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En el piso de la calle Jouffroy custodiado por dioses egipcios, sólo había encontrado a Théobald, el fiel sirviente del arqueólogo, pero éste, instruido en la escuela de un maestro que casi siempre tenía algo que ocultar, se había mostrado más hermético que un sarcófago tebano. Pese a estar encantado de ver de nuevo al príncipe, Théobald se limitó a responder a sus preguntas con un sí o con un no, sin comprometerse más. Sí, el señor había vuelto de Egipto, donde su estancia se había prolongado más de lo previsto. No, no estaba en París, y sí, su servidor ignoraba dónde podía encontrarse en ese momento.

Sin embargo, a fuerza de acribillarlo a preguntas, Morosini, uno de cuyos antepasados había formado parte del Consejo de los Diez y que en ese terreno poseía una fuerza indiscutible, había acabado por enterarse de que su amigo no había regresado directamente del Cairo. Aldo consiguió sonsacarle otra pequeña información: el señor viajaba con una dama. Pero, respecto a cuál era su destino, Théobald, al borde de las lágrimas, juró por lo más sagrado que no lo sabía, y el interrogatorio terminó ahí.

Estaba también el detalle del coche, pero, según Théobald, Vidal-Pellicorne se lo había prestado a un amigo. Así pues, Morosini no tuvo más remedio que conformarse con informaciones demasiado incompletas para satisfacerlo.

En el andén de la estación, saludó a un viajero frente al cual había cenado la noche anterior en el vagón restaurante. Era un hombre de unos cincuenta años, delgado y elegante, amabilísimo y de una sencillez bastante sorprendente en alguien tan célebre: se llamaba Franz Lehar y, tras una breve estancia en Bruselas y en París, iba a descansar un poco a su villa de Bad Ischl.

Como sabía que su compañero de una noche se dirigía también a la famosa estación balnearia, el padre de La viuda alegre y El conde de Luxemburgo le propuso compartir el coche que había ido a buscarlo a la estación.

—Hay unos sesenta kilómetros y será más agradable que tomar otro tren.

—Aceptaría con muchísimo gusto, maestro, si no hubiera planeado hacer una parada en Salzburgo.

—En tal caso, no deje de venir a verme cuando llegue. Siento una verdadera pasión por los objetos antiguos y usted habla de ellos como nadie. Ah, ahora que lo pienso, no intente alojarse en el Gran Hotel Bauer; cierra a finales de septiembre. Pero estará tan bien o incluso mejor en el Kurhotel Elisabeth, situado a orillas del Traun y casi enfrente de mi casa. Es un establecimiento que goza de una antigua reputación y se preocupa poco de las temporadas, pero que sólo admite clientes de calidad. Un recuerdo de los tiempos en que la Corte frecuentaba Ischl. Y aquí vaya al Österreichischer Hof. También está a orillas de un río, lo que resulta muy agradable.

Morosini le dio las gracias y se guardó mucho de añadir que, si quería quedarse unas horas en la ciudad natal de Mozart, no era para escuchar un concierto sino para conseguir un coche, preferentemente sin chófer, a fin de tener libertad de movimientos. Además, si bien el compositor austrohúngaro era tan encantador como su música, también era muy hablador, lo que aconsejaba relacionarse con él con moderación.

Al entrar en el antiguo hotel pomposamente denominado La Corte de Austria, en el que nada había cambiado desde su fundación, Morosini percibió una atmósfera tan solemne y un tono tan sigiloso que por un instante se preguntó si no se trataría de una sucursal imprevista de la Hofburg. El vestíbulo, pesadamente amueblado en estilo Biedermeier, era por sí solo una profesión de fe.

El personal hacía juego. Un portero con aires de primer ministro lo recibió antes de confiarlo a un lacayo dotado de la gravedad de un chambelán y a un maletero que poseía la austeridad de un camarero del papa. Estos condujeron al viajero hasta una gran habitación del primer piso, cuyas ventanas daban al muelle Isabel y a las aguas ligeramente torrenciales del Salzach. Más allá, dominada por la antigua fortaleza de los príncipes-obispos, Hohensalzburg, a la que sólo se podía llegar en funicular o por caminos de herradura, la ciudad de Mozart extendía su esplendor barroco, sus cúpulas, sus campanarios y la gracia de las colinas que lo enmarcaban y que el otoño vestía de oro y cobre.

Asomado al balcón, Morosini, que no había estado nunca en Salzburgo, la admiraba sin reservas cuando el petardeo de un motor deportivo, capaz de romper cualquier encanto, primero atrajo su atención vagamente y luego lo sobresaltó: un pequeño descapotable rojo vivo, tapizado en piel, doblaba la esquina del muelle con la evidente intención de aparcar delante del hotel. Aldo reconoció un Amilcar e inmediatamente estuvo dispuesto a jurar que las prendas de piel del conductor y sus grandes gafas cubrían la persona del egiptólogo al que buscaba por doquier.

No perdió tiempo en conjeturas, bajó a toda velocidad y aterrizó en el vestíbulo justo en el momento en que la gorra era retirada con mano enérgica, liberando los rizos de color paja y más revueltos que nunca de Adalbert Vidal — Pellicorne, cuyos ojos azules se agrandaron a causa del asombro cuando Morosini entró en su campo visual.

—¿Tú? Pero ¿qué haces aquí?

—Yo podría hacerte la misma pregunta. Es más, preguntas tengo un montón.

—Vamos a tener todo el tiempo del mundo para eso. Me alegro de verte.

Eran palabras que salían del corazón, y el vigoroso abrazo que siguió acabó de disipar la mala impresión que Aldo arrastraba desde París.

—Las he pasado canutas desde que nos separamos, ¿sabes? —suspiró Adalbert mientras tendía su pasaporte al recepcionista antes de girar sobre sus talones para seguir al lacayo-chambelán—. No te puedes ni imaginar de dónde salgo.

—¡A ver si lo adivino! Yo creo que vienes de Viena, aunque no hace mucho te pudrías sobre la paja húmeda de una prisión egipcia —recitó Morosini sin lograr reprimir una sonrisa de satisfacción al observar el estupor de su amigo.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Lo de Viena es fruto de mis deducciones personales, pero de tu aventura faraónica ha sido Simon quien me ha puesto al corriente.

—¿Lo has visto?

—La semana pasada, precisamente en Viena. Admiramos juntos una magnífica representación de El caballero de la rosa. Por cierto, podrías haberte tomado la molestia de escribirme. Entre amigos no está prohibido.

—Lo sé, pero... hay cosas que es preferible contar de viva voz. Además, detesto escribir.

—Te tenía por hombre de letras además de arqueólogo... y de otra cosa que no menciono.

—Redactar una obra o comunicados a tal o cual academia se me da bien, pero la correspondencia tipo Sévigné me horroriza.

El lacayo acababa de abrir ante ellos la puerta de una habitación contigua a la de Aldo. Adalbert asió a éste del brazo para hacerlo entrar.

—Vas a contarme todo eso mientras yo me doy una ducha y me cambio.

—¡Ni hablar! Yo también tengo que ducharme. Para que te enteres, acabo de bajar del Arlberg-Express y todavía tengo que conseguir un coche antes de cenar. Hablaremos en la mesa.

—¡Un momento! ¿Para qué quieres un coche? El mío está abajo.

—He asistido a tu llegada, pero, como no sé cuáles son tus planes, permíteme que yo me ocupe de los míos —dijo Morosini con una hipocresía absoluta.

—No tengo nada que hacer aparte de volver a París. Si nos necesitas a mí y a mi vehículo, estamos a tu disposición. Por cierto, ¿por qué estás en Salzburgo?... ¿Y qué fuiste a hacer a la Ópera con Simon? —añadió Vidal-Pellicorne, en cuyos ojos había aparecido súbitamente un brillo receloso—. ¿No sería por casualidad para un asunto relacionado con... con una...?