Выбрать главу

—¿Te crees que estoy loca, Plan-Crépin? No tengo ninguna intención de ir a helarme a París.

—¿Escogeremos acaso la Costa Azul?

—¡Demasiada gente! ¡Demasiado cosmopolita! ¿Por qué no Egipto?

—¿Egipto? —refunfuñó Aldo, vagamente frustrado—. ¿Usted también?

—No te lo tomes a mal, pero nuestro querido Adalbert nos ha hablado tanto de ese país durante un mes que ha acabado por tentarme. Y además, el soplo del desierto será mano de santo para mis articulaciones. Plan-Crépin, vaya a Cook a reservar dos camarotes y también dos habitaciones en el Mena House de Gizeh para empezar. Después ya veremos.

—¿Y cuándo nos vamos?

—Mañana, enseguida..., en el primer barco. ¡Y no ponga esa cara! Con la de cuerdas que ha tocado ya, ahora podrá ejercitarse en el manejo del pico y la pala. Después de sus hazañas como caco escalador, será un cambio.

Dos días más tarde, habían desaparecido, dejando tras de sí una montaña de lamentaciones y un gran vacío absolutamente palpable cuando Morosini y Guy Buteau se encontraron cara a cara en el salón de las Lacas, la estancia donde comían casi siempre. El antiguo preceptor también se mostraba sensible a la súbita desertización del palacio. Al finalizar aquella primera comida, expresó así su impresión:

—Debería casarse, Aldo. Esta gran morada no está hecha para albergar únicamente a un soltero y un solterón.

—Cásese usted, si es lo que le dicta el corazón. A mí no me tienta la idea.

Luego, tras haber encendido un cigarrillo con gesto indolente, añadió:

—¿No cree que somos un poco ridículos? Después de todo, nuestros invitados sólo llevaban aquí un mes largo, y antes creo recordar que vivíamos perfectamente bien.

Bajo su fino bigote gris, los labios del señor Buteau desplegaron una media sonrisa.

—Nunca estuvimos solos, Aldo. Antes teníamos a Mina. Creo que es a ella a la que más echo de menos.

Morosini cambió de expresión y apagó en un cenicero el cigarrillo que acababa de encender.

—Por favor, Guy, evitemos hablar de ella. Mina, no hace falta que se lo diga, no existía. Era una añagaza, el fruto del capricho pasajero de una chica rica que quería distraerse.

—No es usted justo y lo sabe. Mina..., o más bien Lisa, para llamarla por su verdadero nombre, nunca buscó aquí una distracción. Ella amaba Venecia, amaba este palacio, y quiso vivir aquí.

—Sí, vivir aquí y, disfrazada de sabihonda, examinarme como a un bicho raro a través de un microscopio desprovisto de benevolencia. Su veredicto no me ha sido favorable.

—¿Y el suyo, ahora que la conoce con su aspecto real?

—¡Qué más da! ¿A quién quiere que le interese?

—A mí, por ejemplo —dijo Buteau sonriendo—. Estoy convencido de que es la mujer que le conviene.

—Eso es cosa suya, pero como yo no opino lo mismo lo mejor es olvidarse del asunto. Más vale que nos vayamos a dormir. Mañana tendremos que poner al corriente al joven Pisani, y además de eso hay varias citas, así que será un día largo. Si ese muchacho trabaja bien, no tardaremos en olvidar a Mina.

De hecho, nada más verlo, Morosini estuvo seguro de que el nuevo fichaje le iría como anillo al dedo. Aquel joven veneciano rubio, cortés, bien educado, bien vestido y bastante parco en palabras no desentonaría entre los mármoles y los oros de un palacio transformado en tienda de antigüedades de primera clase. Incluso se integró con una naturalidad perfecta, pues sentía auténtica pasión por los objetos antiguos, sobre todo los procedentes de Extremo Oriente. En lo tocante a estos últimos, demostró una erudición que dejó a su nuevo jefe estupefacto cuando descubrió sobre una consola una vasija de celadón del siglo XVIII. Sin siquiera tomarse la molestia de darle la vuelta para buscar el nien-hao (el nombre del reinado), Angelo Pisani exclamó:

—¡Admirable! Esta vasija de triple gollete de la época Kien-Long, decorada en relieve con los diagramas talismánicos de las «verdaderas formas de las cinco montañas sagradas», es una pura maravilla. ¡No tiene precio!

—Pues así y todo yo pienso ponérselo —dijo Morosini—. Pero permítame que lo felicite. El señor Massaria no me había dicho que era usted un sinólogo tan experto.

—Tengo un poco de sangre de Marco Polo por parte de madre —explicó con modestia el nuevo secretario—. Seguramente mi atracción por esa cultura viene de ahí, pero también sé algunas cosillas sobre las antigüedades de otros países.

—¿Y las piedras preciosas y las joyas antiguas? ¿Entiende también de eso?

—Nada en absoluto —admitió el joven con una sonrisa enternecedora—. Salvo en lo que se refiere a las joyas y los jades chinos, claro. Pero, si el señor Buteau tiene la amabilidad de iniciarme, seguro que aprendo deprisa.

Angelo hizo gala, efectivamente, de grandes aptitudes, y como en el aspecto administrativo poco era lo que había que enseñarle, Morosini se declaró satisfecho, si bien lamentaba que, al margen del trabajo, fuera prácticamente imposible conseguir que dijera tres palabras seguidas. Era una especie de sombra silenciosa en el palacio, eficiente pero nada entretenida, lo que hizo que Aldo añorase todavía más a Mina. Ella era viva en sus réplicas, muchas veces extravagante, y desde luego con ella uno se divertía.

Para tratar de salir del aburrimiento, tuvo una aventura con una cantante húngara que había ido a interpretar Lucia di Lammermoor en la Fenice. Era rubia, encantadora, frágil, se parecía un poco a Anielka y poseía una voz cristalina digna de un ángel, pero eso era todo lo que tenía de angelical. Aldo descubrió enseguida que la bella Ida era tan experta en amor como en contabilidad, que sabía distinguir perfectamente un diamante de un circón y que, en todo caso, no veía ningún inconveniente en añadir un título de princesa al de prima donna.

Poco deseoso de transformar a ese ruiseñor migratorio en gallina doméstica, Morosini se apresuró a hacerle renunciar a sus ilusiones, y el romance terminó una noche de junio en el andén de la estación de Santa Lucia con un regalo que incluía una pulsera de zafiros, un ramo de rosas y un gran pañuelo destinado al rito de la despedida, que el amante inconstante vio agitarse largo rato por la ventanilla bajada del sleeping mientras el tren se alejaba.

Al volver a su casa con una intensa sensación de alivio, Morosini encontró un poco menos amarga la soledad que Guy Buteau y él compartían con la curiosa impresión de estar aislados del resto del mundo.

Ello se debía sobre todo a las escasas noticias que llegaban de las personas queridas. Las arenas de Egipto parecían haber engullido a Vidal-Pellicorne, a la marquesa y a la señorita Plan-Crépin. El primero podía alegar como excusa lo absorbente de su profesión, pero las otras dos habrían podido enviar algo más que una postal en seis meses.

Ninguna noticia tampoco de Adriana Orseolo, la prima de Aldo. La bella condesa, que se había marchado a Roma el otoño pasado con la idea de que su sirviente —y amante— Spiridion Mélas recibiera clases de un maestro del bel canto, parecía haber desaparecido también de la faz de la tierra. Ni siquiera el anuncio de un robo en su casa consiguió de ella algo más que una carta dirigida al comisario Salviati para manifestarle su entera confianza en la policía de Venecia y declarar que estaba demasiado ocupada para ausentarse de Roma. De todas formas, el príncipe Morosini estaba allí para velar por sus intereses.

Un poco asombrado por semejante despreocupación —ni siquiera le había mandado una felicitación de Año Nuevo—, éste descolgó el teléfono y llamó al palacio Torlonia, donde supuestamente estaba instalada Adriana. Se enteró de que, tras una estancia de una semana, su prima se había marchado sin dejar dirección. Y, bajo el tono cortés de su interlocutor, a Morosini le pareció advertir que para los Torlonia había sido un alivio. Idéntico fracaso en casa del maestro Scarpini: el griego poseía una hermosa voz, sí, pero un carácter demasiado difícil para que fuera posible considerar la posibilidad de una estancia de varios meses en su compañía. Ignoraban adonde había encaminado sus pasos.