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No se atrevía a pronunciar la palabra porque el lacayo, fiel a su personaje, se alejaba por el pasillo con una lentitud solemne. Aldo desplegó una amplia sonrisa.

—Apuesta a que sí y ganarás —dijo alegremente—. Pero, lo quieras o no, vas a tener que esperar hasta la cena. Necesito un buen baño.

—¿Te parece bonito darme largas?

—¡Esta sí que es buena! Mira, amigo, yo llevo una semana haciéndome preguntas sobre ti, y la pequeña entrevista que mantuve anteayer con tu precioso Théobald no cambió nada. Desde luego, puedes estar orgulloso de éclass="underline" es más discreto que un confesor.

—¿Has estado en mi casa?

—¡Brillante deducción! Todo lo que pude sacarle después de haberlo sometido a un interrogatorio es que te habías ido de vacaciones con una dama. Así que espera hasta la cena.

Adalbert no insistió, pero, para sorpresa de su amigo, se puso de repente colorado como un tomate y se metió en su habitación.

—Como quieras —masculló—. Nos veremos a las ocho.

Y la puerta se cerró tras él.

Los dos hombres vestidos con esmoquin se sentaron a una mesa en el Roten Salón, el nombre que el hotel salzburgués, llevado por su devoción al régimen imperial, había puesto a uno de sus dos restaurantes. Como conocía bien la ciudad y el Österreichischer Hof, donde solía alojarse, Adalbert se había encargado del menú. También fue él quien abrió fuego, aprovechando que todavía estaban los dos solos en una esquina de una sala medio vacía.

—Me perdonarás que no respete el orden que deseas, pero lo que me ha sucedido en los últimos meses no es, ni de lejos, tan apasionante como nuestras relaciones con Simon. Cuéntame qué hicisteis juntos en la Ópera, por favor.

Sin contestar, Morosini se puso a beber el Gespritzer[5] que les habían servido como aperitivo, lo que tuvo la virtud de impacientar todavía más a Adalbert.

—Bueno, ¿de qué hablasteis? —insistió—. ¿Ha encontrado la pista del ópalo o del rubí?

—Del ópalo. De hecho, hasta me brindó la oportunidad de contemplarlo... de lejos, sobre una dama de gran porte aunque muy misteriosa.

Y, sin hacerse más de rogar, relató su velada operística, aunque deteniéndose deliberadamente, con un perverso sentido del suspense, en el momento en que Aronov y él se habían percatado de la desaparición de la mujer vestida de encaje negro.

—¡Desapareció! —exclamó Adalbert—. Eso quiere decir que la perdisteis.

—En realidad, no..., o todavía no. Resulta que, casualmente, yo la había visto por la tarde en la cripta de los capuchinos.

—¿Y qué hacías allí?

—Una visita. Siempre que viajo a Viena, voy al «trastero de reyes» para depositar unas violetas sobre la tumba del pequeño Napoleón. Es mi mitad francesa la que habla en esos momentos.

Siguió el relato, más dramático aún puesto que el tema se prestaba a ello, de la extraña conversación, tras lo cual Morosini describió su carrera por las calles de Viena tras las ruedas de una calesa cerrada.

—¿Y adonde llegaste? —susurró Vidal-Pellicorne, tan apasionado que había olvidado a medio camino entre el plato y su boca el trozo de anguila ensartado en el tenedor.

—A una mansión que no tuve ninguna dificultad en reconocer porque había ido previamente a ella. Y cuando, en la Ópera, Simon me dijo a quién pertenecía el palco donde estaba la desconocida, no me resultó difícil hacer la asociación. Pero tú también conoces ese palacio.

—Dime su nombre y veremos si es verdad.

El trozo de anguila desapareció, pero estuvo en un tris de reaparecer cuando Morosini dejó caer, con una sonrisa impertinente:

—Adlerstein. Está en Himmelpfortgasse... ¡Caramba! Bebe un poco, si no, vas a ahogarte —añadió ofreciéndole un vaso de agua a su amigo, a quien, en su lucha contra el trozo rebelde, se le había quedado el rostro amoratado—. ¿Qué pasa? No creí que fuera a causarte ese efecto.

Adalbert rechazó el agua y tomó un sorbo de vino.

—No has sido tú..., ha sido... este bicho. ¡Tiene espinas, fíjate! En cuanto a ese palacio, como no he puesto nunca los pies en él, no lo conozco.

—En tal caso, ¿cómo es que tu coche sí lo conoce? Lo vi allí..., o al menos lo entreví mientras un criado lo lavaba en el patio interior.

Si Morosini esperaba exclamaciones o protestas indignadas, iba a sentirse decepcionado. Adalbert se limitó a mirarlo mientras se tocaba la punta de la nariz con expresión de perplejidad, pero no contestó. Aldo volvió entonces a la carga:

—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? Si estaba aparcado allí, no sería sin ti.

—Sí. Lo había prestado.

—¿Prestado? ¿Puedo preguntarte a quién?

—Te lo diré enseguida. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que lo mejor es que te cuente ahora mis aventuras personales. Así lo entenderás todo mejor.

—Te escucho.

—Bien. Te enteraste de que en Egipto estuve a punto de ser víctima de un error judicial, ¿no?

—Sí. Te acusaban de haber robado una estatuilla que afortunadamente acabó por aparecer.

—Afortunadamente, no. Más bien por casualidad, en un rincón de la tumba, a la que debió de volver sólita. El verdadero ladrón, que sospecho quién puede ser, la dejó allí cuando le entró miedo después de que se produjera la extraña muerte de lord Carnavon.

—Sí, me enteré de esa curiosa muerte. Una picadura de mosquito, por lo que dijeron.

—Que provocó una erisipela mortal, pero son muchos los que creen ver en esa muerte una especie de maldición sobre los que no han hecho caso de la inscripción descubierta en la entrada de la tumba: «La muerte tocará con sus alas a quien moleste al faraón.» Hubo una o dos más desapariciones inexplicables y, te lo repito, nuestro hombre debió de morirse de miedo.

—¿Tú crees en esa maldición?

—No. El pobre Carnavon murió el 5 de abril, y entonces la sala que contiene el sarcófago ni siquiera estaba abierta. Pero a mí eso me sacó de la cárcel. Para serte franco, yo me habría llevado con mucho gusto esa estatuilla y no la habría devuelto jamás..., aunque hubiera tenido que exponerme a sufrir la cólera del difunto. ¡Merecía condenarse por ella! —suspiró el egiptólogo con la voz quebrada por la emoción—. Una encantadora esclava desnuda, de oro puro, presentando una flor de loto. ¡La más pura expresión de la belleza femenina! Y cuando pienso que ese miserable la tuvo en sus manos durante semanas y que...

—¡Para! —lo interrumpió Aldo—. Si te embarcas en esa historia, no salimos de ahí. Volvamos al punto de partida: tu coche milagrosamente transportado a Viena. O sea, que mejor comienzas el relato después de tu liberación.

—De acuerdo. Huelga decir que la expedición y las autoridades inglesas me pidieron disculpas. Para hacerse perdonar, incluso me pidieron que escoltara hasta Londres un envío destinado al Museo Británico.

—¡Curioso honor! Tú habrías preferido llevarlo al Museo del Louvre, supongo.

—Por supuesto, e incluso me pregunté si no sería otra trampa, puesto que lord Carnavon se había comprometido a entregar a los egipcios la totalidad del producto de sus excavaciones. Pero Cárter, que sigue vivito y coleando, quería que su país disfrutara un poco de sus hallazgos, y como es él el descubridor... Así que partí para Londres, donde me dispensaron un gran recibimiento y donde tuve el placer de ver a nuestro amigo Warren.

—¡El pobre! ¿Has visto lo que le ha pasado? Nuestra Rosa de York ha desaparecido otra vez.

—Ésa, amigo mío, es la menor de mis preocupaciones. Y por favor, no cambiemos de tema —dijo Adalbert—. Como te decía, me trataron de maravilla y hasta regresé a Francia con sir Stanley Baldwin, que iba en visita oficial. Gracias a eso, tuve el honor de ser invitado a la gran recepción ofrecida por lord Crewe, el embajador de Gran Bretaña en París, y allí fue donde tuve un encuentro inesperado con una encantadora joven en apuros. Había salido a fumar un puro a los jardines cuando fui testigo de una desagradable escena: un tipo estaba maltratando a una mujer para obligarla a besarlo.

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[5] Mezcla de agua con gas y vino muy apreciada en Austria