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—¿Así que mataste a Harald para conservar el manuscrito… sin tener que devolver el dinero y reconocer su existencia, arriesgándolo todo? —preguntó Þóra—. A lo mejor él habría preferido seguir viviendo sin él, en vez de morir.

Gunnar rio débilmente.

—Claro que lo intenté. Se limitó a reírse de mí y dijo que era mucho más conveniente tratar con él que con las autoridades, y que no dudaría en denunciarme si lo engañaba. —Gunnar respiró con dificultad—. Lo vi. Venía en bicicleta por Suðurgata cuando yo estaba yéndome ya a casa. Di la vuelta y le esperé en la entrada principal. Dejó la bicicleta a un lado y entramos juntos. Una de sus manos estaba llena de sangre, había sangrado por la nariz. Tenía una hemorragia nasal. Muy desagradable. —Gunnar cerró los ojos—. Utilizó su llave y su número secreto para abrir. Estaba borracho e indudablemente drogado. Hice un nuevo intento de razonar con él. Le pedí que me comprendiera. Él se rió de mí. Lo seguí a la sala de alumnos, allí rebuscó en un armario y sacó una pastillita blanca, que se tragó. Enseguida se puso aún más extraño. Se dejó caer en un sillón, me dio la espalda y me pidió que le diera un masaje en los hombros. Creí que se había vuelto loco, pero más tarde supe que se había tomado una pastilla de éxtasis, que aumenta la necesidad de contacto físico. Fui hasta él y al principio pensé en hacer lo que me pedía, con la esperanza de que accediera a mi ruego. Pero de pronto me inundó una furia tal que, sin darme cuenta siquiera, me quité la corbata y se la pasé por el cuello. Apreté. Él se resistió. Pero no pasó nada. Y entonces murió. Cayó lentamente al suelo desde el sillón. Y me fui. —Gunnar miró a Þóra esperando su reacción. Parecía haberse olvidado completamente de Matthew.

Por la ventana llegó el ruido de unas sirenas, que fue haciéndose cada vez más fuerte.

—Vienen a por ti —anunció Þóra.

Gunnar apartó la vista de ella y la dirigió a la ventana.

—Yo quería llegar a ser rector —dijo con tristeza.

—Me parece que puedes olvidarte de eso.

13 DE DICIEMBRE

Epílogo

Amelia Guntlieb, callada como una tumba, tenía la mirada fija en la superficie de la mesa. Þóra sospechaba que no acababa de atreverse a hablar. Si hubiera estado en su lugar, ella también habría preferido el silencio. Matthew acababa de repasar los pormenores del caso, tal como los conocían entonces. No era muy probable que pudieran salir a la luz más cosas de auténtica importancia. Þóra admiró lo bien que había conseguido dulcificar las cosas que herirían sin duda a la madre de Harald. Pero la historia era repugnante y nada agradable de escuchar… incluso para Þóra, aunque conociera todos los detalles.

—Han encontrado el Martillo de las brujas y otras cosas que Gunnar sacó de la cueva —dijo Matthew reposadamente.

Una vez que la policía hubo detenido a Gunnar el día anterior, se procedió a los interrogatorios, de modo que Þóra y Matthew no pudieron salir a comer juntos. Y ella no tenía nada claro ser capaz de reunirse con Amelia Guntlieb cuando la policía la dejó marcharse. En lugar de eso, se fue a su casa. Antes de sentarse a charlar con Gylfi sobre el niño que esperaban, tuvo una larga conversación con Laufey. Había aconsejado a Þóra que hiciera al muchacho consciente de las consecuencias, que lo invitara a hacer algo que diera auténtica realidad al niño, que lo hiciera de carne y hueso. Así podría aclararse un poco las ideas sobre lo que estaba sucediendo. Por ejemplo, podía animarle a hacer una lista de posibles nombres para el niño.

Estaban sentados en la cafetería del Ayuntamiento, que se encontraba vacía. Elisa había derramado unas lágrimas mientras Matthew hacía su relato, pero su madre estaba como petrificada, tapándose la cara con las manos y mirando luego la mesa. Entonces levantó la mirada y respiró muy hondo. Nadie dijo una palabra. Estaban todos esperando que dijera algo, que llorase o que dejase traslucir de alguna forma sus sentimientos. No fue así. No miró a ninguno de los tres, sino que centró su atención en una gran pared de cristal que daba a la laguna, y miró los patos que nadaban allí tan tranquilos, junto con algunos gansos. El viento agitaba la superficie del agua, y los pájaros alzaron el vuelo y se fueron uniendo a los patos. Una gaviota llegó como por casualidad y se posó en medio del nutrido grupo.

—¿Te parece que echemos un vistazo al mapa de Islandia? —dijo Matthew a Elisa—. Hay uno ahí al lado. —La joven asintió con un movimiento casi imperceptible de la cabeza y ambos se levantaron y se dirigieron al gran salón que había al lado del café. Þóra y la madre de Harald se quedaron solas.

Nada parecía indicar que la mujer hubiese notado que había menos personas en torno a la mesa. Þóra carraspeó cortésmente sin que aquello tuviese el efecto deseado. Esperó un momento pero se dio cuenta de que tendría que recurrir a algo más directo para conseguir atraer la atención de aquella mujer.

—No tengo demasiada experiencia en este género de cosas, y me es difícil expresar cuánto lamento todo esto. Pero quiero que sepa que usted y su familia cuentan con toda mi simpatía.

La mujer dejó escapar el aire con un suspiro.

—No merezco simpatía… ni de usted ni de nadie. —Se volvió, dejando de mirar por la ventana, y miró a Þóra. Su mueca de dolor parecía ir aliviándose—. Perdóneme. No me encuentro del todo bien. —Puso las manos sobre la mesa y empezó a juguetear con sus anillos—. No sé por qué, siento algo que me impulsa a hablar con usted. —Apartó los ojos del oro de sus dedos y miró a Þóra—. Quizá porque ya no volveré a verla. Quizá porque necesito una oportunidad para justificar mis actos, pues mi conducta ha tenido estas espantosas consecuencias.

Þóra sólo pudo pensar que aquellas espantosas consecuencias se referían a la muerte de Harald.

—No tiene que justificarme nada en absoluto —dijo Þóra—. No soy una ingenua y sé que con frecuencia detrás de lo que parece a primera vista se esconden muchas otras cosas.

La mujer esbozó una sonrisa apagada. A Þóra le llamaba la atención lo cuidada que estaba. Claro que la edad había dejado ya sus marcas sobre ella, pero seguía siendo elegante, aunque de una forma en que la belleza sólo cedía ante la dignidad. Sus ropas invitaban a mirarlas. Þóra adivinó que el vestido oscuro y el abrigo costaban más de lo que ella gastaba en ropa a lo largo de un año entero.

—Harald era un niño precioso —dijo la mujer, como en un ensueño—. Cuando nació, nos sentimos enormemente felices. Primero habíamos tenido a Bernd, que ya tenía dos años, y luego llegó aquel chiquillo precioso. Los años siguientes, hasta que nació Amelia, son en mi memoria como lo que uno imagina que puede ser el cielo. En ningún momento apareció siquiera una nube.

—La niña era débil, ¿no? —preguntó Þóra— ¿Nació ya con alguna enfermedad?

La sonrisa de Amelia desapareció tan rápidamente como había aparecido.

—No. No nació débil. Nació totalmente sana. Era mi vivo retrato, a juzgar por las fotos mías de cuando era bebé. Era preciosa, igual que el resto de mis hijos… dormía, y casi nunca lloraba. Ninguno de ellos tuvo problemas de estómago o padeció de los oídos. Unas criaturas encantadoras —Þóra se limitó a asentir, porque no sabía qué decir en aquel momento. Vio una lágrima aparecer en el rabillo del ojo de la mujer—. Harald… —Se le quebró la voz. Hizo una pausa e intentó recomponerse antes de continuar. Restañó la lágrima con un rápido movimiento de la mano—. No he hablado de esto con nadie, aparte de mi marido y de nuestro médico. Mi marido habló del tema con sus padres y nadie más. No somos una familia abierta y nos resulta difícil hablar las cosas… preferimos no andar recurriendo a la compasión de nadie. Al menos, creo que ése es el motivo.