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—¡Tienes auténticas maravillas, querido Aldo!

—Esta biblioteca es la única estancia del palacio, junto con la habitación de mi madre, que dejé intacta cuando monté la tienda de antigüedades. Pero ¿te has tomado la molestia de venir hasta aquí para admirarlas? Hay museos más interesantes en el mundo.

Con una desenvoltura un tanto desafiante, Anielka dejó caer el antiguo portulano, que él atrapó al vuelo y fue a dejar en su sitio.

—Nunca me han atraído los museos; sabes muy bien que lo que a mí me gusta son los jardines. He cogido eso sólo para entretenerme mientras te esperaba, pero de todas formas sé reconocer el valor de las cosas.

—¡Nadie lo diría!

Volviéndose bruscamente, Aldo se apoyó en el mueble y preguntó con frialdad:

—¿A qué has venido?

Una sorpresa llena de inocencia agrandó más los ojos dorados de la joven.

—¡Vaya recibimiento! Confieso que esperaba algo muy distinto. ¿No hubo un tiempo en que te declarabas mi paladín, en que querías convencerme de que viniera contigo a Venecia, en que jurabas que, si me convertía en tu mujer, ya no tendría nada que temer?

—En efecto, pero ¿no decidiste tú, muy poco tiempo después, casarte con otro? Que yo sepa, continúas siendo lady Ferráis, ¿o estoy equivocado?

—No, continúo siéndolo.

—Y como no recuerdo haber pedido jamás la mano de esa dama, no me gusta que hayas venido aquí y te hayas presentado como mi prometida.

—¿Es eso lo que te molesta? ¡Vamos, no seas tonto! Sabes de sobra que siempre te he querido y que antes o después seremos el uno del otro.

—Tu seguridad me encanta, pero me temo que no la comparto. Reconocerás, querida, que has hecho todo lo posible para enfriar mis sentimientos. La última vez que nuestras miradas se cruzaron, tú salías del Tribunal en compañía de tu padre y desapareciste en las brumas de Inglaterra antes de embarcar rumbo a Estados Unidos. De todo eso me enteré, además, por el superintendente Warren, porque tú en ningún momento te dignaste dirigirte a mí. ¡Y escribir una nota no cuesta tanto! Por no hablar de una vulgar llamada telefónica.

—Olvidas a mi padre. Desde el momento en que fui puesta en libertad, no se apartó de mí ni un segundo. Y no eres de su agrado, a pesar de lo que hiciste para ayudarme cuando me acusaron de ese horrible asesinato. Lo más sensato era hacerle caso, marcharme para que se olvidaran de mí, al menos durante un tiempo.

—Entonces no te quejes de haberlo conseguido. ¿Puedo saber cuáles son tus planes ahora? Pero, antes de seguir hablando, siéntate, por favor.

—No estoy cansada.

—Como gustes.

Anielka se desplazó lentamente por la vasta estancia aproximándose a la ventana, lo que sólo permitía a Aldo ver un perfil impreciso de ella.

—¿Ya no me quieres? —susurró.

—Es una pregunta que prefiero no hacerme. Estás más guapa que nunca, aunque lamento que hayas sacrificado tus cabellos, y, si formularas la pregunta de otro modo, respondería que me sigues gustando.

—Dicho de otro modo, sigo siendo deseable para ti, ¿no?

—Por supuesto.

—Entonces, si ya no quieres casarte conmigo, seré tu amante, pero tengo que quedarme aquí.

Había vuelto hacia él corriendo y apoyaba sus finas manos sobre los fuertes hombros de Aldo al tiempo que alzaba hacia él una mirada implorante en el sentido estricto del término, pues había lágrimas en sus ojos. Lágrimas y miedo.

—¡Por favor, no me eches! —suplicó—. Tómame, haz de mí lo que quieras, pero déjame quedarme contigo.

Sus bonitos labios trémulos, sus ojos relucientes y un perfume sutil, indefinible y penetrante —sin duda una mezcla cara, elaborada para ella por algún maestro de los perfumes— hacían que estuviera muy seductora, pero Aldo no sintió el ardor que había sentido— al verla en el locutorio de la cárcel de Brixton cuando era una presa condenada a la horca, con un severo vestido negro y su cabellera rubia, casi irreal, por todo adorno. No obstante, fue sensible a la angustia que expresaba todo su ser.

—Ven —dijo con delicadeza, asiéndola del brazo para conducirla hasta un canapé antiguo colocado junto a la chimenea—. Tienes que explicarme todo eso para que me haga una idea clara de la situación en la que te encuentras. Después decidiremos lo que hay que hacer. Pero, antes de nada, dime por qué tienes tanto miedo y de qué.

Mientras él, en cuclillas, atizaba el fuego para avivarlo, ella fue a buscar el bolso a juego con el vestido que había dejado sobre un mueble. Una vez se hubo sentado, sacó de él unos papeles y se los tendió a Aldo.

—De esto es de lo que tengo miedo: amenazas de muerte. En Nueva York recibía cada vez más. Toma. Mira.

Aldo desplegó una carta, pero se la devolvió enseguida.

—Deberías haberla traducido. Yo no leo ni hablo polaco.

—Es verdad. Perdona. Bueno, sin entrar en muchos detalles, en estos mensajes se me acusa de ser causante de la muerte de Ladislas Wosinski. Según dicen, no se suicidó, sino que lo mataron después de haberle obligado a escribir una confesión falsa para salvarme.

Morosini recordó entonces las confidencias del superintendente la última vez que habían cenado juntos antes de que Adal y él se marchasen de Inglaterra. Él también tenía dudas sobre ese suicidio demasiado oportuno que se había producido en un modesto piso de Whitechapel, cuando el juicio de Anielka avanzaba a pasos agigantados hacia una sentencia de muerte. Warren creía que había sido un montaje perfectamente preparado por el conde Solmanski, padre de Anielka, cuya clave no perdía la esperanza de encontrar, y al parecer no era el único.

—¿Qué dice tu padre?

—Llamó a la policía, pero no se tomaron en serio las amenazas. Para ellos es un asunto entre polacos, unos individuos demasiado románticos y descomedidos para que se conceda importancia a sus disputas. Mi padre contrató entonces los servicios de un detective privado para que me protegiera, pero no pudo impedir dos atentados: mi suite del Waldorf Astoria se incendió sin ninguna razón aparente y estuve a punto de ser atropellada al salir de Central Park. Le supliqué a mi padre que me llevase fuera de Estados Unidos, sobre todo porque no me gusta; la gente es desmesurada, brutal, muchos son maleducados y están tremendamente ufanos de sí mismos.

—¡No me digas que no encontró a unos cuantos hombres refinados que se pusieran a tus pies y se ofrecieran a defenderte! —dijo Morosini con sorna—. ¿No te salió ningún pretendiente?

—¡Demasiados! Tantos que era imposible saber cuál era sincero y cuál no. No olvides que soy una joven viuda muy rica y bastante guapa.

—No tengo intención de olvidarlo. ¿Y fue por encontrarte en esa situación tan apurada por lo que pensaste en mí?

—No —respondió la joven con cierto candor que hizo aflorar una sonrisa irónica a los labios de Aldo—. Al principio me refugié en casa de mi hermano, que vive en una magnífica propiedad en la costa de Long Island, pero no tardé en sentirme incómoda allí. Ethel, mi cuñada, es bastante amable, pero Sigismond y ella llevan una vida alocada; van de fiesta en fiesta y su casa está siempre llena. No me explico cómo puede soportar mi hermano una existencia tan agotadora.

—Debe de gustarle. Pero ¿por qué te quedaste tanto tiempo? ¿Qué te retenía allí, cuando tantos bienes tienes en Inglaterra como en Francia? Eso que yo sepa...

—La prudencia, creo. Mi padre afirmaba que era preferible establecer una clara ruptura con lo que acababa de suceder en Europa, a fin de dejar que las aguas revueltas como consecuencia de ese desgraciado asunto volvieran a su cauce. Un año le parecía un período aceptable. Mientras tanto, se metió en algunos negocios. Allí es muy fácil cuando se dispone de medios. Se lo tomó muy en serio y empezó también a viajar por todo el país. Hasta parecía dominado por la fiebre del oro.