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—Si me atribuye sentimientos, señora, tenga la bondad de escogerlos menos fútiles. Se trata de un asunto importante, yo incluso diría que grave. Esa dama posee una joya que necesito adquirir al precio que sea.

El estupor y la indignación dejaron muda a la condesa durante unos instantes, tras los cuales se disiparon para dejar paso a la cólera.

—¿Sentimientos menos fútiles? ¡Pero si es algo peor aún! La simple y vulgar codicia de un comerciante. ¡Una cuestión de dinero! Aunque no tengo el gusto de conocerlo, estoy al tanto de su reputación de negociante experto en joyas antiguas. Creo —añadió— que no tenemos nada más que decirnos. Salvo que pienso aconsejarle a mi nieta que elija mejor a sus amigos.

Aldo sintió una tentación casi irreprimible de decirle a la arrogante anciana a la cara que su preciosa nieta, disfrazada de cuáquera, había estado a sus órdenes durante dos años, pero apreciaba demasiado a la falsa holandesa para jugarle esa mala pasada. Prefirió, pues, tragar quina e intentar convencerla.

—Señora, señora, se lo ruego, no me condene sin escucharme. No se trata en absoluto de lo que usted cree y le juro que no me mueve la codicia ni la esperanza de obtener ganancia alguna. Esa joya, o al menos el ópalo que ocupa el centro, tiene una historia trágica, al igual que todas las piedras arrancadas de un objeto sagrado. Si, como me han asegurado, ésta la llevó la desdichada emperatriz Isabel, está claro que no escapa a la suerte habitual. Comprársela a esa dama es hacerle un favor, créame.

—O partirle el corazón. ¡Basta, príncipe! El asunto del que me habla es un secreto de familia y no voy a ser yo quien lo divulgue. Lo siento, pero no puedo dedicarle más tiempo.

Resultaba difícil insistir sin mostrarse grosero. No obstante, Adalbert intentó salir en defensa de su amigo:

—Permítame unas palabras, condesa. Todo lo que acaba de decir el príncipe Morosini es la expresión misma de la verdad. El y yo estamos buscando varias piedras vinculadas a un antiguo objeto de culto. Hemos encontrado dos. Faltan otras dos, y el ópalo es una de ellas.

—No pongo en duda su palabra, caballero, ni tampoco la del príncipe. Pero, en tal caso, para comprar esa joya tendrán que esperar hasta que llegue a manos de los herederos de su propietaria, pues mientras ella viva no la tendrán. Adiós, caballeros.

Un timbre acababa de requerir la presencia del mayordomo, al que no hubo más remedio que seguir.

—¿Quieres decirme qué he hecho para darle miedo? —murmuró Morosini mientras se dirigían al coche.

—No lo sé, pero yo he tenido la misma impresión.

—¿He hecho mal en plantear el asunto tan abiertamente? Tengo la desagradable sensación de haber metido la pata.

—Quizá, pero no es seguro. Con este tipo de mujeres es mejor hablar claro. Tal vez deberíamos haberle preguntado simplemente dónde está Lisa. Su nieta podría ser más manejable.

—¡No te fíes! Además, es posible que no sepa nada. La condesa ignora que su querida nieta ha pasado dos años en mi casa.

—Y eso no lo digieres, ¿eh?

Estaban subiendo al coche cuando apareció una calesa que se detuvo justo delante del Amilcar. De ella surgió, cargado con una maleta, un joven al que Morosini reconoció al primer golpe de vista: su agresor de Demel. El reconocimiento fue, por lo demás, recíproco. Tras dejar la maleta prácticamente encima de los pies del mayordomo, el vehemente personaje se precipitó sobre Aldo.

—¿Otra vez usted? Creía haberle avisado, pero debe de ser duro de oído, así que se lo advierto por última vez: deje de correr detrás de ella o tendrá que vérselas conmigo.

Dicho esto, estaba ya girando sobre sus talones cuando Morosini, perdiendo la paciencia, lo agarró de la chaqueta gris ribeteada en verde y lo obligó a volverse hacia él.

—¡Un momento, muchacho! Está empezando a sacarme de mis casillas más de lo razonable, así que aclaremos las cosas de una vez por todas. Yo no corro detrás de nadie salvo quizá detrás de la señora Von Adlerstein, y me gustaría saber qué razones tiene usted para oponerse a ello.

—¡No se haga el inocente! ¡Esto no ha tenido nunca nada que ver con tía Vivi, sino con mi prima Lisa! Así que recuerde esto: yo, Friedrich von Apfelgrüne,[6] estoy decidido a casarme con ella y no quiero seguir viendo pisaverdes, y encima extranjeros, rondando a su alrededor. ¡Y suélteme, está estrangulándome!

—¡Todavía no, pero lo haré si no me pide disculpas inmediatamente! —rugió Morosini sin aflojar ni un ápice la presión—. Nadie se ha permitido hasta ahora tratarme de pisaverde.

—¡Nu... nunca!

—Suéltalo —le aconsejó Adalbert—. Estás haciendo que esta manzana verde madure un poco deprisa.

—Vamos, a señor Fritz —intervino el mayordomo—, ¿es que no va ser nunca razonable? Sabe perfectamente que la señorita Lisa detesta su manera de emprenderla contra sus amigos cuando superan la edad de diez años. En cuanto a Su Excelencia, tenga la bondad de liberarlo. La señora condesa ya tendrá bastante disgusto cuando se entere de...

—Ya me he enterado, Josef —dijo la anciana dama, que acababa de aparecer en lo alto de la escalera apoyada en un bastón y envuelta en un chal—. Ven aquí, Fritz, y deja de hacer el imbécil. Acepte mis disculpas junto con las suyas, príncipe. Este joven pierde el juicio con todo lo que guarda relación con su prima.

Aldo no tuvo más remedio que soltar a su presa, inclinarse y ocupar su asiento junto a Adalbert, que al arrancar levantó unos guijarros del camino.

De regreso a la ciudad, los dos hombres circularon en silencio un rato, cada uno encerrado en sus propios pensamientos, hasta que Adalbert masculló:

—¿Te imaginas a Lisa casada con ese fantoche?

—¡Ni por un momento! Y espero que sea de esas personas que confunden sus deseos con la realidad. Pero, por lo que veo, Lisa te interesa mucho. Acabamos de sufrir un fracaso, ¿y tú estás pensando en ella?

—Sí, porque ahora es la única que puede ponernos sobre la pista de la dama del ópalo.

—Lo he estropeado todo —dijo Morosini—. No debería haber sido tan directo. Ahora ya no habrá manera de que nos diga dónde está Mina.

—¡Deja de llamarla así! ¡Me pone negro!... A lo mejor la abuela me lo dice a mí. Puedo intentar volver solo. Mañana, por ejemplo. Diré que tú te has ido.

Morosini, desanimado, se encogió de hombros.

—¿Por qué no? En el punto donde estamos...

El destino, sin embargo, tuvo la buena idea de socorrerlos enviándoles un ayudante inesperado.

Tras una cena tristona, compuesta de truchas y degustada en un comedor primero medio lleno y luego medio vacío, decidieron, para reconfortarse —al final del día había caído una lluvia fina, reemplazada más tarde por un viento cortante—, ir a tomar una copa o dos al bar, que era el único lugar un poco cálido de aquel hotel. Allí los esperaba una sorpresa bajo la figura del joven Apfelgrüne, encaramado en un taburete ante la alta barra de caoba y abriendo su corazón a un barman hastiado.

—¡Enviarme a dormir a un hotel, a mí, el nieto de... su propia hermana! ¡Decirme que no hay sitio para mí, cuando hay por lo menos... quince dormitorios en... esa maldita barraca! ¡Y yo me voy a un hotel! ¿Tú entiendes eso, Victor?

—No es la primera vez que le pasa, señor Fritz. Siempre ocurre lo mismo cuando la villa Rudolfskrone está llena de invitados.

—¡Pero es que... precisamente ahora... no hay invitados! ¡No he visto ni un alma allá arriba! Mi prima Lisa no está... y no hay nadie más, pero tía Vivi no me quería en su casa. Si al menos supiera por qué... Ponme otro schnaps, anda. Quizás eso me ayude.

Los dos hombres, que acababan de tomar asiento ante una mesa vecina, intercambiaron una de esas miradas de complicidad que no necesitan traducción porque ambos pensaban lo mismo: quizá sería fructífero ir a merodear alrededor de la casa. La condesa tenía miedo de algo o de alguien, y sin embargo, echaba a su sobrino nieto, que podía serle útil. Sin embargo, como una salida inmediata habría resultado como mínimo sorprendente, pidieron sendos coñacs y se instalaron más cómodamente para degustarlos mientras escuchaban el lamento de Fritz von Apfelgrüne, que, por cierto, se volvía cada vez más incomprensible a medida que desfilaban los vasitos de schnaps. Finalmente, lo que tenía de pasar pasó: Fritz se desplomó sobre la barra con la cabeza apoyada en los brazos, completamente dormido.

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[6] Apfelgrüne significa «manzana verde».