—Ni siquiera eso.
Aldo se había puesto tenso al pronunciar su compañero el nombre de la mujer a la que seguía sin poder olvidar del todo. Simon Aronov se dio cuenta.
—¿Y le resulta muy doloroso?
—Un poco, sí, pero con el tiempo se me pasará —afirmó Morosini atacando sus codornices.
Durante unos instantes los dos hombres comieron en silencio, dejando que los violines de la orquesta los envolvieran en su música, hasta que Aronov dijo:
—Ahora me toca a mí hacerle una pregunta. ¿Cómo está Venecia mientras Benito Mussolini reina en Roma?
—Igual de hermosa que siempre, tal como espera encontrarla un visitante ocasional o una pareja en su luna de miel —respondió Morosini con un suspiro—. Aparentemente, todo es normal, pero sólo aparentemente. Antes se veía deambular de vez en cuando a dos policías. Ahora suelen ser jovencitos con camisa y gorro negros. Van en parejas, como los otros, pero vale más evitarlos todo lo posible; creen que todo les está permitido y gustan de mostrarse agresivos en nombre de la mayor gloria de Italia.
—¿Usted no ha tenido problemas?
—No. Los empleados deben jurar fidelidad al nuevo régimen, es verdad, pero yo no soy más que un honrado comerciante que no busca pelea. Mientras me dejen viajar cuando quiera y llevar mis negocios como me parezca...
—Siga manteniendo esa actitud. Es más prudente.
En el tono repentinamente grave del Cojo había algo que impresionaba. Tras unos instantes de silencio, Morosini dijo:
—¿Recuerda que en Varsovia me anunció la llegada de una... orden negra capaz de poner en peligro la libertad?
—Y por causa de la cual debemos reconstruir el pectoral y resucitar cuanto antes Israel como Estado —completó Aronov—. ¿Va a preguntarme ahora si el Fascio es esa orden negra?
—Exacto.
—Digamos que es la primera manifestación de una enfermedad terrible, una primera ráfaga de viento antes de la tormenta. Mussolini es un histrión vanidoso que se cree César y que podría no ser más que Calígula. El verdadero peligro viene de Alemania; su economía está destrozada y sus fuerzas vivas, heridas. Un hombre casi iletrado, inculto, brutal pero grandilocuente y con un oscuro instinto orientado hacia la guerra va a esforzarse en resucitar el orgullo alemán glorificando la fuerza y excitando los instintos más detestables. ¿No ha oído hablar aún de Adolf Hitler?
—Vagamente. Hubo una manifestación la primavera pasada, creo. Algo bastante parecido a las demostraciones del Fascio, ¿no?
—Exacto. La aventura mussoliniana podría muy bien haber dado alas a Hitler. De momento todavía no es más que el jefecillo de una banda paramilitar, pero mucho me temo que un día eso se transformará en un maremoto capaz de engullir a Europa...
Con los dos codos apoyados en la mesa y la copa entre los dedos, Simon Aronov parecía haber olvidado a su compañero. Su mirada se perdía frente a él, en una lejanía a la que Morosini no tenía acceso, pero la crispación de su rostro bastaba para darse cuenta de que esa perspectiva no ofrecía ninguna imagen risueña. En el momento en que Aldo iba a hacer una pregunta, él añadió:
—Cuando sea el amo, y un día lo será, los hijos de Israel estarán en peligro de muerte. Y no sólo ellos, sino muchas más personas.
—En tal caso —dijo Morosini—, no hay tiempo que perder si queremos tomarle la delantera. Hay que completar el pectoral del Sumo Sacerdote cuanto antes.
Aronov esbozó una sonrisa.
—Así que cree en nuestra vieja tradición, ¿eh?
—¿Por qué no iba a creer en ella? —masculló Morosini—. De todas formas, y aun en el caso de que Israel no volviera a renacer jamás como Estado, si devolverlas a su sitio es el único medio de impedir que esas malditas piedras continúen haciendo daño, me consagraré a esa tarea en cuerpo y alma. El zafiro y el diamante han dejado ambos un rastro sangriento y supongo que con las otras dos sucede lo mismo. En lo que respecta al ópalo, si la desdichada Sissi lo llevó, la causa está vista para sentencia. En cuanto a la que actualmente lo luce, los velos fúnebres con los que se tapa el rostro no son señal de una dicha radiante. Hay que liberarla de él cuanto antes.
—Estoy de acuerdo con usted, por supuesto, pero no se precipite —murmuró el Cojo con gravedad—. Es posible que le tenga más apego a esa joya que a cualquier otra cosa. Tal vez incluso más que a su vida. Si es así, como sospecho, el dinero no servirá de nada.
—¿Cree que no lo sé? Y supongo que esta vez no tiene una piedra de recambio como en los dos casos anteriores. De ser así, ya me lo habría dicho.
—En efecto. Un ópalo no se puede imitar. Es verdad que Hungría los produce y que quizá, sólo quizá, fuera posible encontrar uno bastante similar. Sin embargo, el mayor problema lo plantea la montura. Esa águila blanca está compuesta de diamantes variados y de una rara calidad. Es una joya valiosísima que, aparte de ser histórica, puede tentar a más de un ladrón. Es una suerte que la dama desconocida vaya escoltada por un guardaespaldas tan imponente.
—Me alarma. En caso de que aceptara vender, ¿estaría usted en situación de pagar el precio que pida?
—Sobre ese punto puede estar tranquilo. Dispongo de todos los fondos que sean necesarios. Ahora voy a dejarlo. Muchísimas gracias por esta agradable cena.
—¿Volveremos a vernos?
—Si lo considera necesario o si averigua algo interesante, venga a verme al palacio Rothschild. Pienso quedarme unos días.
Después de haber dejado a Aronov instalado en un coche, Morosini dudó un momento sobre lo que iba a hacer. Acostarse no, desde luego. No tenía ningunas ganas de dormir.
Levantó la cabeza y vio que el cielo estaba casi despejado; dos o tres animosas estrellas hacían guiños. El botones del hotel, al ver que se entretenía en los últimos peldaños, se ofreció a pedirle un coche.
—No, no —dijo—. Prefiero caminar un poco fumando un puro. ¿Podría ir a buscar al guardarropa del restaurante mi capa y mi sombrero?
Unos minutos más tarde, Aldo deambulaba por Käerntnerstrasse al paso apacible de un juerguista rezagado que hubiera decidido respirar el aire fresco de la noche para disipar los vapores del alcohol. Desierta a esa hora —la torre de la catedral de San Esteban daba las dos—, la gran arteria lujosa brillaba como el interior de una gruta mágica. Por eso, al girar en la esquina de Himmerlpfortgasse, mucho menos iluminada, Morosini tuvo la impresión de penetrar en una falla entre dos acantilados. De vez en cuando, una débil farola permitía apenas andar sin doblarse los tobillos sobre los adoquines, que debían de datar de la época de María Teresa. Las luces del palacio Adlerstein estaban apagadas.
Envolviéndose en su capa del más puro estilo español, de modo que resultaba prácticamente invisible, Morosini se agazapó en el hueco de una puerta y se sumió en la contemplación de la casa muda. Muda y, además, ciega, pues ni un solo rayo de luz se filtraba a través de los postigos cerrados.
Se quedó allí un buen rato, buscando la manera de descubrir el secreto de esa fachada austera que de noche, con las formas imprecisas y retorcidas de los atlantes sosteniendo el balcón, se tornaba siniestra, pero acabó por hartarse, se sintió ridículo y lamentó haber sacrificado un buen puro. Misteriosa o no, a esas horas la dama vestida de encaje negro debía de dormir el sueño de los justos, y él empezaba a tener frío en los pies. El mejor método de investigación, el único, seguía siendo ver sin tardanza a la condesa Von Adlerstein. Si no estaba en Viena, iría a su castillo alpestre y sanseacabó.
Iba a abandonar su refugio cuando el chirrido de una pesada puerta le hizo permanecer inmóviclass="underline" el gran portalón del palacio estaba abriéndose y a través de él asomó el doble haz de luz de los faros de un coche, que salió en cuanto tuvo paso libre. Morosini vio una gran limusina de un color oscuro. En el interior, un chófer con librea y tres personas difíciles de distinguir, aunque Morosini habría apostado su alma inmortal a que dos de ellas eran la dama desconocida y su escolta. Un baúl y varias maletas iban atadas en la parte trasera. El observador no tuvo oportunidad de ver nada más. Después de pasar suavemente sobre el ligero desnivel del arroyo, el potente vehículo giró a la izquierda hasta el vecino Ring y desapareció mientras una mano invisible se apresuraba a cerrar el portalón.