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Aunque la monarquía ya no fuera más que un recuerdo, había un sinnúmero de nostálgicos. Durante la temporada de los baños, muchos y, sobre todo, muchas iban a soñar al parque o ante las columnas de la Kaiser Villa, el castillo vagamente griego donde se había desarrollado el acontecimiento, pero en otoño aún quedaban algunos y ésos eran los más fervientes, sombras de la antigua Corte en busca de las horas pasadas, cuando representaban un papel en el espectáculo que se ofrecía al emperador, la emperatriz y su séquito.

Por lo demás, en Ischl el tiempo parecía haberse detenido, sobre todo entre las mujeres. Poco maquillaje o ninguno, ausencia total de cabellos cortos y todavía muchas faldas largas mezcladas con los trajes regionales tradicionales.

—¡Increíble! —murmuró Morosini cuando el Amilcar se detuvo frente al hotel, en un sitio que una calesa acababa de dejar libre—. De no ser por este artefacto, tendría la impresión de ser mi propio padre. Recuerdo que vino a Ischl dos o tres veces.

—Los de aquí no están locos. Saben muy bien que los recuerdos del imperio representan su mejor publicidad. Este hotel lleva el nombre de Isabel, los balnearios el de Rodolfo o Gisela, el panorama más espléndido el de Sofía... Sin contar las plazas Francisco José, Francisco Carlos, etcétera. En cuanto a nosotros, vamos a instalarnos, a comer y a esperar a que sea una hora oportuna para ir al castillo de Rudolfskrone, que los Adlerstein hicieron construir cuando su vieja residencia montañesa se volvió inhabitable como consecuencia de un desprendimiento de tierra.

—¡Sí que sabes cosas! —exclamó Morosini, admirado—. Y eso que esto no es Egipto.

—No, pero cuando se realiza un largo recorrido en compañía de alguien, hay que alimentar de alguna manera la conversación. Lisa y yo charlamos bastante.

—Es verdad, no me acordaba. ¿Y no sabrás por casualidad dónde está?

—En la orilla izquierda del Traun, en la ladera del Jainzenberg —respondió, imperturbable, Vidal-Pellicorne.

Demasiado grande para ser un pabellón de caza y más parecido, con sus galerías, su frontón y sus múltiples ventanas, a una villa palladiana, Rudolfskrone, rodeado de vegetación frente a una encantadora vista, ofrecía una imagen sonriente. Resultaba fácil comprender por qué la señora Von Adlerstein pasaba muchas temporadas allí y alargaba su estancia hasta bien entrado el otoño. Esa casa era más agradable para vivir que el palacio de Himmelpfortgasse.

Un mayordomo, que llevaba con una inmensa dignidad unas calzas de piel con lazos y una chaqueta de ratina verde abeto que habrían provocado un ataque de nervios a sus colegas británicos, recibió a los visitantes en el alto porche dominado por unas estatuas en equilibrio sobre un balcón.

Pese al contenido de las tarjetas de visita presentadas por los dos hombres, el sirviente manifestó dudas sobre la posibilidad de que fueran recibidos sin haberse anunciado previamente. La condesa estaba enferma. Pero Aldo, completamente decidido a no dejar que le dieran largas, preguntó:

—¿La señorita Lisa no está?

Fue mágico: una sonrisa iluminó la máscara severa del mayordomo.

—Ah, si los señores son amigos suyos, la cosa cambia. Ya me había parecido reconocer el pequeño coche rojo que tuvimos aquí hace poco...

—Se lo había prestado —precisó Adalbert—. Pero si la señora Von Adlerstein no se encuentra bien, no la moleste. Volveremos más tarde.

—Voy a intentarlo, caballeros, voy a intentarlo.

Unos instantes después, abría ante los dos hombres las puertas de un saloncito tapizado de damasco de color crudo, con grandes cortinas de seda descorridas que dejaban ver los árboles del parque. Numerosas fotografías con marcos de plata ocupaban un amplio espacio.

Una dama de cabellos blancos, pese a su cutis todavía liso, estaba tendida en una chaise longue con una escribanía sobre las rodillas. Al ver entrar a sus visitantes, se apresuró a dejarla a un lado. Éstos pensaron que, a juzgar por el largo vestido negro con el cuerpo de encaje que llevaba, debía de ser bastante alta. Su imagen era de otra época, la de las fotografías, pero sus ojos oscuros poseían una sorprendente vitalidad. En cuanto a la sonrisa que iluminó súbitamente su rostro, era la réplica exacta de la de Lisa.

Fue a Adalbert, hacia quien tendió sin vacilar una larga mano adornada con preciosos anillos, sobre la que éste se inclinó.

—Señor Vidal-Pellicorne —dijo—, es un placer conocerlo..., aunque lamento un poco su excesiva facilidad para acceder a los caprichos de mi nieta. Cuando la vi al volante de su coche, me quedé atónita, un poco admirada pero también inquieta. ¿No fue una imprudencia?

—En absoluto, condesa. La señorita Lisa conduce muy bien.

La anciana dama se volvió entonces hacia su otro visitante, a quien dirigió una sonrisa simplemente cortés.

—Pese al gran apellido que lleva, príncipe Morosini, no tengo el gusto de conocerlo. Sin embargo, parece ser que desde hace poco se dedica a asediar mi casa de Viena. Me han dicho que ha ido a preguntar por mí varias veces.

El tono seco daba a entender que la insistencia de Morosini no agradaba.

—Reconozco mi culpabilidad, condesa, y le pido infinitamente perdón, por eso y también por haber espiado literalmente su palacio.

Ella se sobresaltó y frunció el entrecejo.

—¿Espiado? Qué palabra tan malsonante... ¿Y le importa decirme por qué razón?

—Deseaba hablar con usted de algo de suma importancia, en lo que mi amigo aquí presente está tan interesado como yo.

—¿De qué?

—Ahora mismo lo sabrá, pero ¿me permite que le haga antes una pregunta?

—Hágala. Y tome asiento, por favor.

Mientras se sentaba en un sillón tapizado en damasco que la dama le señalaba, Aldo formuló la pregunta:

—Acaba de decir que no me conoce. ¿Es que la señorita Kledermann no le ha hablado nunca de mí?

—¿Debería haberlo hecho? Debe usted comprender —añadió la señora Von Adlerstein para suavizar un poco la insolencia de su observación— que Lisa conoce a mucha gente diseminada por toda Europa. El catálogo de sus amigos es inacabable. De modo que usted también ha coincidido con ella en algún sitio... ¿Dónde?

—En Venecia, donde vivo.

No le pareció útil decir nada más. Si Lisa —quizá porque no estaba orgullosa de ello— no había creído oportuno revelar sus actividades en casa de Morosini, no le correspondía a él hacerlo, a pesar de que se sentía humillado y un poco apenado por haber sido mantenido tan al margen de la vida real de la ex Mina.

—No me extraña —comentó la condesa—. Le gusta mucho esa ciudad y tengo entendido que la visita con frecuencia. Pero, por favor, hablemos de ese gran deseo que tenía de hablar conmigo.

Morosini guardó silencio un instante para escoger cuidadosamente las palabras.

—El pasado diecisiete de octubre —se decidió por fin— asistí en el palco de Louis de Rothschild y en compañía del barón Palmer a una representación del Caballero de la rosa. Había ido desde Italia invitado por el barón y con la única finalidad de escuchar esa ópera. Aquella noche, después de levantarse el telón, vi entrar en su palco a una dama muy elegante, y muy impresionante también. Es sobre esa dama sobre lo que deseaba hablar con usted, condesa. Quisiera conocerla.

—¿Y le importa decirme por qué? —Esta vez, el tono era altanero, pero Morosini fingió no percatarse de ello—. ¿Por romanticismo tal vez? Usted es veneciano, y el misterio que sugiere esa mujer espolea su curiosidad y su imaginación, ¿no es así? —añadió la condesa.

«Decididamente, no le gusto. El tipo de Viena ha debido de prevenirla contra mí», pensó Morosini, que, dada la situación, decidió coger el toro por los cuernos y ser franco.