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—Puede ser difícil —dijo Þóra, sin hacerse una idea clara en realidad. Afortunadamente, ella nunca había llegado a necesitar tanta compasión.

—Harald era muy celoso, por muy encantado que estuviera con su hermanita pequeña. Él había sido mi favorito durante más de tres años y le resultó difícil hacerse a la idea de que había un nuevo miembro en la familia. No lo tomamos muy en serio, suponíamos que se le pasaría —las lágrimas descendían ahora por las mejillas—. Él la dañó, la dejó caer al suelo. —Guardó silencio y se volvió otra vez a observar los pájaros.

—¿Dejó caer a la niña al suelo? —preguntó Þóra, intentando no mostrarse demasiado alarmada. Un violento escalofrío le recorrió la columna.

—La niña tenía cuatro meses, estaba durmiendo en el cochecito. Acabábamos de volver de hacer compras. Fui a quitarme el abrigo y, cuando volví, Harald tenía a la niña en brazos. En realidad, no exactamente en brazos. La sujetaba como si fuera un animalito de trapo. Con aquellos meneos, la niña se despertó y se puso a lloriquear. Harald la riñó y la zarandeó. Corrí hacia él, pero era demasiado tarde. Me miró y sonrió. Y la dejó caer. La niña se estrelló contra las baldosas del suelo. —Las lágrimas corrían una tras otra, dejando tras de sí surcos brillantes en el rostro de la mujer—. Jamás pude apartar aquella imagen de mi mente. Siempre que miraba a Harald veía su gesto cuando dejó caer a la niña. —La mujer calló, hizo acopio de fuerzas y continuó—. Se le fracturó el cráneo, entró en coma en el hospital y tuvo secuelas cerebrales. Cuando salió del coma, ya no era la misma. Pobre angelito mío.

—¿Se produjeron sospechas de maltrato infantil? En este país se habría abierto una investigación.

El gesto de Amelia indicó que pensaba que Þóra era un poco simple.

—Nosotros no tuvimos que aguantar nada por el estilo. Los médicos de la familia nos apoyaron, y otros que la atendieron mostraron también la mayor comprensión. Harald fue enviado al psicólogo, pero no sirvió de mucho. No mostró señal alguna de tener un conflicto psicológico. No era más que un niño celoso que cometió un espantoso error.

Þóra se permitió dudar de que aquella manera de proceder pudiera considerarse una forma normal de conducta de un niño, pero no dijo nada. A fin de cuentas, ¿qué sabía ella de esos temas?

—¿Harald lo sabía, o lo olvido con el paso del tiempo? —preguntó, en cambio.

—Sencillamente, lo ignoro. Hablábamos poco Harald y yo. Creo que probablemente lo sabía… por lo menos siempre se comportó maravillosamente bien con Amelia Maria hasta que ella encontró el reposo con la muerte. Mi sensación fue siempre que él estaba intentando compensar lo que le había hecho.

—¿Y su relación con Harald estuvo marcada por eso todos estos años?

—No se podía hablar de relación. A mí me resultaba muy difícil mirarle, no digamos ya tener una verdadera relación con él. Y lo mismo sucedía con su padre. A Harald le resultaba muy difícil al principio, no comprendía por qué su madre no le quería tener cerca. Luego se acostumbró. —Había dejado de llorar y la rigidez había desaparecido de su semblante—. Naturalmente yo habría tenido que perdonarle… pero no pude. Quizá habría debido acudir al psicólogo, y tal vez eso habría dado otro cariz a las cosas. Y Harald habría sido un hombre distinto al que fue.

—¿No era bueno? —preguntó Þóra, recordando lo que había dicho de él su hermana—. Elisa parece recordarle como una buena persona.

—Siempre estaba buscando —dijo la mujer—, podríamos expresarlo así. Siempre estuvo intentando ganarse el cariño de su padre… que nunca logró. Enseguida la tomó contra mí. Afortunadamente para él, su abuelo se llevaba estupendamente con él. Pero al morir, fue cuando Harald empezó a ir realmente mal. Estaba estudiando en Berlín y enseguida empezó a tomar drogas y a juguetear con la muerte. Uno de sus amigos murió en una práctica de aquéllas. Por eso nos enteramos.

—¿Y no intentaron ustedes frenarle de algún modo? —Þóra sabía de antemano la respuesta.

—No —respondió la mujer, lacónica—. Después de todo aquello le vino un enorme interés por todo lo relacionado con la magia, se lo contagió su abuelo. Cuando murió Amelia Maria, se enroló en el ejército. No hicimos nada para impedirlo. Aquella decisión no tuvo consecuencias nada felices… no quiero hablar de ello, pero lo enviaron a casa al cabo de menos de un año. Por entonces tenía ya dinero de sobra, que había heredado de su abuelo, y no le veíamos mucho. Pero se puso en contacto con nosotros cuando decidió venir a este país; llamó para comunicárnoslo.

Þóra miró pensativa a la mujer.

—Si espera una justificación, no soy yo quien puede dársela. Pero la compadezco. No sé cómo habría reaccionado yo en su lugar… quizá exactamente de la misma forma. Aunque espero que no.

—Ojalá hubiera sido yo capaz de edificar una nueva relación con Harald. Ahora es demasiado tarde y tendré que cargar con ello.

A Þóra aquello le pareció frialdad, quizá el conjuro de venganza había tenido su efecto a fin de cuentas.

—No me agrada en absoluto aumentar su desgracia, pero me veo obligada a indicarle que este asunto afecta a otras personas más. Por ejemplo, hay un joven en la cárcel, un estudiante de Medicina, que era amigo de Harald. No creo que vaya a recibir ningún premio por lo que hizo por él.

La mujer miró por la ventana.

—¿Qué será de él?

Þóra se encogió de hombros.

—Con toda probabilidad, le juzgarán por no haber informado del hallazgo del cadáver y por la profanación del cuerpo, y le condenarán a un tiempo de cárcel. Seguramente no podrá volver a la Facultad de Medicina. Imagino que salvará a sus otros amigos de que se les acuse de complicidad… aunque nunca se sabe. Sospecho, además, que Harald le menciona en su testamento. Eso será una especie de compensación, en cierto modo.

—En su opinión, ¿demostró ser buen amigo de Harald? —preguntó la mujer mirándola.

—Sí, creo que sí. Por lo menos cumplió la palabra que le había dado… por muy repugnante y absurdo que nos parezca lo que hizo. Harald no eligió a sus amigos guiándose precisamente por que fueran como la gente normal.

—Yo me ocuparé de él —dijo la mujer quedamente—. Es lo menos que puedo hacer. Puede matricularse en Medicina en otro país. No tendremos problema en garantizar que así sea, incluso si tiene que ir a juicio por lo que hizo. —Estiró los dedos y luego cerró la mano como si le doliesen las articulaciones—. Me sentiré mejor si puedo hacer algo. Calmará un poco este horrible sabor de boca.

—Matthew puede encargarse de ello, si me lo está diciendo usted en serio. —Þóra se dispuso a levantarse—. Espero que nos volvamos a ver —dijo, aunque en su interior confiaba en que no fuera así. Ya estaba más que harta.

Amelia quitó su bolso del respaldo de la silla y se lo echó al hombro. Se puso en pie y se abotonó el abrigo. Alargó la mano para estrechársela a Þóra.

—Muchas gracias —dijo la mujer, y parecía sincera—. Envíenos la factura… le pagaremos en cuanto llegue. —Se despidieron y Þóra se dirigió rápidamente hacia la salida. Necesitaba respirar aire fresco. En el camino atravesó el salón donde estaba el gran mapa de Islandia. Miró a Matthew y Elisa, que lo estudiaban detenidamente. Él levantó la vista cuando la vio pasar, cogió suavemente el brazo de Elisa, le señaló a Þóra, dijo unas palabras y subió rápidamente la escalera para acercarse a ella.