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Cuando Aldo se reunió con los dos jóvenes, Anielka tenía en la mano un gran vaso de cristal antiguo, grabado en oro, y se divertía moviéndolo a la luz del sol mientras Angelo, emocionado, la informaba sobre la antigüedad y la historia de aquel hermoso objeto. Al entrar su jefe, el joven se sonrojó, y por su actitud se notaba que se sentía incómodo, como si Morosini lo hubiera pillado in fraganti.

—He... he tenido el placer de que el señor Buteau me pre... presentara a miss Campbell —dijo tartamudeando—, y estaba mos... mostrándole... nuestras maravillas.

—Tranquilícese, muchacho —dijo Aldo con una amable sonrisa—. Ha hecho muy bien distrayendo a nuestra visitante.

—¡Esto es una verdadera cueva de Alí Baba, querido príncipe! —exclamó la joven dejando el vaso—. Sólo faltan las joyas, las piedras. ¿Dónde las escondes?

—En un lugar secreto. Cuando tengo alguna para vender, claro, lo que no es el caso en este momento.

—Pero... dicen que eres coleccionista. Lo que, evidentemente, presupone poseer una colección. ¿No vas a enseñármela?

El tono y la sonrisa eran igualmente provocadores, y a Aldo no le gustó mucho ese súbito interés por lo que, a semejanza de sus iguales, consideraba su jardín secreto. Le recordó que esa arrebatadora criatura a la que tan cerca había estado de adorar era hija del conde Solmanski, un hombre del que seguía sospechando que había encargado asesinar a su madre, la princesa Isabelle, para robarle el zafiro estrellado del pectoral, convertido posteriormente en joya de familia.

—Se dicen muchas cosas —repuso él con desenvoltura—. Se está haciendo la hora de sentarse a la mesa y a Celina no le gusta que los comensales se retrasen.

—Entonces no la hagamos esperar. Ya me enseñarás todo eso esta tarde.

—Sintiéndolo mucho, no tendremos tiempo. Debo llevarte a la Casa Moretti, donde están preparándote unos aposentos. Después me marcharé, tal como te había dicho.

—¿Cómo? ¿Ya?... ¡Pero si acabas de llegar!

—Efectivamente, pero hoy es jueves, y el Orient-Express sale de Venecia en dirección a París a las cinco y cuarto.

—Ah, ¿es a París a dónde vas?

—Sólo estaré de paso. El asunto que he dejado pendiente requiere mi presencia en otro sitio.

La decepción de Anielka era visible, cosa que el joven Pisani advirtió. Con una conmovedora buena voluntad, se precipitó en auxilio de la beldad en apuros:

—Si teme aburrirse mientras el príncipe se halle ausente, miss Campbell, me pongo a su disposición... al menos durante mi tiempo libre —rectificó dirigiendo una mirada inquieta hacia su jefe—. Estaré encantado de enseñarle Venecia. La conozco mejor que cualquier guía.

Anielka le tendió la mano con una sonrisa radiante, lo que le hizo sonrojarse de nuevo.

—Es muy amable. Recurriré a usted, no lo dude. Morosini lamentó que el joven Pisani no se hubiera quedado dos o tres días en el castillo de Stra. Saltaba a la vista que ese incauto estaba enamorándose de miss Campbell, y eso no facilitaba las cosas. El descontento de Aldo no tenía nada que ver con los celos. Simplemente, pensaba que embarcado en esa galera el pobre chico se exponía a sufrir, y la idea le desagradaba porque apreciaba mucho a Angelo.

Mientras se lavaba las manos antes de sentarse a la mesa, Guy Buteau, que había oído el final de la conversación en la tienda, preguntó:

—Creía que iba a volver a Viena. —Mi destino no era Viena, sino Salzburgo, y además, tengo una buena razón para pasar por París: quisiera saber si allí tienen noticias de Adalbert, cuyo silencio empieza a preocuparme. No supondrá dar un rodeo muy grande, porque allí podré tomar el Suiza-Arlberg-Viena Express,[3] que me llevará a la ciudad de Mozart con toda comodidad. Pero prefiero que no hablemos de esto en la mesa.

Una vez despachada la comida gracias a la diligencia de Celina, impaciente por ver a la excesivamente guapa intrusa alejarse de la casa, Aldo condujo a Anielka a casa de Anna-Maria, donde la joven se declaró encantada tanto del sitio como de la acogida, volvió para ultimar dos o tres detalles con sus colaboradores y después hizo que Zian lo llevara a la estación de Santa Lucia, adonde llegó aproximadamente un cuarto de hora antes de que saliera el tren, lo que le permitió comprar algunos periódicos para el viaje.

Tomó posesión con gran alivio del single que el empleado de los coches-cama consiguió encontrarle. Gracias a Dios, había logrado pasar sólo el día en Venecia y solucionar de la mejor manera posible una cuestión delicada. Era una solución momentánea, por descontado, pero como le parecía muy acertado el viejo refrán según el cual cada día trae su afán, se alegraba de poder apartar esa preocupación de su mente para dedicarse a buscar a la dama de la máscara de encaje negro.

Sin embargo, cuando desplegó uno de los periódicos extranjeros, un titular le saltó a los ojos: «Robo en la Torre de Londres. Las joyas de la Corona en peligro. Gran conmoción en toda Inglaterra.»

Ante la sorpresa general, sólo habían robado una joya, y con una facilidad que dejaba al periodista perplejo e incitaba a hacerse preguntas sobre la confianza que se podía conceder a los medios de protección con que contaba el Tesoro británico. Es cierto que, dada la reciente publicidad de que había sido objeto la Rosa de York, los conservadores de la Torre habían considerado preferible instalarla en una vitrina separada y tal vez un poco peor protegida. Pero ¿quién podía imaginar que robarían ese viejo diamante, menos deslumbrante que sus compañeros, cuando los más grandes del mundo se encontraban tan cerca? La conclusión del redactor era que se trataba de una operación montada por uno de los numerosos coleccionistas decepcionados cuando el gobierno de Su Majestad había recuperado el diamante histórico. Naturalmente, el superintendente Warren se hallaba de nuevo al frente de un asunto que ya le había hecho pasar algunas noches en blanco.

Cuando acabó de leer, Morosini dedicó un amistoso pensamiento al pterodáctilo, que no necesitaba ese incremento de trabajo, y se puso a reflexionar. ¿Quién habría corrido semejantes riesgos para apropiarse de la maldita piedra, o más exactamente de su copia fiel? Lady Mary reposaba en la sepultura escocesa de los Killrenan y su esposo pasaba apaciblemente los días bajo estrecha vigilancia en una clínica psiquiátrica. Quedaba quizá Solmanski, padre de Anielka y enemigo jurado de Simon Aronov, dispuesto a todo para apoderarse del pectoral, del que creía tener el zafiro.[4]

Sí, ese audaz robo podía ser obra suya. ¿No decía Anielka que se ausentaba a menudo «por negocios»? O si no, por supuesto, un coleccionista totalmente fuera del circuito y que contara con los medios necesarios para contratar a un ladrón hábil y comprar complicidades. En cualquier caso, puesto que el verdadero diamante había vuelto a su lugar de origen, lo que pasara con su réplica a Morosini ya no le interesaba. Y como el timbre del primer servicio estaba sonando en el pasillo, dobló el periódico, se lo puso bajo el brazo y se fue a cenar.

4 . En el que Morosini mete la pata

Cuando, tres días más tarde, Aldo bajó del tren en la estación de Salzburgo, no estaba de buen humor. No le gustaba perder el tiempo, y el rodeo que había dado por París tan sólo le había aportado largas horas de reflexiones solitarias. Seguía sin saber, efectivamente, qué había sido de Adalbert Vidal-Pellicorne.

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[3] Unos años más tarde se convertirá en el Arlberg-Orient Express, una segunda línea del más famoso de los trenes.

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[4] Véase La Estrella Azul.