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Pensando que era más prudente conformarse con una semivictoria, Aldo depositó un ligero beso sobre los dedos que le ofrecían y sonrió también, pero quienes lo conocían de verdad sabían que esa sonrisa contenía una gran dosis de desafío.

—Ya veremos. Ahora voy a ocuparme de tu alojamiento..., miss Campbell. Entretanto, aquí estás en tu casa y espero que me hagas el honor de comer conmigo y mi amigo Guy.

—Con mucho gusto. Entonces, ¿puedo ir a cualquier sitio de la casa? —preguntó girando sobre los finos tacones, lo que hizo revolotear el vestido hasta dejar un poco más al descubierto sus piernas.

—Naturalmente. Salvo a los dormitorios... y a las cocinas. Si quieres, Guy te enseñará la tienda.

—Oh, no temas —dijo Anielka en un tono afectado—, me guardaré mucho de meterme entre las faldas de esa mujer gorda que se da tantos aires cuando es una simple cocinera.

—Ahí te equivocas. Celina es mucho más que una cocinera. Estaba aquí antes de que yo naciera y mi madre la quería mucho. Yo también —dijo Morosini con severidad—. Es en cierto modo el genio familiar de este palacio. Procura no olvidarlo.

—Comprendo —dijo Anielka, suspirando—. Si quiero convertirme un día en princesa Morosini, antes tengo que domar al dragón.

—Más vale que te lo diga cuanto antes: éste es indomable. Hasta luego.

Tras estas palabras, Aldo dejó a Anielka examinando las altas estanterías para escoger un libro y salió de la estancia con la intención de buscar a Celina. No tuvo que ir muy lejos; la cocinera apareció ante él como por arte de magia en cuanto llegó al portego, la larga galería-museo común a numerosos palacios venecianos. Con un plumero en la mano, desempolvaba con una minuciosidad sospechosa un estuche de cristal que contenía una carabela con las velas desplegadas y reposaba sobre una de las consolas de pórfido. Aldo no se dejó engañar por su actitud de indiferencia fingida.

—Está muy feo escuchar detrás de las puertas —susurró—. Deberías decírselo a tu confesor.

—¡Eso es ridículo! ¡Como si no supieras que estas puertas son demasiado gruesas para que se pueda oír nada!

—Tal vez... cuando están cerradas. Pero ésta no lo estaba —dijo, pinchándola—. Además, ¿desde cuándo manejas ese instrumento?

—Muy bien, lo reconozco. ¿Qué vas a hacer con ella?

—Instalarla en casa de Anna-Maria. Nadie irá a buscarla allí y podrá estar tranquila.

—¿Necesita... tranquilidad? ¡Viéndola nadie lo diría!

—Más de lo que imaginas. Si quieres saberlo todo, está en peligro. Ésa es una de las razones por las que no puedo dejar que se quede aquí; no tengo ningunas ganas de que esta casa y sus habitantes corran ningún peligro.

Iba a bajar para telefonear desde su despacho, pero cambió de opinión.

—Ah, por cierto, ¿quién de la casa sabe cómo se llama?

—Zaccaria, claro, puesto que fue quien la recibió, y también el señor Buteau. El joven Pisani no; había ido a la villa de Stra para tramitar unos cuadros...

—Tramitar no, peritar —corrigió maquinalmente el anticuario—. ¿Y las dos doncellas?

—No, apenas la han visto. En cuanto a mí, siempre he sido incapaz de recordar los nombres extranjeros. Sólo sé que es lady... algo.

—Ya no es lady, ni algo ni nada. Ahora es miss Anny Campbell. Voy a avisar a Zaccaria y a Guy.

La primera idea de Aldo había sido telefonear a su amiga Anna-Maria para pedirle que alojara a Anielka, pero después de pensarlo había preferido ir en persona. Conocía por experiencia a las telefonistas de Venecia: las devoraba permanentemente una insaciable curiosidad y no dudaban en divulgar ciertas noticias cuando eran un poco sabrosas. Más valía no fiarse.

Anna-Maria Moretti vivía en una adorable casa rosa, a orillas de un tranquilo rio y dotada de un bonito jardín cuyo fondo llegaba al Gran Canal. Después de la guerra, en la que su marido, médico, había encontrado la muerte, la había convertido en una especie de pensión familiar en la que sólo aceptaba a personas recomendadas que deseaban llevar una vida tranquila. Dado que se trataba de su propia vivienda, convertida por razones económicas en albergue pasajero, la viuda de Giorgio Moretti no quería bajo ningún concepto hospedar a clientes ruidosos o maleducados. Exigía que se comportaran en su casa como si fueran invitados de uno de los palacios de los alrededores.

Recibió a Aldo con la invariable alegría que siempre despierta un amigo de la infancia. Era hermana del farmacéutico Franco Guardini, en cuya compañía Aldo había pasado de la infancia a la adolescencia y llegado a la madurez sin que nada turbara el buen entendimiento entre ellos. Anna-Maria era más joven que su hermano. Coronada por una abundante cabellera de ese rubio cálido típicamente veneciano, a sus treinta y cinco años pertenecía a la categoría de mujeres de las que, al verlas, se dice: «¡Esto es una mujer guapa!» Los rasgos de su cara y las líneas de su cuerpo evocaban las estatuas griegas, pero le conferían cierta frialdad. Aparente, sin duda alguna, pero que jamás había incitado a Aldo a hacerle la corte. Sus sentimientos hacia ella siempre habían sido fraternos, y era mucho mejor así, pues Anna-Maria era mujer de un solo amor. La desaparición de su esposo había puesto fin a su vida sentimental.

Recibió a Aldo con la lenta sonrisa que constituía quizá su mayor encanto.

—¿Quieres que vayamos a tomar algo al jardín? Esta mañana hace muy buen tiempo.

Como ese año el otoño estaba siendo muy suave, el pequeño jardín sobre el agua estaba aún lleno de flores y la viña virgen, de un precioso rojo profundo, que trepaba por las paredes de la casa y del palacio vecino formaba un envoltorio suntuoso a su alrededor. Sin embargo, Aldo declinó la invitación.

—Me tomaría con gusto un Cinzano frío, pero en tu despacho. Tengo que hablar contigo.

—Como quieras.

Anna-Maria sabía escuchar sin interrumpir a su interlocutor, y éste la puso al corriente de la situación sin rodeos, pero ella, lejos de asustarse por los peligros que corría su futura huésped, se echó a reír.

—Estoy segura de que ha exagerado mucho la historia. Pero no necesitas que yo te lo diga, tú conoces muy bien a las mujeres, y a ésta se le ha metido entre ceja y ceja convertirse en princesa Morosini. Teniendo en cuenta que ni eres pobre ni feo, la comprendo muy bien. Por lo demás, es posible que logre sus fines.

—¡No lo creas! El tiempo en que deseaba casarme con ella ha pasado y me extrañaría mucho que volviera. Pero no minimices los problemas que giran alrededor de Anielka; si te lo he contado todo es, en primer lugar, porque eres una amiga fiel, pero también para que puedas negarte a aceptarla con conocimiento de causa.

—¿Quieres que me niegue?

—No. Espero que la aceptes, pero los tiempos han cambiado y los extranjeros que alargan demasiado su estancia en Italia son vigilados de cerca por la gente de Mussolini, y no quisiera que tuvieses problemas.

—No hay ninguna razón para que los tenga. En primer lugar, las autoridades municipales me tienen en gran estima; en segundo lugar, el jefe del Fascio local come en la palma de mi mano; y por último, tu amiga tiene pasaporte norteamericano. Y a los Camisas Negras les gustan mucho los norteamericanos y sus dólares. Si miss Campbell interpreta bien su papel, no tendremos ningún problema. Anda, ve a buscarla.

—La traeré esta tarde. ¡Eres un cielo!

Al llegar a su casa, se puso a buscar a Anielka para comunicarle las disposiciones que acababa de tomar, pero le costó un poco encontrarla, pues ni por un instante le pasó por la cabeza que pudiera estar en la tienda-exposición. Y precisamente allí era donde estaba en compañía de Angelo Pisani, a todas luces víctima de su encanto. El joven la guiaba con una atención devota a través de las dos grandes salas, en otros tiempos almacenes de mercancías, cuando las naves venecianas surcaban las escalas del Levante para traer todo lo que producía el fabuloso Oriente. Ahora, en lugar de especias raras, piezas de seda, alfombras y otras cosas espléndidas, había, en justa compensación, una muestra de las maravillas producidas a lo largo de los siglos por los artistas y artesanos de la vieja Europa.