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Como el joven que lo seguía se había sentado a una mesa justo enfrente de él, no podía evitar verlo, más aún considerando que lo observaba con una atención tan persistente que llegaba a resultar insolente.

Un poco molesto, pero sin ningunas ganas de enfrentarse a ese desconocido cuyo peinado le recordaba un techo de cabaña desigual, Morosini se refugió detrás del periódico hasta que le llevaron la comida y después se dedicó a ella. Una breve mirada le había informado de que el otro hacía lo mismo, aunque había escogido mostachones con mermelada, Strudel y Schlagober, de los que engulló una cantidad increíble en un santiamén, de modo que ya había acabado cuando Aldo estaba empezando su pastel de buey.

Después de la tercera taza de café, el joven glotón se tomó un tiempo de reflexión durante el cual su humor no mejoró. Se puso rojo como un tomate, al tiempo que fruncía el entrecejo hasta el punto de juntar las cejas. Finalmente, se levantó, se encasquetó el sombrero de fieltro verde adornado con un penacho y fue directo hacia Morosini.

—Caballero —dijo—, sólo tengo una cosa que decirle: déjela en paz.

Aldo levantó la cabeza de su Spanische Windtorte para mirar al joven.

—Caballero —contestó con una amable sonrisa—, no tengo el honor de conocerlo, y si habla formulando enigmas, tendremos dificultades para entendernos. ¿A quién se refiere?

—Lo sabe perfectamente, y si es usted un hombre como es debido, comprenderá que me niegue a pronunciar un nombre que no está hecho para andar por los cafés, aunque sean tan respetables como éste.

—Esa delicadeza le honra, pero, en tal caso, quizá prefiera decírmelo fuera. Aunque supongo que me permitirá acabar el postre y tomarme el café.

—No tengo intención de quedarme más tiempo, sólo de hacerle una advertencia: deje de rondar a su alrededor. El interés que demuestra últimamente por cierto palacio debería hacerle comprender lo que quiero decir. Servidor de usted, caballero.

Y sin dar tiempo a Morosini de levantarse de la mesa, el caballero del penacho atravesó la sala y salió por la puerta batiente. Aunque aliviado en un primer momento de verse libre del que él consideraba un loco, Aldo reaccionó con prontitud: ese muchacho sólo podía aludir a la dama de negro y, en consecuencia, tenía que saber quién era. Así pues, abandonando su tarta Viento de España sin apenas haberla probado, dejó dinero sobre la mesa y se precipitó hacia la salida ante la mirada horrorizada de la camarera: ¡un comportamiento semejante era inadmisible en Demel!

Desgraciadamente, una vez en la calle constató que, si bien varios sombreros verde oscuro con penacho navegaban por allí, ninguno cubría la cabeza esperada. El vehemente joven se había esfumado.

Tras haber dudado unos instantes sobre cuál era la conducta más procedente, Aldo decidió no volver a Demel, pero, como no había tenido tiempo de tomar café y le apetecía hacerlo, fue al hotel y pidió uno en el bar. La calma que reinaba allí a esa hora del día era propicia a la reflexión, y en ella se sumió, pues no tenía más remedio que admitir que se hallaba en un callejón sin salida: la mujer de los encajes había desaparecido. En cuanto al palacio Adlerstein, no tenía muchas posibilidades de entrar en él, pues el cancerbero le cerraría la puerta en las narices si tenía el mal gusto de volver a presentarse allí. Conclusión: era preciso encontrar una manera de ver a la señora del lugar fuera de Viena, es decir, en su propiedad de los alrededores de Salzburgo.

Era una de las regiones más bonitas de Austria y Morosini no tenía ningún inconveniente en visitarla, aunque faltaba averiguar cómo se llamaba el castillo en cuestión y dónde estaba exactamente.

Una tentativa de obtener información de Frau Sacher resultó infructuosa, pues, si bien la célebre Anna conocía Viena y a sus habitantes como la palma de su mano, no sabía prácticamente nada de la provincia.

—Pero ¿por qué no se lo pregunta al barón Palmer, puesto que son amigos? —añadió.

—Amigos es mucho decir. Somos simples conocidos. ¿Usted lo conoce hace mucho?

—Antes de la guerra se alojó varias veces aquí, aunque nunca mucho tiempo. Siempre ha sido un gran viajero. Está muy unido a la familia Rothschild y ahora se aloja en su casa cuando viene a Austria. Pero cuando está en Viena nunca deja de venir a comer o a cenar, a veces con el barón Louis. No me extrañaría que hubiera un vínculo de parentesco entre ellos.

Morosini reprimió una sonrisa: un parentesco con los fabulosos banqueros «pegaba» bastante poco con lo que Aronov le había contado de los suyos, muertos durante el pogromo de Nizhni-Nóvgorod en 1882. Sin embargo, se habían dado ejemplos más singulares a lo largo la historia, además de que eso quizás explicaría en parte la enorme fortuna de la que parecía disponer el Cojo.

—¿Sigue viviendo en...? —dijo aparentando indiferencia—. Nunca consigo acordarme del nombre...

—¿Cómo quiere recordar un nombre que tiene más consonantes que vocales? A mí me pasa lo mismo que a usted, príncipe. De lo único que me acuerdo es que está cerca de Praga —respondió inocentemente Frau Sacher jugueteando con sus numerosos collares de perlas—. Tendría que consultar las fichas antiguas para encontrar ese dato.

—No se moleste, por favor, yo también debo tenerlo anotado en alguna parte —dijo hipócritamente Aldo, un poco decepcionado de que su trampa no hubiera funcionado. Los alrededores de Praga no le decían mucho más acerca de su misterioso cliente, pues ya sabía que tenía varios domicilios. ¿Por qué no iba a figurar entre ellos Praga, desde siempre uno de los lugares destacados del pueblo judío?

Un rato más tarde montaba en un coche de punto. Como había dejado de llover, Morosini, pese a sus preocupaciones, disfrutó del paseo hasta el elegante barrio del Belvedere, donde la mansión Rothschild ocupaba un lugar privilegiado.

Un mayordomo más tieso que un palo, al que la enunciación de su nombre apenas hizo inclinarse, lo recibió en el gran vestíbulo rematado por una cúpula que era el corazón de la casa y a continuación lo introdujo en un salón marcado con el sello de ese fasto un poco recargado pero innegable característico de todas las moradas familiares. Al cabo de un momento, el paso irregular del barón Palmer sonaba sobre el brillante parqué Versalles.

—¿Podemos hablar aquí? —preguntó Morosini tras los saludos de rigor.

—Con toda confianza. Los criados de un Rothschild no se permitirían por nada del mundo escuchar detrás de las puertas. Son todos intachables. ¿Qué ocurre?

—Enseguida se lo diré, pero antes quisiera saber por qué me ha hecho venir si ya tenía aquí a Vidal-Pellicorne.

El monóculo de Aronov se desprendió al levantar éste una ceja.

—¿Adalbert aquí? Le doy mi palabra de que no lo sabía. ¿Cómo se ha enterado?

—Al ver a un criado lavar un coche en el patio del palacio Adlerstein. Resulta que era el suyo, y no sé qué iba a hacer aquí sin su propietario.

—Yo tampoco, pero, puesto que estaba usted allí, podría haberlo preguntado.

—La verdad es que no puede decirse que estuviera. En realidad, el sirviente con el que me encontré ayer me estaba echando a la calle. Tengo la impresión de que en ese palacio pasan cosas raras, o al menos de que lo habita gente rara.