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Celina hizo una pausa para respirar. Aldo sabía desde siempre que, una vez que se había lanzado, era imposible detenerla y que la sensatez aconsejaba esperar pacientemente. Sin embargo, al ver que volvía a abrir la boca para proseguir su filípica, se levantó, fue directo hasta ella, la asió por los hombros y la obligó a sentarse.

—Si no me dejas decir nada, no nos entenderemos. Para empezar, dime cómo se llama... mi prometida.

—¡No me tomes por idiota! ¡Lo sabes mejor que yo!

—Ahí es donde te equivocas. Acabo de enterarme y estoy impaciente por saber más.

—Creo que será mejor que se lo explique yo —dijo la suave voz de Guy Buteau, que acababa de entrar en la cocina terminando de atarse el cinturón de la bata—. Pero, primero, debo pedirle que me disculpe, querido Aldo.

Quería ir a esperarlo a la estación con Zian y el motoscaffo, pero dormía tan profundamente que ni siquiera he oído el despertador —añadió, pasándose por la cara sin afeitar una mano que trataba de borrar las huellas del sueño—. Y es muy raro, porque no me pasa nunca.

—No se disculpe —dijo Aldo, estrechando las dos manos de su antiguo preceptor—, son cosas que a todos nos pasan alguna vez. Con una buena taza de café se recuperará enseguida —añadió, volviéndose hacia Celina con la suficiente rapidez para sorprender en su ancho rostro marfileño una fugaz sonrisa de satisfacción—. ¿No le servirías una infusión anoche?

Si esperaba desarmar a su cocinera-gobernanta, se equivocaba. Esta levantó la barbilla y contestó, con los brazos en jarras:

—Pues claro que le di una infusión. Una deliciosa mezcla de azahar, tila y majuelo con una pizca de valeriana. Estaba hecho un manojo de nervios; tenía que dormir... y sobre todo no tomarme la delantera. Yo quería verte a solas y la primera.

—Pues lo has conseguido, Celina —dijo Aldo, suspirando, mientras se sentaba a la mesa—. Y ahora, ¿qué te parece si nos sirves un desayuno como Dios manda mientras charlamos? Por lo menos no me acusarás de intentar mantenerte al margen.

—Yo nunca he dicho eso...

Iba a subirse otra vez a la parra cuando Aldo, exasperado, dio un puñetazo en la mesa y se puso a gritar:

—¿Va a decidirse por fin alguno de vosotros a decirme quién está durmiendo en la habitación de las Quimeras?

—Lady Ferráis —contestó Guy, endulzando con generosidad su café.

—Repítamelo —dijo Aldo, que creía haber entendido mal.

—¿Le parece necesario? Lady Ferrals en persona llegó ayer por la mañana anunciándose como su futura, e inminente, esposa y prácticamente exigiendo que se le ofreciera hospitalidad.

—¡Nada de prácticamente! —rectificó Celina—. Lo exigió diciendo que te pondrías furioso cuando regresaras si dejábamos que se instalara en otro sitio.

—Esto es demencial. ¿Y de dónde venía?

—Del Havre, adonde llegó hace poco en el paquebote France. Vino directamente aquí. Parecía inquieta, nerviosa, y se sintió muy decepcionada por su ausencia. Parecía como si no hubiera dudado ni por un instante de que estaba esperándola.

—¿En serio? No la he visto desde... Londres, ¿y le parece raro que no esté aquí cuando ella decide presentarse? Es un poco excesivo, ¿no?

—A mí también me lo parece, pero ¿qué podía hacer? Por eso le mandé el telegrama.

—Hizo muy bien. Voy a aclarar todo este asunto.

—Lo que yo quisiera aclarar es lo que hay de verdad en todo esto —intervino Celina—. ¿Es tu prometida o no?

—No. Reconozco que el año pasado le propuse que se convirtiera en mi mujer, pero ese proyecto no pareció resultarle atractivo. De modo que no tienes ningún motivo para hacer las maletas, Celina. Mejor prepárame unos scampi para comer.

Morosini salió de la cocina y se dirigió hacia la escalera con la intención de ir a asearse un poco. En su habitación encontró a Zaccaria, ocupado en prepararle un baño como solía hacer siempre que volvía de viaje.

—Zaccaria, quisiera que fueses a saludar a lady Ferrals de mi parte y que le dijeras que tenga la amabilidad de reunirse conmigo a las diez en la biblioteca. ¿Entendido?

—Yo diría que está clarísimo. Un poco solemne, quizá.

El encargo no entusiasmaba al viejo mayordomo, quien, al contrario que su esposa, no discutía jamás una orden. Una vez que hubo cumplido ésta, volvió para decir que lady Ferráis estaba de acuerdo, sin más comentarios.

Aldo intentó disfrutar plenamente de su momento preferido del día, el del baño, fumando un cigarrillo mientras estaba sumergido en agua caliente perfumada con lavanda. Allí era donde reflexionaba mejor.

Durante todos los meses transcurridos, había pensado a menudo en Anielka. Con una irritación creciente, todo había que decirlo. El silencio en el que ella había decidido desaparecer después de que el tribunal de Old Bailey la absolviera, a Morosini le había parecido al principio sorprendente —se había tomado bastantes molestias para merecer al menos unas palabras de agradecimiento—, luego hiriente y, finalmente, francamente ofensivo. Y ahora la bella polaca se presentaba de repente en su casa y tenía la desfachatez de declararse su prometida, sin preocuparse lo más mínimo de los perjuicios que podía ocasionar.

—¿Y si y o estuviera viviendo con alguien? —dijo Morosini, indignado, concediéndose una segunda dosis de tabaco inglés—. ¡Es un golpe como para romper un matrimonio... o un embrión de matrimonio!

El enfado, convenientemente alimentado, lo acompañó mientras terminaba de lavarse y después se ponía una camisa azul claro y un traje de franela tan inglés como su tabaco. Cepilló su abundante cabello castaño que la cuarentena plateaba ligeramente en las sienes, lo que añadía un encanto suplementario a su rostro moreno, cuya sonrisa despreocupada, además de mostrar unos bonitos dientes blancos, atenuaba la arrogancia de la nariz y el brillo fácilmente burlón de los ojos, de un azul acerado. Dirigió una rápida y distraída mirada a su imagen y bajó a la biblioteca para encontrarse con la mujer que no sabía muy bien qué sentimientos iba a despertarle.

Como todavía no eran las diez, pensaba que llegaría antes que ella. Sin embargo, Anielka ya estaba allí. Eso lo contrarió, pero sólo por un instante; dado que no había hecho ningún ruido al entrar, tuvo ocasión de contemplar a esa joven que, a los veinte años, se las había arreglado para tener tras de sí un pasado cargado de acontecimientos y la sombra trágica de dos hombres: su marido, sir Eric Ferráis, el riquísimo comerciante de cañones asesinado por envenenamiento, y su amante Ladislas Wosinski, que se había ahorcado.

Había abierto uno de los cartularios y, de pie junto al gran mapamundi sobre soporte de bronce situado ante la ventana central, examinaba un mapa marino antiguo. Su fina silueta se recortaba armoniosamente contra la luz del sol y su imagen seguía siendo arrebatadora. Diferente, sin embargo, y Aldo no estuvo seguro de que ese cambio le gustara. Desde luego, el vestido corto, de un color miel que hacía juego con los ojos de la joven, mostraba hasta las rodillas unas piernas preciosas, pero los hermosos cabellos rubios, que a Aldo siempre le habían parecido maravillosos, habían quedado reducidos a un pequeño casquete, sin duda a la última moda pero infinitamente menos favorecedor que el anterior corte. América y sus excesos, París y su independencia femenina habían pasado por ahí, y era una pena.

No obstante, pese a lo que él creía, Anielka debía de haberlo oído entrar. Sin apartar los ojos del venerable pergamino que contemplaba, dijo con la mayor naturalidad del mundo, como si hiciera sólo unas horas que no se habían visto: