allí con él.
Dóri se sonrojó.
—No sé lo que hizo. Una cosa es segura: no fue allí a pescar. Pero en realidad no sé más. Nos alojamos en el hotel y Harald salió mientras yo vagueaba por el hotel y estudiaba.
—¿Por qué no fuiste con él? —preguntó Þóra.
—No quiso —respondió Dóri—. Me llevó porque le había dicho que estaba a punto de cagarla en una asignatura… dijo que me iba a encerrar bajo llave con los libros todo el fin de semana en un sitio en el que no había nada más que hacer. Y lo cumplió… aunque en realidad no literalmente, pero se negó a llevarme con él cuando salió por los alrededores. Lo que hizo no lo sé exactamente, pero Skálholt está allí mismo.